jueves, 28 de julio de 2011

LA PRINCESITA DEL FARO

Marcelo Chávez se reunía con sus amigos por las noches al final del andén, frente a la capilla de la iglesia católica. Ayudaba a su madre con la venta de cosas de horno, cajetas y dulces, arroz de leche y refrescos que llevaba por las mañanas al muelle de los barcos camaroneros. Al mediodía regresaba con la pana de aluminio vacía y por las tardes acudía al campo de béisbol a jugar con sus amigos. Recién había cumplido dieciocho años y soñaba con convertirse en diestro marino para aliviar el esfuerzo de su madre. “Cuando me embarque, vas a dejar de hornear, suficiente vida en calor y humo has tenido” le decía. Era alto, delgado, cabello negro crespo y ojos grandes que al caminar sobresalían con sus pasos largos. Una tarde de juego vio pasar como siempre a Eloisa y, sin encontrar motivos, con ligereza le dijo: “Adiós, amor, cada tarde pasas más bella”; sus amigos rieron a carcajadas, sorprendidos por el atrevimiento, algo inusual en su comportamiento.
           
Sin prestarle atención, Eloisa siguió su camino en dirección a la pista de aterrizaje, recorriendo el viejo camino que conduce a la playa. El paso ligero se contradecía con las penas de su corazón, un tambor apagado que no celebraba los encuentros amorosos con su amante en el cocal de la loma. Acudía todas las tardes a entregar su cuerpo a cambio de la ayuda económica que Héctor Suárez le brindaba; así lograba ayudarle a su madre, quien destilaba sus espaldas lavando ropa ajena de diferentes familias. A la edad de veinticinco años, iluminaba los pensamientos de cualquier hombre con sus encantos: estatura mediana, piel morena, ojos negros achinados adornados de largas pestañas, pelo lacio hasta la cintura, anchas caderas y un caminar festivo que balanceaban sus grandes y redondos pechos. Por su condición de mujer sola tuvo varias propuestas de matronas de cantinas y burdeles. En una ocasión, la Yegua Blanca le propuso el negocio de vender su cuerpo en el burdel, pero su alma era libre. “El amor entre paredes no es amor, lo prefiero al aire libre, entre la sombra de los árboles o bajo la luz de la luna”, le dijo.
           
En soledad, sentada sobre una piedra al final de la pista, observaba reventar las olas entre las piedras, desintegradas en miles de gotas que comparaba al desgaste de su vida. Desde la loma, Héctor Suárez la observó solitaria y bajó montado a caballo hasta el sitio donde se encontraba.

    ¡Hola, princesa! —le dijo. ¿Por qué estás tan solita y triste?

Eloisa no lo conocía. Llevaba dos años de mandador en el cocal de la loma. La mayor parte de su vida había transcurrido como prisionero en Bluefields, donde el Coronel era jefe de la plaza. Por buena conducta le deban trato de reo de confianza. El Coronel necesitaba de un mandador y lo trasladó para que cumpliera sus últimos años de condena recluido en la loma del cocal. Los pobladores que lo conocían le llamaban “el gato” por sus ojos claros. En raras ocasiones bajaba de la loma, solamente cuando el Coronel requería sus servicios en el puerto. Su condena en la flojera de la prisión escondía sus cincuenta años de edad, pero su abultado abdomen era visible en la distancia.

Al escucharlo, Eloisa volteo la mirada, clavándola en sus ojos gatos. Sintió un aire de desconcierto a su alrededor y sin pensarlo estableció una relación amistosa que, con el tiempo, culminó en encuentros amorosos en la loma. Al inicio, “el gato” trató de amarla en la vieja casa de madera, pero ella lo evitaba: salía corriendo hacia el cocal y lo esperaba en las piedras azules, donde entregaba su cuerpo a cambio de unas cuantas monedas y un galón de leche que llevaba a su casa al caer la tarde. La soledad y el deseo retenido despertaron la pasión y el placer, ausentes de su vida por los largos años de cautiverio en prisión. Se enamoró con locura de Eloisa y desesperaba por poseerla en esos atardeceres de arrebato, solitarios en la loma. Cuando ella no acudía al encuentro, luego de la larga espera, lloraba por su ausencia al pie del faro, consolándose con la mirada perdida en los barcos camaroneros que salían en su faena de pesca. Cuando regresaba al siguiente día, la observaba desde que salía a la pista de aterrizaje y corría por la ladera hasta su encuentro. “Mi princesita, tu ausencia me enloquece, no me dejes en soledad”, le decía.

Ella, diestra en el amor, recorría todos los espacios para entregársele: en las gradas de la casa de tambo, en las piedras azules, en los troncos torcidos de los cocoteros y en su sitio preferido, el faro. Adoptaba posiciones de malabarista para que “el gato” la tomara, pero nunca logró culminar en orgasmo porque a los pocos minutos él se rendía como soldado derrotado, dejando su corazón enloquecido por los deseos. Se despedía con rabia, en silencio, sin lograr desahogar sus penas, ocultándolas como el sol en el horizonte, desvanecido entre la espesa vegetación de la isla del Venado.         

