martes, 31 de mayo de 2011

MANOS VACÍAS, MANOS LLENAS


Llega al medio día empujando su carretilla con las compras necesarias. Realiza tres paradas en el recorrido; la última a escasos treinta metros. Suelta la empuñadura, hace medio giro, retrocede dos pasos y se sienta en ella. Su mirada se concentra en los alrededores, no tiene prisa, está cansado. Piensa en la rutina del día, en los posibles visitantes que lo acompañaran para acelerar el consumo de su tiempo en soledad, compartirlo a manos llenas. Su mascota corre alrededor, guau, guau, guau, mueve la cola, se detiene y con sus manos escarba en la arena. “Sí, ya estamos cerca, déjame descansar unos segundos más”, le dice al pastor alemán de cuatro meses. Se reincorpora y con decisión inicia la marcha. La rueda se hunde en la arena seca provocando mayor empuje de sus cansadas piernas y entra el rancho. Se dirige al espacio posterior, abre una pequeña puerta corrediza y baja la carga.
           
Recoge trastes sucios, tenedores, cucharas, vasos, platos y los coloca en una pana plástica. Con un trapo sacude la arena del estante, abre el saco y sin prisa toma uno a uno limones, tomates, chiltomas, cebollas; un litro de aceite, una bolsita de sal, una ristra de tortillitas, media docena de choricitos de Viena, una bolsa de galletas de soda, cuatro medias de extra Lite y diez bolsas de hielo. Los observa, contrasta con la lista del papel arrugado y cuenta los setenta córdobas del cambio. “Todo bien, las compras del día, quizás para la semana, no se sabe”, piensa.
           
El cachorro ladra inquieto. Vuelve la mirada hacia el frente, observa olas reventando en la playa, toma su machete oxidado y sale de prisa al embaldosado cubierto de una densa capa de arena blanca. Lo observa correr a la izquierda, regresa y se echa a sus pies. Tres gaviotas salen volando, una carga en el pico, restos de un cangrejo cubierto de hormigas, pelean entre ellas con sus alas emitiendo chillidos desesperados y se alejan. “Ringo, me asustaste. Buen muchacho”, dice. Levanta la mirada, ladra y sale hacia la playa, las olas revientan, pequeñas aves marinas de paso rápido y nervioso picotean sobre la espuma y juguetea con ellas.
           
Barre la capa de arena sobre el embaldosado y, a medida que avanza, sacude las mesas y sillas de plástico acomodándolas una sobre otra en el bordillo de bambú. Levanta la mirada hacia el inicio de la playa y observa una figura solitaria que avanza a lo lejos. Inquieto, entra al bar, toma el largavistas, limpia con la camiseta los lentes y enfoca la imagen regulándolos. “Es Rush”, dice y continua en su labor. “Una caminata más sobre la costa”, piensa. Escucha el ruido de un motor, mira hacia el puerto en la parte posterior del rancho y observa el avance de una panga. Los enfoca, tres personas con el panguero se acercan a la costa. “La guía del día”, piensa y apresura su labor.
           
Dos extraños bajan de la panga, toman las mochilas, pagan el pasaje al panguero y se dirigen sin prisa hacia el rancho. Trata de identificarlos, regula los lentes sobre sus rostros sin lograrlo. Ringo ladra a su lado, inquieto, con la cola levantada y el pelaje del dorso erizado. “Calma, Ringo, calma”, le dice. Rush se encuentra cada vez más cerca, carga en sus manos una vara y un machete sostenido en la cintura. Al verlo, descubre los rayos inclementes del sol, nublando su visión por el reflejo radiante en la arena, sin sombra que se anticipe o preceda.  Al aproximarse, el cachorro sale a su encuentro, ladra a su alrededor y lo sigue.

    Hola viejo —dice Rush—. ¿Manos llenas o vacías? —pregunta al sentarse en la banca de la izquierda, recostándose en el bordillo de bambú.
    Por ahora vacías —responde el viejo—. Espero iniciar el día con aquellos que se aproximan —dice señalando a los extraños mientras arregla las sillas alrededor de las mesas.
    Te deseo suerte —dice Rush. Se levanta estirando sus brazos y sale hacia la arena iniciando su marcha hacia las lagunas, en dirección a Caimán Rock.
    Igual, tienes días de pasar con las manos vacías —grita el viejo al terminar de arreglar las sillas.

Rush continúa su camino y grita levantando la vara: ¡Hoy será un buen día!, mientras los extraños entran al rancho, saludan y ordenan dos cervezas. Desde el mostrador los observa tratando de descubrir sus intenciones. “No tienen rasgos de turistas”, piensa. Uno de ellos es más alto, llevan pantalones cortos, camisolas y chinelas de gancho. Al más bajo le cuelga una gruesa cadena de oro del cuello. Han puesto las dos mochilas en el suelo, al lado de las sillas.

    ¿Conociendo la playa? —pregunta el viejo—. La buena temporada ha pasado, durante semana santa vino bastante gente —agrega. Ringo los observa echado en la arena, en el borde del embaldosado.
    Por eso venimos, para disfrutarla sin el bullicio de la gente —dice el más bajo mientras el alto sonríe.
    Estoy arreglando el local, si desean algo me avisan —dice el viejo y se dirige a la cocina.
    Vamos a caminar por la playa, ya regresamos —dice el más alto.
    Bien —responde el viejo—. Aquí los espero.

Los ve alejarse en la misma dirección que camina Rush. Toma los largavista, busca la figura de Rush pero no la encuentra, solamente la hilera de cocoteros que se desvanecen en el horizonte interminable y las olas reventando en la playa bajo el cielo azul. “Va rápido”, piensa. Regresa a sus labores ante la mirada expectante de Ringo. “Tranquilo, no pasa nada”, dice. Al concluir, regresa al frente del rancho y busca a los extraños sin encontrarlos en la playa. Al girar los largavista un poco a la derecha, observa una lancha rápida que sale de la playa, la sigue con atención descubriendo su recorrido paralelo a la costa en dirección a Set Net Point. “Pescadores”, piensa. Se acuesta en la hamaca colgada a un costado mientras Ringo se echa abajo en posición vigilante.
           