Desde la tarde que Marcelo tuvo el atrevimiento de cortejarla, la imagen de Eloisa quedó grabada en sus pensamientos adolescentes. Una noche de reunión con sus amigos, al final del andén la vio pasar y le dijo “sos un caramelo relleno de chocolate, dame una oportunidad y de amor podré llenarte”, mientras sus amigos le hacían burlas. Eloisa sonrío de la ocurrencia y le contestó “Con pollos no ando, menos con niños que viven vagando” y siguió su camino en dirección al campo de béisbol. Ansiosos esperaron su regreso y, al pasar nuevamente, Marcelo salió a su encuentro respirando la estela de su aroma. “Una oportunidad, dame una oportunidad para demostrarte que no soy pollo”, le dijo; Eloisa siguió su camino sin contestarle, sonriendo y feliz por los deseos que despertaba en él.
           
El floreo de Marcelo se convirtió en el espectáculo y hazmerreír de sus amigos, hasta que una noche Eloisa se rindió ante su insistencia a través de un niño que le entregó una nota: “No digas nada, sígueme. Te espero en los tanques de la Booth. Hoy tendrás la oportunidad que pides”. Luego de leerla, Marcelo ocultó la nota sin comentarlo con sus amigos. Esperó que Eloisa pasara, la llenó de elogios como siempre y se despidió de sus amigos, caminando en dirección contraria para despistarlos. Esperó que iniciara la tanda del cine y regresó tras ella. Cruzó el campo de béisbol y la encontró reclinada en el tanque. “Aquí estoy, mi bomboncito” dijo Marcelo y, sin contestarle Eloisa lo tomó de la mano y caminaron hacia la pista de aterrizaje, dando la vuelta por las bodegas de la Booth.
           
La tenue luz de luna creciente iluminaba sus pasos, recorrieron parte de la pista y Eloisa se detuvo a la orilla izquierda de la pequeña laguna. “Aquí seré tuya, en la grama, a orilla del agua”, le dijo ante la mirada incrédula de Marcelo, atrayéndolo hacia el borde de la misma. Con sutileza lo invitó a sentarse en la grama y, como un cachorro fiel, atento a sus indicaciones, se acomodó a su lado. El silencio de la noche y el canto de las ranas fueron testigos de ese primer encuentro amoroso.
           
Eloisa tomó sus manos para que acariciara sus pechos y saboreó sus tímidos labios, recorriendo su boca desesperada. Marcelo al fin sentía los besos que anhelaba y su corazón a punto de explotar. Entre besos y caricias, Eloisa abrió el cierre de su pantalón de prisa, tomó su miembro y, al sentir su calidez, susurro en su oído: “me equivoque, sos más que un gallo”; lo empujó para liberarse de sus manos y saborearlo tímidamente con su labios. Al escuchar los susurros extasiados de Marcelo, deslizó entre sus piernas su prenda íntima, preparándose para atraparlo en la gruta de sus encantos. Lo empujó con fuerza hasta quedar acostado en la grama y se levantó cruzando las piernas sobre su cuerpo, decidida a hundirse en su hombría, a atraparlo en sus profundidades enloquecidas por el deseo. Marcelo acarició sus piernas mientras Eloisa levantó su falda y, poco a poco, como tratando de prolongar el momento, bajó al centro de su cuerpo tomando su miembro con fuerza, frotándolo en su sexo humedecido, asegurando el rumbo de su destino hasta doblar sus rodillas. “Ay mí pollito, sos un macho”, le dijo al oído mientras se aferraba a sus hombros, desatando movimientos desesperados de cadera que provocaron un baile de estrellas siderales al explotar sus cuerpos.
           
Desde ese momento, sus vidas quedaron marcadas para siempre. Eloisa celebró su existencia en la vida rutinaria del puerto. Se preocupó por su apariencia, cuidó su cabello, pintó sus labios, mejoró su vestimenta y depiló sus piernas. Continuó visitando “al gato” por las tardes, quien se maravillaba por su nueva apariencia, desconociendo los motivos que la indujeron a ello. Se entregaba a él de prisa, sin juegos y correrías, bajando más temprano de la loma hacia su casa. “No aguanto a mi mamá, cada día está más insoportable. Ahora quiere que pase las tardes con ella”, le había dicho y él se lo creía. Por su parte, Marcelo se mostraba más calmado y sin preocupaciones. Siempre llevaba la pana de aluminio al muelle, pero con una gran sonrisa como extra que sobresalía en su rostro y contagiaba de dicha a clientes y amigos. Los encuentros clandestinos continuaron provocando la desesperación en ambos y el conocimiento hasta la glotonería de sus cuerpos.
           
Una noche de luna llena, el gato bajó de la loma en busca de un ternero que había escapado de su encierro. Caminó hasta la punta de la pista en dirección a la playa y, sin encontrarlo, regresó hacia la laguna. Avanzó en silencio y, al escuchar voces en susurro, se acercó con pasos de felino. En la tenue luz plateada de la luna, los vio. Habían colocado una toalla sobre la grama, donde Eloisa se encontraba acostada de espalda, cubriéndola con los pliegues de la falda. Sus brazos y piernas estaban abiertos, la cabeza ladeada en su hombro derecho, su cara cubierta por el cabello y su piel morena brillaba como madera de caoba en la claridad de la luna. Marcelo, semidesnudo, estaba de rodillas ante ella y le lamía el sexo.
           