Una hora después, Ringo ladra y se despierta levantándose de prisa de la hamaca. Escucha el ruido de un motor, observa una panga que se aproxima en la parte posterior, hacia el muelle. Se levanta, toma los largavista y observa a Rush y los extraños que se aproximan cargando tres bultos. Al llegar, los extraños pagan las cervezas y se dirigen a la panga que los espera con el motor encendido. Rush juguetea con Ringo frente al rancho, tratando de alcanzarlo con la vara.

    ¡Oye, Rush! —grita el viejo al verlo juguetón—. ¿Manos vacías o llenas? —pregunta.
    Llenas —contesta Rush alejándose.

El viejo toma los largavistas y observa a los extraños acomodar las mochilas y el bulto en la panga. Los rayos de sol color naranja que se oculta entre las islas de Miss Lilian lo enceguecen. “Otro día de manos vacías”, piensa al buscar leña para encender una fogata por los insoportables jejenes que lo enloquecen, sus compañeros de noche en la soledad del rancho frente al mar. Vuelve la mirada hacia el faro, la figura de Rush ha desaparecido en el horizonte.


Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Lunes, 30 de mayo de 2011

jueves, 26 de mayo de 2011

VESTIDA DE BLANCO


Esa tarde compartió tragos con sus amigos. Hablaron de sus rutinas, de sus planes, de la situación del país y de Bluefields. Se despidieron temprano por sus apremiantes quehaceres del siguiente día. Iban a dar las nueve y se dirigía al hotel. Al dar la vuelta completa en la rotonda Rubén Darío observó la fiesta en el parqueo. “Es temprano aún”, pensó y giró entrando al estacionamiento.
            Al bajar de la camioneta se encontró en el centro de un concierto musical discordante, donde los ritmos fluían desde las cabinas de los vehículos mezclados con voces eufóricas, risas, carcajadas y motores en marcha abasteciéndose de combustible. Observó parejas enamoradas en la fresca grama frente al parqueo y el movimiento constante de otros que entraban y salían del centro de ventas on the run con cervezas, gaseosas, hamburguesas, pizza y cajitas de pollo. Hizo lo mismo y, al regresar, entró en la cabina, encendió el equipo de sonido dándole play a su CD preferido de Bob Marley. Con la puerta abierta se reclinó en el asiento, tomó un trago de cerveza y la vio pasar a través del cristal. “Será posible, pensó, se parece mucho a ella”.
            Salió de la cabina en espera de su regreso con la cerveza en la mano. Se reclinó en la puerta mientras sus pensamientos, nublados por ella, lo trasladaron a la costa caribe. Se encontró frente a la inmensa casa de madera. Entró por la puerta derecha, recorrió la sala observando las fotos familiares y con su mano izquierda acaricio el teclado del viejo piano. Escuchó risas, caminó hacia la cocina y observó a las mujeres preparando masa para hacer pan simple, dulce y cosas de horno. Giró a la izquierda y subió por las gradas posteriores hacia el segundo piso recorriendo las habitaciones. Se detuvo frente a la que ocupó por muchos años y la vio vacía. Continuó caminando y salió al balcón admirando las insignes palmeras de la ciudad, la bahía en calma bajo el cielo azul y respiró el aroma de la ciudad. Satisfecho regresó al pasillo y bajó por las gradas del frente evitando mirar la habitación que siempre se mantenía cerrada, prohibida por conservar los tesoros de su abuelo. Salió a la calle por la puerta derecha y, en el pequeño andén del puerto, saboreó sus labios, la dulzura de sus besos; sintió temor de sus caricias y ardiente cuerpo. La vio frente a la iglesia vestida de blanco con un ramo de flores en sus manos. Alta, delgada, cabello largo, ojos color miel, labios finos. En su rostro mostraba la alegría mística de los santos camino al cielo.
            Regresó de los recuerdos por las carcajadas delirantes de una pareja de enamorados que se encontraba en el vehiculo contiguo. De pronto la vio pasar nuevamente; cabello corto, pasos largos, cadera inquieta ajustada a los jeans, rellenita, madura, más mujer. En sus manos cargaba dos cervezas. “Es ella, no hay dudas”, pensó. Siguió su andar coqueto y la vio entrar en un sedan blanco. Se tomó la cerveza en dos tragos, se dirigió hacia ella y golpeó la puerta del conductor.

    Disculpe —dijo, agachándose un poco—. ¿Usted es Katalina?
    Sí —respondió extrañada—. Y usted, ¿quién es?
    ¡Rommel! —respondió, alejándose dos pasos de la puerta—.  ¿Me recuerdas?
    ¿Rommel?, ¡Rommel! —dijo y salió del auto—. ¡Cuánto tiempo sin verte!
Sonreían con incertidumbre, sus miradas se encontraban nuevamente como observando un espejismo. Se inspeccionaron incrédulos, Rommel extendió su mano y, al estrechar la de ella, la fuerza del pasado los atrajo, juntando sus cuerpos en un abrazo desbordante de alegría.
            Recuperaron sus recuerdos; caminatas por las calles, encuentros en las esquinas, las fiestas compartidas, las noches de luna llena en el muelle de Matinuz y su romance efímero. Rommel la invitó a una cerveza y entraron al on the run confundiéndose con otras parejas por sus miradas seductoras y sonrisas placenteras, con la complicidad del asombro que los invadía luego de tantos años sin verse. Al salir se detuvieron en la camioneta. Pasaron segundos sin conversar, solamente sonreían.

    ¿Siempre te gusta la canción “vestida de blanco”? —preguntó Katalina—. Recuerdo que me la dedicabas.
    Siempre —respondió Rommel—. Hasta por la radio Atlántico, después que te casaste.
    Me case nuevamente y enviudé. Tengo dos hijos.
    Lo siento mucho —dijo Rommel y la tomó de la mano.
    Espérame, ya regreso —dijo Katalina y se dirigió a su vehículo.

Rommel se daba cuenta que alguien la acompañaba, pero por el entusiasmo del encuentro lo habían olvidado.

    No me entiende —dijo al regresar—. Está enojado, es celoso.

Katalina no había concluido de hablar cuando el tipo pasó caminando de prisa y al alejarse gritó “me las vas a pagar, ya veras”.

    Que pena —dijo Rommel—. Todo por mi culpa.
    No niño, no le pongas mente. Él se lo pierde, es un tonto.

Se despidieron después de media noche. Con el paso del tiempo se hablaban por teléfono y en una ocasión se citaron en la misma gasolinera, cenaron juntos y la volvió a ver vestida de blanco en la habitación del hotel, cambió el traje de novia por un fino “baby doll”.
            En un aniversario de la revolución sandinista la vio en la plaza. Vestía una camiseta color chica con un eslogan alusivo a la celebración, blue jeans ajustados, y un pañuelo rojo y negro colgado en el cuello.

    ¿Y eso? —preguntó sorprendido.
    ¿Te gusta? —respondió Katalina girando como modelo.
    Prefiero verte vestida de blanco —respondió Rommel.
    ¡Mi amor!, ¡el blanco es sólo para vos! — dijo.

Lo tomó de la mano, jalándolo para que la acompañara y se perdieron entre la delirante multitud.


Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Miércoles, 25 de mayo de 2011

lunes, 23 de mayo de 2011

SOMOS DE LA VIDA

Cuando me trasladé con mi mujer de Managua a Juigalpa en el año 1984, vivimos en la casa de la esquina de Palo Solo, propiamente una cuadra antes de llegar al parque y mirador de Palo Solo. Allí vivimos por catorce años. Hice muchas amistades, pero al inicio, los primeros meses, no me acostumbraba; añoraba el bullicio y la vida desesperada de Managua.

En 1975 había estado en Juigalpa estudiando en el Liceo Agrícola pero no me gustó, a los seis meses, después del primer semestre, regresé a El Bluff. El siguiente año, me fui a Managua a estudiar en la UCA. Estudié en el liceo cuando a los estudiantes de primer ingreso los peloneaban y el Coronel, Adolfo Chávez, se dio el gusto de meter la tijera y dejarme pelón, después de una pelea entre los de primer ingreso y los de segundo año donde corrió sangre. “No te ahueves, yo te voy a pelonear”, me dijo días antes y, como eramos los únicos costeños, nos separamos del tumulto bajo un árbol de acacia y cerca de la llave de agua me dio dos tijerazos.

Caricatura de Octavio Gallardo
En esos catorce años hice amistades que perduran. La gente de Juigalpa es alegre y amistosa pero te cambian el nombre, son arrechos a poner apodos. Cuando me trasladé definitivamente a Nueva Guinea tenía que viajar con frecuencia a Managua y pasaba siempre visitando la casa de la esquina de Palo Solo; lo sigo haciendo, aunque con menor frecuencia. Después de saludar a Wicho y Marina iba donde la Julita y Payin, luego me cruzaba la calle y pasaba por donde él.

Cuando recibí la noticia del accidente aéreo de mi padre, salí hacia Managua e hice parada en la esquina. Vi un tumulto de gente frente a la casa de la Julita y, al preguntar, me di cuenta que había fallecido el mismo día del accidente de White B. Hill. Fueron amigos, entablaron amistad cuando me visitaba en Juigalpa. Llegué a su casa, entré y vi su ataúd en el centro de la sala. No pude acompañarlo, viajaba desesperado hacia Utila.

A pesar de la diferencia de edad, desde que nos conocimos en 1984, nos hicimos amigos a través de Fidel, su hijo. Maestro de generaciones que se desplazaban de los diferentes municipio de Chontales hacia Juigalpa a estudiar en el Instituto Nacional de Chontales, ubicado en la esquina opuesta de su casa. Promotor incansable del deporte, de joven jugador de béisbol, historiador y escritor, continuador del legado de “Goyo” Aguilar, de amena conversación y amante de los tragos. Por su escasa cabellera, a sus espaldas le llamaban “el pelón”, pero frente a él era “profesor”. En sus años mozos hacia honor a su apellido: Gallardo. Me refiero a Octavio Gallardo.

Éramos vecinos, me cruzaba la calle para visitarlo. En el corredor de su casa siempre atendía a sus amigos y tomábamos tragos en tertulias que se prolongaban hasta altas horas de la noche. En sus charlas invocaba el acto heroico del cacique Chontal al tirarse de la cordillera de Amerrisque, en vez de rendirse ante los colonizadores españoles; decía que el nombre de América se tomó de esa cordillera. Ya tragueado repetía su frase favorita “somos de la vida”. Se acostaba y dormía con la grabadora a todo volumen en estado de repetición de su canción preferida: la maldición de malinche.

En una ocasión me llevó al bar de la Deyfilia, famoso en Juigalpa por las normas estrictas impuestas por ella a punto de tajonazos contra todo aquel que armaba escándalo, prohibiéndole de por vida la entrada a su negocio. Bajamos a la parte posterior, al ranchito de paja, nos acomodamos cerca del alero de paja y nos tomamos varias medias de ron plata, su trago preferido. Comenzó a llover y nos pringábamos. Se levantó de la mesa, tomó la media, el hielo y su vaso; me dijo: “jala la mesa para este lado”. Hice el intentó de levantarla varias veces y se reía a carcajadas. La mesa estaba empotrada en el piso de concreto.

Un día sábado por la mañana llegó a invitarme. “Vamos al lado de Apompúa, allí es fresco”, dijo. La familia que vistamos, antes de cruzar el puente, nos atendió de maravilla. Asaron carne, pollo y pasamos la tarde bajo unos frondosos árboles de mango. Ya con sus tragos, le pidió a su amigo que llamara a todos sus hijos alrededor de la mesa. Al llegar les dijo: “descubrámonos” y se quitó la gorra. De inmediato todos se quitaron la gorra mostrando su cabeza brillante sin pelos, riendo de su ocurrencia. “Para que mires pues”, dijo y se volvieron a cubrir.