Al observar el abandono absoluto de Eloisa y los gestos de pasión de Marcelo, por unos instantes, el gato comprendió que era ajeno a lo que descubría. Él jamás la había amado de esa manera, no existía nadie más, sólo ellos dos amándose con locura. Recordó la tarde que la conoció solitaria y melancólica, sus juegos de niña en correrías por la loma, en las piedras, sus momentos de pasión al poseerla al pie del faro, su aroma, su sonrisa; comprendió que era una mujer libre, sin ataduras que la sujetaran a él. Permaneció inmóvil, subiéndole la amargura y el despecho poco a poco a la cabeza, mientras ellos hacían el amor con locura, llenos de deleite tras cada roce y gemido, sin vacilaciones ni prisa, como si el tiempo se hubiese detenido en el puerto.
           
La lengua de Marcelo recorría la parte interna de los muslos de Eloisa en un ir y venir de deleite, mientras con sus manos apretaba su cintura, amasaba sus pechos y jugueteaba con los pezones erguidos y morenos como uvas de mar. El cuerpo de Eloisa se estremecía y ondulaba como serpiente de río, movía la cabeza de lado a lado en la consternación del placer, la cara cubierta por el cabello, los labios húmedos y abiertos en prolongados quejidos, sus manos desesperadas buscaban a Marcelo para que se abriera paso en los valles y colinas de su cuerpo, hasta que su lengua la hizo explotar en gozo. Eloisa dobló su espalda hacia atrás por el deleite que la atravesaba como rayo de luz y emitió un grito ronco de placer que fue sofocado por la boca de él, aplastándola contra la suya. Seguidamente, Marcelo la sostuvo con sus brazos, acariciándola y susurrando palabras de ternura en su oído.
           
Consternado por el arrebato de pasión y la traición de Eloisa, el gato giró en silencio, caminó varios pasos dispuesto a olvidarla, pero la furia de los celos despertó los demonios de su pasado. Regresó hacia ellos con la mente y el cuerpo ofuscados de ira. “Puta, sos una gran puta”, gritó. Marcelo y Eloisa, sorprendidos, recogieron en segundos sus prendas de vestir; se levantaron de su nido de amor y descubrieron “al gato” encañonándolos con su pistola de cuidador.
           
Una mañana de domingo, Zoila y Carmen, con sus hijas menores, recolectaban caracolitos negros. Las chavalas llevaban la delantera después de dos horas de iniciado el recorrido. Entraron a la costa de piedras por la ensenada llamada “María Teresa” hasta llegar a los elevados farallones de la loma del faro, donde se encontraban jugando con las olas que reventaran entre las piedras y, al quedar escurridas, atrapaban caracoles con destreza depositándolos en una cubeta de plástico. Al dar la vuelta en la punta, observaron el balneario del puerto y una nube de zopilotes que trataron de dispersarlos tirando piedras para abrirse paso. Sintieron un mal olor y, al encontrar la resistencia de las aves en orgía voraz, se alejaron en dirección contraria al encuentro de sus madres. Entre todas lograron ahuyentarlos, descubriendo el cuerpo devorado de Marcelo Chávez. Corrieron desesperadas a dar el aviso a la familia quien, junto a sus amigos, llevaba tres días de búsqueda incesante.
           
Esa misma tarde, en una de sus visitas al cocal, el Coronel encontró la loma en abandono. Buscó por todos los rincones al gato sin dar con él. Cansado de cabalgar, se dirigió al faro donde encontró a Eloisa, aún con vida. Estaba amarrada de sus manos y pies en la base del faro, con golpes en la cara y piernas, la boca cubierta con un trapo, el cabello rapado y una herida sangrante en su vientre. En el entierro de Marcelo, su padre, el sargento Chávez, juró vengar su muerte. Abandonó las filas de la guardia y se enrumbó hacia el río Escondido buscando al gato.

Ronald Hill A.
Nueva Guinea, RAAS
Lunes, 25 de julio de 2011

lunes, 25 de julio de 2011

EL AUGE DE LA PIÑA EN NUEVA GUINEA

Piña de la variedad MD2
El cultivo de Piña (Ananas sativus) ha entrado en una fase de auge y expansión en el municipio de Nueva Guinea como alternativa en generación de ingresos, empleo y oportunidades de negocios de los pequeños productores, frente a la caída de los precios internacionales y la demanda de raíces y tubérculos.

A inicio de la década de 1980 se establecieron cincuenta manzanas de la variedad Cayena Lisa en pequeñas áreas dispersas en las comunidades de Los Pintos, Río Plata y San Antonio. La expectativa de los productores, al igual que hoy, era exportar mediante la constitución de una empresa comercializadora a nivel nacional, pero sus sueños fueron frustrados por la guerra y el bloqueo económico.

Nueva Guinea presenta condiciones agroecológicos (precipitación y temperatura) favorables para el cultivo de la piña. A inicios del decenio de 1990 varios organismos no gubernamentales apoyaron con el cultivo de piña para construir terrazas en obras de conservación de suelos. Durante el año 2003, el organismo Pueblos en Acción Comunitaria (PAC) introdujo la variedad MD2 en un área cultivada de cinco manzanas y, a través de un proyecto impulsado por el Instituto de Desarrollo Rural (IDR), ampliaron pequeñas áreas en las comunidades de La Ceiba, La Fonseca y Río Plata. Por carencia de mercado y dificultades para exportar abandonaron la actividad.