Profesor Gallardo.
En una de mis visitas, ya enfermo, le tomé una foto. Estaba sentado en su escritorio arreglando los papeles. Un caricaturista, amigo de Fidel, lo caracterizó como siempre lo recuerdo después de subir a la cordillera de Amerrisque. Ambas, la foto y la caricatura, las conservo entre las botellas de ron. Un día, su hermana Rosalina nos visitó, le mostré la foto y la caricatura y dijo: “allí está bien, allí está feliz”. “Seguro que sí”, le respondí, “somos de la vida”. Al acomodarlo en su lugar, clarito lo vi sonreír.


Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
Sábado, 21 de mayo de 2011

jueves, 19 de mayo de 2011

HAPPY VALLEY Y EL TRACTORISTA DE LA BRIGADA 2506


La orden fue directa, del jefe del estado mayor de la Guardia Nacional dirigida al Coronel, jefe del cuartel en el puerto. A las nueve de la mañana fue recibida por el telegrafista. “Urgente. Urgente. Trasladar tractor D6 a Puerto Cabezas. Operación Happy Valley en marcha. Urgente”. Bajó las gradas a toda prisa dirigiéndose al cuartel y encontró al teniente Gonzalo jugando naipes. “Mi teniente, telegrama urgente de Managua”, dijo al entregárselo y se dirigió a la cocina. Al leerlo, el teniente Gonzalo se levantó de prisa, calzó sus botas negras de tubo, tomó la camisa caqui del respaldar de la silla, subió las gradas de prisa acomodándosela y quince minutos después se encontraba en el corredor de la casa del Coronel.

    ¡Es urgente, mi Coronel! —dijo en posición firme, haciendo el saludo militar con la mano derecha mientras con la izquierda extendida mostraba el telegrama.

El Coronel lo tomó, arrastró una mecedora de la sala sin ofrecerle asiento y pidió una limonada con hielo.

    ¡Y hoy domingo!, ¡qué ocurrencia! —dijo meciéndose.
    ¡Espero órdenes, mi Coronel! —respondió el teniente.
    Suban el tractor en el lanchón Higgins. Asegúrenlo bien, lo enviamos a Puerto Cabezas hoy por la tarde.
    Xenón es el único que puede hacer esa maniobra —respondió el teniente.
    Búsquelo, debe estar en una de las cantinas —dijo el Coronel al subir las gradas hacia la sala.
    No está en el Puerto, se fue a Bluefields a ver los juegos de béisbol —dijo el teniente Gonzalo, dejando la posición de firme sin el permiso del Coronel.
    ¡Vaya a traerlo!, ¡menciónele Happy Valley, teniente!

Xenón, como buen cubano, era aficionado al béisbol. Llegó al puerto de El Bluff a finales de año 1962 proveniente de Panamá. Luchó en Cuba durante el gobierno de Batista contra la guerrilla de Fidel Castro y era instructor militar de los futuros combatientes, principalmente estudiantes cubanos de clases acomodadas adversas al régimen comunista en Monkey Point. Por órdenes superiores, el cuartel de la guardia facilitó condiciones al destacamento de Xenón, compuesto de seis miembros, habilitándoles una vivienda pintada de color rosado a orillas de la pista de aterrizaje, en cuyo sótano tenían un arsenal de armas para ser utilizadas por la brigada 2506 en la invasión de bahía de Cochinos.

A las diez de la mañana, el teniente Gonzalo entró al estadio de Bluefields con dos alistados. Recorrió el pasillo de las gradas en dirección al jardín derecho buscándolo entre la multitud, regresó detrás del home plate y se dirigía a la otra sección cuando lo vio salir de los servicios higiénicos. Xenón era alto, recio y de tez blanca. Usaba una cadena de oro gruesa sobre su camisa guayabera, pulsera en la muñeca derecha y reloj de oro.

    Vengo a buscarlo por órdenes del Coronel —dijo el teniente.
    ¡Espera, déjame ver el juego! ¡Ven, vamos pa’ya! —respondió señalando el lugar que ocupaba en las gradas.
    ¡Es urgente!, ¡Happy Valley!

Al escuchar esas palabras el semblante de Xenón cambió totalmente. Sabía a qué se referían. La operación daba inicio. En el trayecto hacia El Bluff se imaginaba en su Cuba querida, en los clubes nocturnos de la Habana celebrando con sus compañeros el triunfo de las fuerzas anticastristas. Bajó de prisa de la panga y le indicó al teniente Gonzalo que atracara el lanchón a orillas de la carretera para proceder a subir el tractor. El teniente Gonzalo le respondió que el lanchón estaba listo en el área del muelle que ocupaban los guardacostas. Volvió la mirada hacia el muelle y notó la fuerza de la corriente. “Alista el lanchón, ya llegó con el tractor”, dijo y se dirigió frente al taller del maestro Lacayo donde se encontraba estacionado.

La actividad del muelle se detuvo por el lento avance del tractor. Xenón aceleraba el motor entusiasmado dejando a su paso un humo denso y las huellas de la oruga que rechinaba sobre el concreto manchado de alquitrán. En su rostro la sonrisa delataba sus ansias acumuladas, a punto de convertirlas en realidad y, al llegar al otro extremo, hizo girar el tractor preparándose para el abordaje. Observó la corriente y se bajó a inspeccionar la rampa abierta. El Higgins estaba amarrado de ambos lados de la popa con el motor encendido en marcha hacia delante. Palpó las cadenas que sostenían la rampa sobre el muelle y notó un leve movimiento por la fuerza de la corriente.

    ¡Coño chico, es mejor subirlo por la carretera! —gritó regresando la mirada hacia el teniente Gonzalo.
    ¡Combatiente, déjese de pendejadas!, ¡aquí o allá tiene que subir el maldito tractor! —gritó el teniente.

Xenón volvió la mirada y descubrió al Coronel junto a los miembros del cuartel que lo observaban. Se llenó de coraje y decidido subió al tractor. “Un combatiente por la libertad no se echa pa’tras”, pensó y avanzó lentamente. Imaginaba su entrada triunfante en la Habana cuando la oruga hizo contacto con la rampa, aceleró nuevamente metiendo la pala y, al sentirse seguro, volvió a acelerar avanzando un tercio del tractor. Sintió un poco de inestabilidad. Aceleró para meterlo en el fondo y de pronto la amarra de babor se reventó provocando que el Higgins se moviera paralelo al muelle por la fuerza de la corriente, quedando el tractor en la rampa. Las cadenas no soportaron el peso y súbitamente cayó al agua.

Todos corrieron al borde del muelle. Esperaban ver a Xenón nadando. Pasaron los segundos y no salía a la superficie. Un minuto después la desesperación reinaba en el muelle. “Un buzo, necesitamos un buzo”, gritó el Coronel. “¿Qué sucede?”, preguntó Barlett al bajarse del jeep militar inglés. De inmediato se acomodó la mascara y el tanque de oxigeno facilitados por el teniente Gonzalo y se tiró al agua.

Al llegar al fondo observó a Xenón con vida, prensado bajo el asiento del tractor. Con todas sus fuerzas trató de sacarlo pero fue imposible. Salio a la superficie y pidió cables para sujetar el tractor y ser jalados por el lanchón. Volvió a bajar, Xenón seguía con vida y con señas le indicó que esperara, que aguantara porque lo rescatarían. Volvió a salir y bajó con los cables pero Xenón había dejado de respirar, ahogado bajó el tractor D6.

Lo enterraron en el cementerio de El Bluff. En su lápida dibujaron un tractor. Sus compañeros alzados lo despidieron una tarde y luego salieron de Happy Valley, Puerto Cabezas, hacia Bahía de Cochinos, con mil quinientos hombres miembros de la brigada 2506. Meses después, la tumba de Xenón Viera fue profanada; buscaban su cadena, reloj y pulsera de oro.


Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
Miércoles, 18 de mayo de 2011

lunes, 16 de mayo de 2011

VOLANDO AL VIENTO


Se la ofrecieron en varias ocasiones pero la evitaba, aunque muy dentro de sí se imaginaba con la cara volando al viento. Bajo la sombra de los almendros, observaba pasar por las tardes a sus amigos hacia el tramo de carretera entre el muelle de la Texaco y el comedor de las Chinitas.

  ¿Y vos, cómo aprendiste? —le preguntó a Pancho.
  ¡De tantas caídas! —respondió sentado en el asiento y con el pie derecho sobre el pedal, sosteniendo el manubrio un poco encorvado.
    ¿Entonces es difícil aprender? —preguntó inquieto.
    Es cuestión de equilibrio y ganas. Yo aprendí dando vueltas en la grama de la explanada del parque de la loma por eso no tengo tantos chimones, aunque tuve varias caídas —respondió con tono presuntuoso.
   ¡Chiva caerse y quebrarse! —dijo al levantarse de la banca situada bajo la sombra de los almendros.
  Dale pues, un día de estos te la presto para que mires que soy tu brother —dijo Pancho, dio la vuelta y bajó hacia la carretera.

Corrió detrás de Pancho, evitando las piedras de la bajada; al salir a la carretera giró hacia el muelle de la Texaco hasta llegar a la vuelta. Allí estaban Juan Brenes, Javier Álvarez, Orlando Lacayo, José Manuel, Martín Bermúdez y Pancho —así le llamábamos a Rodolfo Gómez— en espera de la señal de inicio. Juan Ramón Acosta los acomodaba para que estuvieran parejos y  evitando que se pegaran unos al otro. “Ya saben, nada de marrullería, el que empuje a otro queda descalificado”, les dijo.

Se volvían a ver como tratando de descubrir las intenciones del oponente. Los trabajadores del muelle y los marinos del barco cisterna que bombeaban combustible hacia los tanques dejaron sus labores y se acercaron a la carretera. Los camiones de la Booth detuvieron su marcha dando tiempo al arranque de la carrera, mientras los pobladores de las casas ubicadas en el trayecto, frente a los tanques, esperaban su paso. En la meta, en la propia vuelta del comedor de las Chinitas, los trabajadores del taller de mecánica de don Chon Benavidez estaban a la expectativa en el galerón enmallado. 

“A la una, a las dos y… a las tres”, gritó Juan Ramón; el tiempo se detuvo por un instante. No se escuchó otro sonido más que el crujir del contacto de las llantas con las piedras azules trituradas de la carretera y el jadeo de los corredores por el esfuerzo. Al pasar frente a la bajada, en el andén que finalizaba en un barranco frente a la casa de doña Marianita, la gente que observaba gritaba dándoles ánimos porque iban parejos. Frente a la casa de Ubence, a la mitad del trayecto, José Manuel abandonó la carrera por la explosión de la llanta trasera, mientras Juan y Pancho tomaban la delantera dejando rezagados a Javier, Orlando y Martín.

En la meta los mecánicos los esperaban ansiosos. El time keeper de los empleados de la Booth hacía las veces de juez en la meta final, indicada con una línea de cal que atravesaba el ancho de la carretera antes de llegar a la vuelta por el comedor. Abandonaba sus labores por unos instantes, luego que los mecánicos le daban la señal al divisarlos a mitad del trayecto.

En el último tramo, entre el final del muro enmallado y la meta, aún iban parejos y todos pensaban que la carrera terminaría empatada. Detrás de ellos, la gente corría para ver quién sería el ganador. A unos quince metros del final, Juan trató de tomar la delantera moviéndose hacia un lado del camino, preparándose para girar antes de llegar a la meta y la llanta delantera se le encolochó en la piedra suelta, perdiendo la estabilidad por segundos mientras Pancho pasaba velozmente por la meta. Todos los espectadores lo celebraban. “En la próxima te gano”, dijo Juan y se dieron la mano mientras los otros corredores llegaban a celebrar el triunfo de Pancho.

Unas semanas después Javier le prestó la bicicleta y desde el primer impulso logró el equilibrio necesario para recorrer el tramo hasta su casa. Lo vi pasar, su rostro mostraba la alegría de sentirse volando al viento con cierto temor de caer y golpearse en el andén. Unos meses después era uno más de los que competían en ese tramo de carretera. Eran bicicletas de las buenas, de esas que les dicen “vacas”, de llantas y tijeras gruesas con frenos de pedal. Eran chavalos que se esmeraban con ellas y vivían felices en el puerto de El Bluff.