En la actualidad existen veintiséis productores que, en conjunto, poseen un área cultivada de 24 manzanas distribuidas en pequeños lotes que varían de 0.1 hasta 4 manzanas. La piña cultivada es de la variedad MD2, ya que tiene mayor aceptación en el mercado debido al mayor grado Brix (contenido de sacarosa) que posee y, sobre todo, por el color amarillo de la pulpa que atrae al consumidor que la llama “piña dorada”.

Esta variedad de piña resulta más susceptible a enfermedades fungosas que la Hawaiana, pero su precio y demanda en el mercado justifica su cultivo, requiriendo mayor atención fitosanitaria. El éxito del cultivo depende de la realización eficaz de todas sus labores, partiendo desde la preparación del terreno y siembra, la selección de la semilla y su tratamiento, los cuidados post siembra, la inducción de la floración, labores de fertilización y la cosecha oportuna.

Siembra de hijos de piña
El costo promedio para el establecimiento de una manzana de piña, bajo tecnología tecnificada, es de 8,890 dólares incluyendo la preparación del suelo, insumos, mano de obra en el manejo del cultivo, cosecha, transporte y gastos administrativos. En cosecha se logra obtener un promedio de 33 mil frutas equivalentes al 95% de las plantas sembradas (35 mil) con un precio promedio de venta de diez córdobas que junto a los ingresos por venta de hijos (en promedio 6 por planta y a dos córdobas cada uno) generan un ingreso total de unos 34 mil dólares lo que implica una utilidad neta de 25,110 dólares. Se obtiene una relación de costo – beneficio de 3.5 que difícilmente se logra en otros cultivos al año.

Fernando Alvarado muestra una piña lista para la venta.
La actividad de estos “nuevos piñeros” del trópico húmedo se desarrolla por esfuerzo propio. Uno de sus principales logros ha sido derribar la barrera del trabajo individual y aislado, conformándose en un grupo que pretende ganarse un espacio en el mercado nacional e internacional. “Hemos logrado colocar nuestro producto en el mercado nacional por la exquisitez de esta piña, todo mundo la consume. Abastecemos el mercado de mayoreo y desde allí se distribuye a nivel nacional”, dijo uno de los productores entrevistados. El precio promedio de cada piña grande (7 a 8 libras) es de dieciocho córdobas y en los supermercados de Managua se oferta a un precio que varía entre los treinta y cuarenta.

Los productores están concientes de que, para exportar, deben ampliar áreas de cultivo y lograr maduración de frutos de manera escalonada, manteniendo así una oferta estable a lo largo de año. A través de TECNOSERVE han recibido asistencia técnica, capacitación, facilidades para realizar intercambios de experiencias con productores de Costa Rica y apoyo en gestión empresarial.

Los retos que deben enfrentar son varios, además de lograr una oferta exportable a lo largo del año. Las Buenas Practicas Agrícolas son fundamentales para evitar daños en el medio ambiente, principalmente la erosión de los suelos por escurrimiento en estas condiciones de alta precipitación. En su perspectiva, descartan la implementación de áreas extensas de cultivo y apuestan por pequeñas áreas manejadas con un paquete tecnológico amigable con el entorno. La experiencia en otros países ha de servirles como espejo para evitar conflictos ambientales a futuro.

De igual manera, estos “piñeros del trópico húmedo” demandan atención por parte de instituciones del Estado tales como INTA, IDR y MAG-FOR. El gobierno local debería de implementar medidas que incentiven esta actividad generadora de empleo e ingresos en el municipio de Nueva Guinea. A futuro, además de vender la fruta en el mercado local, nacional e internacional, podrían desarrollar productos propios de la pequeña industria tales como pulpa envasada y mermelada. Oportunidades son muchas, apoyo y atención es lo que requieren para materializar sus planes.

Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
hillron@hotmail.com
Sábado, 23 de julio de 2011

jueves, 21 de julio de 2011

VIAJE A LAS LAGUNAS

Vista aérea de la segunda laguna

    ¿Cuántos años tienes de no ir a las lagunas? —preguntó Javier al entregarme una cerveza toña bien helada.
    Mas de treinta. No aguanto el sol. Entremos al rancho —respondí. Estábamos frente al rancho, sentados sobre unos tetrápodos de concreto que han sido cubiertos por la arena y que fueron utilizados para recuperar la playa.

A mediados de semana comenzaban los preparativos para hacer el viaje a las lagunas los domingos, un trayecto de siete kilómetros y medio a lo largo de la costa en dirección a Falso Bluff. Caminando por la playa tardábamos más de dos horas y menos de una cuando el viaje se hacia en uno de los trailers de la Booth, jalado por un tractor de los que empleaban para trasladar, desde el muelle de los barcos pesqueros, la descarga de camarones en barriles de plástico hasta la planta de procesamiento. “Esos tractores con los trailers y algunos camiones sustituyeron el antiguo trencito, pero eso es otro cuento”, le dije.
           