Ronald Hill A.
Sábado, 14 de mayo de 2011
Foto: Internet

viernes, 13 de mayo de 2011

BLOGGER, FRACASOS FINANCIEROS Y TAMALEO

He quedado mal con mis lectores del Blog Sueños del Caribe. Desde hace tres días no he podido crear una nueva entrada y al tratar de hacerlo el sitio enviaba el siguiente mensaje:
Blogger no está actualmente disponible. En estos momentos, Blogger no está disponible. Sentimos esta interrupción del servicio. Consulta el estado de Blogger para obtener más información.

Al hacerlo te muestra el historial de mensajes siguientes relacionados con este problema:

Viernes, Mayo 13, 2011

We’ve started restoring the posts that were temporarily removed and expect Blogger to be back to normal soon.
Posted by at 06:07 PDT

To get Blogger back to normal, all posts since 7:37am PDT on Weds, 5/11 have been temporarily removed. We expect everything to be back to normal soon. Sorry for the delay.
Posted by at 04:25 PDT

Lunes, Mayo 09, 2011

Blogger will go into read-only mode Wednesday (5/11) 10:00PM PST for about an hour for maintenance.
Posted by at 21:17 PDT

Pero bien, el hecho es que este inconveniente ha forzado a tener cerrado Sueños del Caribe como una vitrina donde se exponen escritos y a darme un relax, unas vacacioncitas obligadas, un respiro de aliento. Tengo varios temas acumulados, algunos a nivel de ideas. Lo que me hace falta, lo que a veces limita la realización de ellos, es el tiempo y la movilidad. Puede ser que me auto presiono demasiado.

A veces he pensado en abrir una página propia, con dominio personalizado pero en Nicaragua eso es un lujo. Es cierto que hay de todos los precios pero vuelvo a lo mismo, quiero una full extra en la que pueda hacer lo que quiero: audio, video, imágenes y texto; todo en uno y esa tiene un costo muy elevado. Un gasto más en estos tiempos donde la situación económica cada día está deteriorándose. Miren lo que ha pasado en El Nuevo Diario, para ejemplo un botón. Miren a su alrededor y se darán cuenta cuantas empresas fracasan.

Para mientras seguiré en Blogger, es gratis. Ya resolvieron el problema que ellos argumentaban, nunca se sabe, nadie dice todo lo que piensa, las empresas nunca revelan los orígenes de sus catástrofes financieras así como nosotros nunca vemos que se castigue a funcionarios que tamalean en las instituciones del Estado y en muchas organizaciones de la sociedad civil, entre ellas ONG y cooperativas.

Viernes, 13 de mayo de 2011

martes, 10 de mayo de 2011

PROPUESTA SINCERA

Eusebio seguía indeciso cuando salió al cruce del camino con dirección hacia la Esperanza y Nueva Guinea proveniente de Yolaina, cerca del río la Sardina. Una hora antes había visitado a su compadre Julián, obligado por el vendaval que le caía encima. Lo divisó borroso, como a treinta varas de distancia, sentado en el corredor de la casa. Era sábado y había terminado de socolar diez manzanas en la falda oeste de la cordillera donde tenía su parcela, después de una semana de trabajo. El capote destilaba agua, el caballo cabeceaba de frío, sus manos húmedas temblaban, sus mandíbulas tiritaban y decidió visitarlo para escampar.

    ¡Pase adelante compadre! —dijo Julián al verlo entrar por la puerta de golpe.
    ¡Clase de aguacero, parece un diluvio! —respondió Eusebio al bajar de caballo, quitándose el capote para cubrir la albarda.
    Siéntese compadre, en ese banco —le indicó Julián, se levantó de la silla y le ofreció una media de Caballito. ¡Para que se caliente! —agregó.

De un tragó se bebió la mitad de la media y estiró las piernas sin escupir. Le conversó sobre el trabajo que había terminado, sus planes de siembra y que se dirigía a parrandear a la cantina del Zapote en Nueva Guinea, mientras Julián abría otra media.

    Compadre, a su edad es hora que se busque una buena mujer —dijo Julián y agregó, luego de tomarse un trago, — usted padece de brama acumulada, necesita una buena mujer, una que sea sólo suya y por esta que se le quitan esos relinchos de semental encerrado.
    Ya ando en los cuarenta, compadre —respondió. A estas alturas se me hace difícil encontrar una como la que usted dice.
    Busque una que se haga cargo de usted, que lo cuide. Cuando llegue a mi edad se dará cuenta que nada se gana con andar con esas zorras del Zapote —dijo Julián al pasarle la media.

Aún con dudas y sediento de guaro, Eusebio pensaba en lo que su compadre Julián le había dicho; arrendó el caballo y se dirigió hacia Nueva Guinea. Al pasar sobre el río la Sardina las aguas no habían bajado de nivel y apresuró el paso. Llegó a la cantina y pidió una media. Las mujeres de la cantina lo atendieron como siempre, le poncharon sus canciones preferidas y una de ellas se sentó a su lado. Se bebió la media con la mujer, pero las palabras de Julián lo perturbaban. Pidió la cuenta y otra media, despidiéndose ante el asombró de las mujeres. “Tiene razón mi compadre, voy a ir donde doña Magda”, pensó apresurando el paso del caballo.

Magda era una viuda llena de encantos que se ganaba la vida haciendo tortillas y rosquillas. Su casa estaba ubicada cerca de la cantina, al doblar por la casa del corral en dirección a la zona dos. A su marido lo mataron en la guerra y quedó con tres hijos, dos ellos varoncitos menores y una hija, Carmen, que tenia dieciocho años. Morena, pelo largo, labios finos en su boca chiquita, ojos negros grandes, llena de gracia, de buenos modales y trabajadora junto a ella en el arte de las cosas de horno que les permitía sobrevivir.

Cuando Eusebio llegó, la viuda estaba sola. Los chavalos y Carmen andaban dejando los encargos de sus clientes. Lo recibió como siempre que visitaba la casa, con cortesía. Se sentó en un taburete cerca de la viuda que limpiaba el corredor. Eusebio sacó la media de la bolsa de atrás y se tomo un trago ligero. Magda peló un mango, lo rodajeo, pringó sal y dijo: “¡para que no se ahogue!”