Cuando jugábamos futbol, por las tardes salíamos a correr hasta llegar a la primera laguna; correr en la arena es una gran cosa, obtienes resistencia en las piernas y la fresca brisa proveniente del mar oxigena los pulmones. “¿Esos chavalos de la Federación de Futbol de El Bluff corren en la playa?”, le pregunté. “Nunca los he visto, el que pasa diario es Rush y algunos miskitos que supuestamente van a cazar o a sacar huevos de tortuga —respondió—. De regreso cargan hasta diez cocos germinados, pero no los siembran; se comen la manzana del coco, esa nuez les encanta”.
           
De todo se llevaba a las lagunas, era un picnic que tanto los adultos como nosotros, que estábamos chavalos, disfrutábamos a lo grande: frutas, refrescos, agua, las viandas y los pescados para hacer el rondón, carne y pollo para asarlos al carbón, comida enlatada y los peroles. Por supuesto que los mayores como Bartlett, Payo Montero, Pinolillo, mi tío Felipe, mi papá y otros, llevaban sus botellas de whisky o de ron, así como cervezas cubiertas de hielo en termos. Salíamos temprano por la mañana y, al llegar, bajábamos corriendo para cruzar en competencia de carrera el tramo entre la costa y la segunda laguna, hasta zambullirnos en las dulces y mansas aguas de color oscuro ferroso. ¡Qué refrescante son esas aguas!, más aún después de soportar el inclemente sol en el trayecto.

    ¿Por qué no permitían que nos bañáramos en la primera laguna, la más pequeña? —pregunté.
    Siempre nos decían que habían lagartos y se inventaban cuentos de ella. Por miedo a eso —respondió Javier al entregarme otra toña.

Las tres lagunas son parte de un sistema de humedales que colindan con Kukra Hill y quedan propiamente detrás de Schooney Cay en dirección al oeste. Desde la segunda se puede apreciar, frente a la costa, el promontorio de piedra llamado Caimán Rock que alberga y da refugio a miles de aves marinas como pelícanos, tijeretas y gaviotas; allí hacen sus nidos, lejos de sus depredadores naturales.
           
Mientras disfrutábamos las aguas, los mayores iniciaban sus actos ceremoniales. Las mujeres, entre ellas Dora Luz, la tía Mercedes, mi mamá y otras que nos acompañaban, preparaban condiciones para hacer fuego, pelaban las viandas, encendían el carbón y cortaban las frutas llamándonos continuamente, pendientes de nosotros. Los hombres, siempre solidarios, llenaban vasos con hielo, servían tragos y hacían un círculo bajo arbustos de icacos donde conversaban amenos. En ciertas ocasiones, otros llegaban y se unían al disfrute común.
           
Cansados de nadar, salíamos a la playa en busca de icacos rojos y negros. Cortábamos también las dulces uvas de mar y, en una ocasión, apareció Melá, sí, el mismo que me dio raid desde el muelle hasta aquí en su panga. Se subió a un palo de coco bien alto a cortar un racimo tierno, era un experto en subir cocoteros. Se quitó la faja y, en forma de correa, la sujetó con sus pies para subir impulsándose con ella, llegando a la cúspide en pocos minutos. Desde arriba comenzó a tirarnos los cocos, pero de pronto comenzó a dar gritos: “¡ay mamita!, ¡me hartan los alacranes!”; sosteniéndose con ambos brazos del tronco bajó como un rayo. “Vieras cómo le quedó el pecho, todo chimado porque había subido sin camisa”.
           
Las mujeres nunca nos dejaban solitarios: una de ellas salía también a la playa a observarnos. Luego de saborear las uvas y los icacos nos metíamos al mar, ¡qué cambio tan brusco al sentir el agua salada, la arena, las olas! Luego regresábamos a quitarnos la arena en las aguas de la laguna. “¡Ya saben, nada de meterse al agua, esperen que les baje la comida!”, nos decían después de almorzar; aprovechamos ese tiempo para buscar botellas raras en la playa y, a veces, caminábamos a la tercer laguna, o hasta Falso Bluff donde habían dos casitas de madera perdidas entre el cocal.
           
A eso de las tres de la tarde, antes que subiera la marea, así como está ahora, salíamos de regreso, cansados, extasiados de esos momentos en la laguna.

    Esos fueron buenos tiempos —dijo Javier—. Ahora el cocal está ralo, el manglar se ha reducido, igual que los icacos y las uvas. La gente ha despalado y los incendios forestales son constante en verano. La vida marina que se gestaba en las lagunas se ha reducido drásticamente.
    Deberían declararlas zona protegida, implementar proyectos de conservación, protección y recuperación bajo el sistema de humedales —dije.
    Hermano, eso no les interesa. Entran por el lado de Schooney Cay y Kukra Hill arrasando con todo, nadie hace nada. Hay pocos guajipales, venados y güillas —respondió Javier.


La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Lunes, 11 de julio de 2011

lunes, 18 de julio de 2011

TARDE DE MELANCOLÍA

Domingo lluvioso, húmedo,
nostalgias y recuerdos.
Sol opaco libera
vida vivida, pasada y presente.

Sentimientos, gota a gota,
Ocultos por sábanas del tiempo.
Liberados por viento
y tempestades del alma inquieta que agota.

¡Detente, tormenta poderosa!
brisa dividida en resistencia.
¡Continua tú rumbo!
Sutil, soñolienta conciencia.

Calmas penas y lamentos,
sol iluminando el sendero.
Despierta luz del horizonte,
revive nuevos pensamientos.

Risas infantiles
irrumpen de alegría.
Gritos y preguntas
culminan tarde de melancolía.


La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
Domingo, 17 de Julio de 2011.

sábado, 16 de julio de 2011

LA FIESTA DE LA PROTECTORA DE LOS PESCADORES

La Virgen del Carmen es venerada como patrona del puerto de El Bluff. Cada 16 de julio se celebra a la llamada Reina del Mar y protectora de los pescadores. En esta fecha el puerto se vestía de galas para recibir, proveniente de Bluefields, a su patrona.

Los preparativos comenzaban con el novenario, del ocho al dieciséis, en el que las distintas familias se asignaban las tareas de adornar la capilla y llevar las ofrendas a la virgen, organizaban la recolecta de dinero entre los capitanes de los barcos pesqueros y fieles para sufragar los gastos de la celebración. Uno de sacerdotes más activos en la labor de la recolecta fue el padre Edwin que, sin importarle las habladurías de la gente, entraba a las cantinas y bares a pedirle dinero a los capitanes de los barcos camaroneros y con su labor llegó a reconstruir la capilla y construir la escuela.  En Bluefields, la orden de las Carmelitas, organizaba el viaje de la estampa de la virgen al puerto.

En su propio día era trasladada en barco o lanchones, entre ellos El Bluff, El Rama y El Rompecabezas que eran adornados para el evento. En su salida era acompañada por barcos mas pequeños, los llamados “pos, pos” y pangas que escoltaban a la virgen. En la travesía tiraban cohetes y reventaban mucha pólvora. Amenizaba el trayecto la banda del Instituto Nacional Cristóbal Colón.

En el muelle de El Bluff se congregaban la mayor parte de las familias del puerto a su espera. Bajaban la estampa del barco con devoción y alegría, con cantos y música amenizada por la banda así como el estruendo de la pólvora para salir en procesión por el andén principal hasta la capilla que adornada con flores de los jardines y manteles nuevos esperaba a la patrona.

Además de la misa en honor a la Virgen del Carmen se realizaban otras actividades como bautizos, primera comunión y casamientos. Antes de concluir la misa se reventaban bombas de mecate que eran dispuestas alrededor de la capilla y posteriormente se ofrecía un almuerzo a los fieles.

La playa de El Bluff recibía a miles de personas, tanto del puerto como de Bluefields. Se levantaban ranchos de palma para la ocasión y la fiesta continuaba hasta la noche amenizada por grupos musicales de Bluefields entre ellos el grupo “Génesis”.

La tradición, con el paso de los años, pierde vistosidad. El catolicismo ha perdido fieles y la patrona del puerto se ha quedado sin pescadores que la veneren y rueguen por sus gracias debido al cierre de la actividad pesquera.


La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
Sábado, 16 de julio de 2011

jueves, 14 de julio de 2011

LA FLOR APESTOSA


En el patio de mi casa disfrutamos los aromas y vistosidad de las flores; hay de diversos tipos, la mayoría comunes en este ambiente de trópico húmedo. La florescencia es constante, puesto que unas plantas florecen en el periodo seco y otras en el lluvioso. Los pájaros y las mariposas las disfrutan igual que nosotros.
           
Por las mañanas, como en un concierto musical, el canto de los pájaros llena nuestro espacio. Cada especie canta con sus sonidos y ritmos característicos. Un pájaro llamado “pájaro gua” es insoportable en el periodo seco, porque canta alucinado pidiendo agua, de allí el nombre que le dan los campesinos; al caer las primeras lluvias se calma y su canto desaparece. Al oírlo cantar, gua, gua, gua dicen que “está pidiendo agua”.
           
De las flores hay una muy particular: crece todos los años al inicio del periodo lluvioso; emerge de la tierra y, posteriormente, alrededor de ella, surgen varios tallos de un arbusto que llamamos “boa” por el color parecido que tienen a ese reptil. Con el paso de los días, la flor crece y se abre. Al desprender las capas que la cubren deja al descubierto un tallo en el que crecen a su alrededor esporas, unos puntitos blancos.
           

Esa flor no es visitada por los pájaros ni por las mariposas. No desprende un aroma exquisito, sino un olor pestilente, un olor ha podrido que únicamente atrae a las moscas para que realicen la polinización. He tratado de buscar su nombre científico en Internet, bajo el criterio de búsqueda “la flor del mal olor”, y los resultados me llevan a varias páginas, pero ninguna parecida a esta: no es la flor gigante que aparece en los resultados de búsqueda.
           
Al notarla, mi mujer dijo: “ya viste, nuevamente está saliendo la flor de la boa”. “Sí, le respondí, también apesta”. No creía, hasta que un día de estos, cuando la flor había crecido, sintió el olor. Al día siguiente, el olor era insoportable, un olor a animal en estado de descomposición que inundaba todo el patio, la casa, las habitaciones y el restaurante. La cortó de un machetazo, la metió en una bolsa de plástico y la tiró en el fondo del patio. Después me dijo que buscara qué hacer con ella porque seguía sintiendo el olor apestoso.