    Sos tan encantadora, Magda, quiero que te tomes un traguito conmigo —dijo pasándole la media.
    Don Eusebio, qué atrevimiento, usted sabe que yo nunca tomo. Con un trago me pico.
    Ahora sí, tengo algo que decirle que me anda atragantando desde hace varios días y usted debe tomarse uno para que no se altere.
    Si es así, usted manda.

Magda siempre pensaba que las visitas de Eusebio eran por su hija Carmen y que por tímido nunca entraba en materia. Lo miraba un poco madurito, pero al final era un hombre honrado y trabajador, aunque hacia despilfarro con los reales por sus mañas de andar con mujeres de la cantina, pero bien manejadito podía ser gobernado.

Eusebio le contó la historia de su vida, sus andanzas, su vida de macho de pelo en pecho, de los tiempos que anduvo en la guerra, de su coraje y valor, de ser macho respondón, del respeto que se ha ganado a punto de golpes y trabajo, hasta que Magda lo interrumpió.

    Bueno Eusebio, déjese ya de cuentos y diga de una vez por todas qué es lo que quiere.
    Mire, no es borrachera, esto lo he pensado bastante. ¡Quiero que se case conmigo!
    ¿Cómo? ¿Usted y yo? ¿No es con la Carmen?

La viuda se quedó viéndolo entusiasmada y brotaron lágrimas de sus ojos, mientras Eusebio la acurrucaba en sus hombros.

    Hoy mismo vamos donde el padre Julio para que nos eche la bendición como Dios manda —dijo Eusebio acariciándole el cabello.
    ¡Pero, Eusebio!
    ¿No es así como le gustaría?
    Pues sí, pero vaya al suave. Espere que venga Carmen y los chavalos, que le avise a mi comadre Julia, que me aliste. Con el difunto fue distinto, usted sabe, los calores de la juventud.
    Usted dispone, pues.

Se echaron otro guapirolazo y contentos hacían planes porque Eusebio quería casarse lo más pronto posible. De la bota de hule sacó una bolsa de plástico con un rollo de billetes de cincuenta pesos, se los ofreció pero ella se negó a aceptarlos, disgustada, diciéndole que aún no estaban casados y que ella tenía sus realitos ahorrados.

    ¿Pensaste que era con la Carmen? Pues te voy a ser sincero ya que vas a ser mi mujer como Dios manda. Mi compadre Julián me vive remachando que debo buscarme una buena mujer, yo nunca había pensado en casarme. Siempre dice que padezco de brama acumulada por falta de una mujer para mi solito, que debo casarme y es la verdad.  Lo he pensado mucho, ya estoy pasando los cuarenta y estoy cansado de andar con mujeres de cantina. Si me casó con una chavala como la Carmen me sale la mula careta porque soy celoso y ya me imagino la paridera, la zipotera llorona, cagona y, al final, tendría que vivir mimándola y aguantando. Pero con vos la cosa es diferente, saldré ganando porque es a mí a quien vas a mimar y nadie te va a andar enamorando. Lo que quiero es una vieja como vos que me de paz y tranquilidad, hacer plata porque sos trabajadora y todavía estas buena. ¡Para qué pedir más!

Magda lo escuchó con atención. Se quedó viéndolo, temblando de nervios y arrechura. Eusebio notó el cambio cuando se le acercó con el mango de la escoba apretado con fuerzas.

    ¡Ve que lindo! ¿Para eso me quieres, animal? Para que te ande cuidando, para que te lave y te cocine, para que te aguante. ¿Qué ya estoy vieja y nadie se va a fijar en mí? Andá vete a ese espejo de la sala y vas a ver la jeta de caballo que tenés. ¡Enamorados me sobran! Vos no sabes tratar a una mujer de verdad, sólo a las zorras del Zapote. ¡Te me vas de aquí! ¡No me vuelvas a poner los cascos en esta casa!

Eusebio nunca la había visto tan enojada, salio del corredor, se montó en el caballo y al girar dijo: “¡Es verdad, soy un caballo! ¡La cague todita por sincerarme con usted!”, mientras Magda enfurecida hacía ademanes de darle con le escoba.


Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Lunes, 09 de mayo de 2011

sábado, 7 de mayo de 2011

NECROFILIA FINANCIERA: LA COMPAÑÍA LYONNESA DEL BANANO DE BLUEFIELDS

“La historia de la humanidad es la historia de la deuda, o lo que es lo mismo, de los impuestos” afirma Santiago Ruiz-Morales. Yago, como le llaman sus amigos, es un eminente economista madrileño que lleva décadas recopilando obligaciones y acciones de países y empresas en quiebra. La lista de títulos y bonos que posee es larga, casi tanto como las nacionalidades que abarca y que a través de ellas descubre una parte de la historia.

La pasión de los títulos antiguos tiene nombre: scripophily. Sus amantes obtienen estas rarezas en el extranjero y se nutren de vendedores especializados. La mayoría busca documentos antiguos para decorar sus oficinas y coleccionistas. La mitad de la colección de Ruiz-Morales son “regalos de amigos” pero el origen de la otra mitad es información confidencial. Le consta que hace unos años se llegaba a pagar hasta 20 mil dólares por según qué título. Entre los más cotizados del mundo se encuentran acciones de empresas españolas del siglo XVII, como la Compañía de Indias.

La razón del valor de estas acciones se encuentra en la belleza y lo detallado de sus grabados. Según su experiencia, cuanto más adornados menos posibilidades que se llegasen a pagar.

Título de la Cia. Lyonnesa del Banano de Bluefields.
En su haber se encuentra un título que me ha llamado la atención, el de la Compañía Lyonnesa del Banano de Bluefields constituida en Lyon en 1913 como sociedad anónima con capital de 1,500.000.00 francos y dividida en 15 mil acciones de 100 francos cada una. Como casi todas, esta empresa fracasó y nunca se pagó dividendos a sus poseedores. De allí el nombre que Yago da a este tipo de fracasos: Necrofilia Financiera.