Les dejo las fotos por si alguno de ustedes logra identificarla. Si quieren tenerla como curiosidad en su jardín o enviársela de regalo a alguna suegra mal portada les puedo guardar unos hijos de los tallos. Me avisan.

La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Martes, 12 de julio de 2011

martes, 12 de julio de 2011

CINCO CAMPANADAS

Quitó el candado y abrió ambas puertas de metal empujándolas sobre los rieles hasta quedar ocultas en las paredes de concreto. La oscuridad desapareció ante la luz cegadora que llenó la entrada principal y puso fin a la fiesta nocturna de ratones y cucarachas. La antigua mesa rectangular de pata alta, ubicada a escasos metros del portón en el centro de la bodega, exponía ordenados y protegidos con platos de báscula el cúmulo de papeles empleados en las labores del día anterior.

Introdujo el juego de llaves en su pantalón caqui almidonado, sosteniéndolas con una fina cadena de plata colgada del pasacinto; avanzó hacia el centro, frente a la mesa, volviendo la mirada hacia las dos secciones del edificio y se quedó quieto por unos instantes tratando de descubrir algún sonido extraño. Caminó hacia la izquierda hasta llegar al escritorio, se quitó la chaqueta acomodándola en el respaldar de la silla y volvió la mirada a su reloj. Esperó cinco segundos. A las siete en punto tomó con su mano derecha el trozo de mecate amarrado al badajo e hizo sonar cinco veces la campana de bronce que colgaba del pilar contiguo, anunciando el acceso a los estibadores que, ansiosos, esperaban el aviso en el muelle.

Entraban de prisa a sacar carretillas de mano y de cuatro ruedas para iniciar el traslado de la mercancía descargada por las grúas de los barcos en bultos sostenidos por mecates resistentes. El ir y venir, las pláticas, los gritos, las risas y las bromas entre estibadores llenaban de vida y productos importados la inmensa bodega. Sus asistentes, ubicados en el portón principal, contabilizaban la carga con contadores manuales según cantidades trasladas por bulto o carretada que se almacenaba en el lugar que él designaba. En la mesa del centro, los empleados de las agencias aduaneras llevaban registros en hojas de trabajo de varias columnas, contrastándolos con las remisiones previas de sus clientes, la mayoría importadores chinos de Bluefields. Los empleados de la aduana bajaban constantemente las gradas desde el segundo piso en labores de supervisión y el coronel Peters, desde la comodidad del balcón, observaba el trabajo ordenado y diligente que se realizaba en los barcos y el muelle.

A las doce en punto sonaba nuevamente la campana de bronce, marcando el tiempo de descanso. Media hora después se sentaba en la mesa redonda de la cocina donde lo esperaban, junto a mi abuela, mis tíos Pablo y Jorge. Sus pláticas eran amenas, comentaba las labores del día y de los venideros. Me sentaba al lado izquierdo de él, al lado de mi abuela Manuela. La mesa exhibía platos suculentos. Maravillado observaba su forma peculiar de cortar la carne, sazonar con salsa inglesa el arroz, rodajear los bananos cocidos y saborear cada bocado que llevaba a su boca. Luego de la comida descansaba en el corredor de la casa; aprovechaba ese momento para pedirle permiso de ir a su trabajo. “Abuelo Felipe, puedo llegar por la tarde”. Nunca dijo no. “Antes de las cinco de la tarde”, respondía.

Al llegar, junto a Javier y José Manuel, bajábamos desde la planta alta por las gradas y nos presentábamos donde él. Nos indicaba dónde podíamos jugar. Recorríamos todos los rincones de la sección asignada a nuestros juegos, corríamos y subíamos sobre los bultos de mercancía arpillados, brincábamos entre ellos en competencia de salto largo, coleccionábamos estampillas viejas tomándolas de remisiones antiguas desechadas y, sin que lo notara, nos escabullíamos entre los bultos y las paredes del fondo a la sección en que trabajaban los estibadores. Desde la pared lateral derecha, a través de las rendijas, observábamos el trabajo minucioso de Juan Lacayo; elaboraba moldes de madera para convertirlos en piezas únicas de concreto que adornaban columnas, barandas y vigas de las casas del puerto.

A las cinco en punto, cinco campanadas nos daban el aviso: nuestros juegos terminaban, así como las labores en la inmensa bodega de la aduana. Antes de cerrar la verja metálica de las gradas, Javier y José Manuel subían al segundo piso para salir con mi tío Felipe al andén, mientras yo esperaba que él cerrara las puertas de metal corredizas y pusiera el candado para regresar tomado de su mano a la casa, caminando por el muelle.

La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Martes, 05 de julio de 2011 

viernes, 8 de julio de 2011

VIDAS PARALELAS

En plena florescencia de la juventud salieron en búsqueda de una nueva vida. La pobreza estrangulaba sus sueños en medio de familias numerosas donde las labores domésticas vaciaban sus almas. Nacieron en el vértice sur de Nicaragua en la década de 1930, una frente al mar y otra frente al lago.