A través de Rafael Beneyto, un gran amigo, logré contactarme con Santiago vía correo electrónico quien amablemente escribió diciendo: “en el ultimo año he dado unas quince conferencias sobre el tema, me llaman de instituciones financieras y sobre todo de organizaciones “no financieras”. Todo el mundo lo entiende y se divierte, y se queda pensando”.

Así me he quedado también, pensando en el fracaso de los bancos y empresas de nuestro país que al final estafan a sus clientes y socios dejando a miles de personas sin empleo. La empresa gringa Gulf King que opera en la Costa Caribe es un ejemplo de ello y nadie hace nada. Como se dice popularmente: ¡hacen la leonesa!


Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Sábado, 07 de mayo de 2011

martes, 3 de mayo de 2011

FALDA EN VUELO, PALO DE MAYO


Tras el escritorio su figura menuda era casi perfecta; tez bronceada, pocas pecas, ojos color miel, cabello lacio castaño sobre los hombros. Se levantó para saludarlo brindándole su mano y, al estrecharla, sintió el calor de su sangre mediterránea. Le ofreció una silla, dijo espérame, ya termino y, con coquetería, se inclinó sobre el anaquel adherido a la pared para retirar un ampo.

Con la mirada siguió sus movimientos  concentrándose de la cintura hacia abajo; su falda volada de manta se levantó por el aire desprendido del abanico y volvió la mirada súbitamente delatando sus encantos a través de la sonrisa. Su rostro enrojeció al ser descubierto y con disimulo desechó los pensamientos inoportunos sacando un cuaderno de la mochila.

Regresó a la silla, puso a un lado el ampo, tomó su agenda, la abrió con el separador de hojas mostrando borrones, notas, el trajín del día, la semana y el mes; un laberinto de borrones y citas; su mundo de papel y tinta.

  ¡Es un gusto trabajar contigo! —dijo con gentileza calculada y agregó— espero una relación franca y sincera.
  Espero que sea reciproca y con buenos resultados —contestó admirando las pecas de su fina nariz.

Revisaron los objetivos del viaje y se encontraron en el aeropuerto para tomar el último vuelo a Bluefields. Al bajarse del avión Cessna caravan su figura ligera se cubría de goce. ¡Que brisa tan fresca, siento lo salobre en la piel! dijo al caminar hacia la caseta terminal lidiando con la falda que abrazaba sus piernas y el cabello en fiesta. Tomaron un taxi para dirigirse al centro de la ciudad. En el recorrido, a través la ventana, admiraba las casas de madera y el sonido estridente de la música que desprendían, las tiendas apiñadas, el gentío caminando en las aceras, los niños jugando en las esquinas y los gritos de vendedores ambulantes. Cuando salió del taxi acarició su nariz inhalando el denso aroma marino mezclado con las aguas vertidas por las cunetas. ¡Que emoción, estoy en el caribe! dijo y se dirigieron a la recepción del hotel. Quedaron de verse una hora después.

Al ducharse la imagen de la falda en vuelo volvía insistente a sus pensamientos, la vio desnuda, admiró su piel nácar, su cintura gitana y alucinado saboreo la miel de su cuerpo. Volvió a la realidad cuando la ducha dejó de echar agua y exclamó ¡Ahora te jodistes!, ¡que agua más inoportuna! Minutos después bajó las gradas, salio a la recepción y la encontró recién bañada escribiendo en su libreta de notas. Al acercarse, su fresco aroma lo cautivó y ella cerró la libreta.

    Me apetece comer mariscos —dijo al cerrar el bolso.
    Que te parece una plancha de mariscos. A una cuadra del hotel, en El Pescafrito, preparan un buen plato —respondió.
    Si, excelente, vamos.

Se acomodaron en la esquina derecha al entrar. El pidió dos cervezas pero de inmediato ella dijo no, en el caribe hay que tomar ron. Brindaron por la Costa Caribe y ordenaron dos planchas de mariscos. Insistente preguntaba y, al seducirlo por su interés, le contó la historia de su tierra y su pasado. Que casualidad le dijo, estamos en el mes de mayo y relató el origen y la tradición de las fiestas que se celebran durante el mes mientras ella seguía sin interrumpir los detalles.

La mesera retiró las planchas vacías y le preguntó sobre los sitios donde se bailaba el Palo de Mayo entusiasmada por el relato. En el Four Brothers respondió la mesera, cerca de aquí, caminando hacia Punta Fría. ¿Conoces?, le preguntó y, al responder que sí, le pidió que la llevara a ver el famoso baile.

La vieja casa de madera se tambaleaba al ritmo de las parejas que bailaban la música de Palo de Mayo. Sorprendida observaba los movimientos y contorsiones eróticas, inhaló un aire mezclado de sudor, alcohol y humo denso, humo cannabis; caminaron hacia la barra abriéndose paso a empujones y él pidió dos cervezas. Mientras el barman abría las cervezas, un joven creole se acercó admirándola de pies a cabeza y la invitó a bailar ofreciéndole su mano, sin dudarlo la tomó y abrieron espacio para bailar.

Desde la barra, observaba con asombro su estilo de bailar. Levantó sus manos y comenzó a palmear mientras movía sus pies en puntilla hacia delante y hacia atrás. El joven creole entusiasmado se contorsionó haciendo temblar todo su cuerpo. Ella extendió los brazos hacia el frente moviendo las piernas en sincronía, un brazo al frente, una pierna atrás. Dio un salto y con las manos hizo círculos sobre su cabeza extendida hacia atrás iniciando movimientos circulares con los brazos seguidos de quiebres sensuales de cadera.

Regresó a él bañada de sudor mientras la aplaudía, de un trago bebió media cerveza y se dio un cambio de ritmo. Lo tomó de la mano invitándolo a bailar una canción soul, ¿segura?, le preguntó y, sin responder, frente a la barra cruzó sus manos por su cuello atrayéndolo. Sintió el palpitar desbocado de su corazón gitano, el calor de sus mejillas, la falda quieta adherida a su cintura y su gracia mediterránea.


Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Lunes, 02 de mayo de 2011