Al seno de sus familias llegaban noticias del auge de las bananeras en la Costa Caribe, de la abundancia de empleo; cruzaron sin conocerse, en diferentes años, el Lago de Nicaragua para embarcarse en San Carlos en una travesía por el Río San Juan, haciendo estaciones en El Castillo y la barra de El Colorado. La majestuosidad del paisaje, las aguas calmas y la abundancia de aves con sus cantos hacían brotar esperanzas en sus inocentes rostros.

Desde la barra de El Colorado se embarcaron en la lancha María del Socorro y descubrieron la furia de las olas del mar Caribe, el olor marino, la brisa salina y los atardeceres de ensueño, hasta desembarcar en el puerto de El Bluff. Recurrieron a familias ancestrales que las acogieron como empleadas domésticas a cambio de poca paga y trabajo en abundancia. Maravilladas, observaban los barcos bananeros en su incesante entrar y salir del puerto, provocado por la fiebre de la manzana tropical, en un mundo de hombres aventureros que desvanecían lujuriosos frente a sus encantos.
           
La mayor de ellas, Soledad, pronto sucumbió a las palabras de amor de Antonio, un joven de pocas palabras que se enamoró de ella desde que la vio. A escondidas de su familia se amaron por todos los rincones del puerto; amor desenfrenado y sincero que provocaba el enfado en la familia de su príncipe soñado: un joven de buena familia no podía sostener romance con una empleada doméstica. A los pocos meses, lo oculto quedó al descubierto y, por cobardía y temor a su familia, Antonio la abandonó con una criatura en sus brazos. Solitaria y angustiada, Soledad supo criar a su hijo y volvió a descubrir el amor; años más tarde contrajo matrimonio. Igual suerte tuvo Cristina, la menor.
           
Con el correr del tiempo, por ironías de la vida, Cristina se casó con Antonio quien reconoció un hijo ajeno; decisión conciente con la cual sanaba culpas de cobardía. Ambas formaron familias en el puerto y por siempre existió la enemistad entre ellas, heredada a cada uno de los nuevos miembros. Las heridas siguieron abiertas por un amor frustrado.
           
Una de las hijas de Soledad, María, se entregó a las pretensiones amorosas del hijo de Cristina, Ernesto. Nuevamente las heridas sangraron de rabia entre las familias. Se convirtieron en abuelas llenas de rencor, pero con el tiempo disfrutaron a sus nietos. Soledad le permitió a Cristina visitar a su nieta y por las tardes admitía que la llevara a su casa para que Antonio jugara con ella. El orgullo herido no lograba el olvido ni liberar de culpas a las nuevas generaciones.
           
Años después, Ernesto y María tuvieron otro hijo, se trasladaron a vivir en su propia casa en otra ciudad, alejándose del infortunio que había marcado sus vidas: ese furor amoroso en la juventud de Soledad y Antonio. Ambas quedaron viudas a la edad de sesenta años y el huracán Joan terminó de destruir sus vidas, alargando sus penas en un mar de escombros e incertidumbre. Sus hijos alzaron vuelo como aves marinas y, sin recursos para reconstruir sus vidas, acudieron donde Ernesto y María; ahora viven juntas, compartiendo sus últimos días de vida octogenaria con rezos del santo rosario y conversaciones de niñas, marcadas por lejanos recuerdos que sanan las heridas de sus vidas paralelas.


Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Domingo, 26 de junio de 2011

lunes, 4 de julio de 2011

EN EL DIA INTERNACIONAL DEL COOPERATIVISMO

El sábado 2 de julio se celebró en Nueva Guinea el Primer Congreso Nacional Cooperativo en ocasión del Día Internacional del Cooperativismo. A eso de las diez de la mañana decidí ir a dar una vuelta para ver el ambiente. El acto se realizó en el polideportivo y había más de mil personas reunidas.

Comencé a tomar fotos y dos amigos, al verme, se levantaron de sus sillas para saludarme. “Ando solo, los de mi cooperativa no quisieron venir, se quedaron en Acoyapa”, dijo Agustín. “¿Hoy es el día internacional o nacional de las cooperativas?”, pregunté. “Internacional, se celebra en todo el mundo”, respondió Pablo. “Parece un mitin de campaña”, dije al escuchar las canciones que la simbolizan. “En las cooperativas hay de todo, sandinistas, liberales, conservadores, contras y hasta somocistas”, dijo Agustín. “Trabajadores, honrados, solidarios así como atenidos, bandidos y haraganes”, agregó Pablo. “¿Y el himno del cooperativismo?, ¿por qué no lo ponen?”, pregunté. “Pregúntale al que ameniza. De seguro se les olvidó”, dijo Agustín volviendo a ver al que hablaba en el micrófono.

Pablo se encontró con otros amigos y se los presentó a Agustín. Aproveché para despedirme y seguir tomando fotos. Me regresé a la casa antes que comenzara el acto y por la tarde le pregunte a Cristóbal cómo había estado. “Buenísimo, habló Hallesleven. Pero lo de mayor impacto fue lo que dijo un liberal que ahora apoya al gobierno”, dijo.

Las cooperativas han existido en Nicaragua desde los tiempos de José Santos Zelaya, quien introdujo al país las ideas del cooperativismo. En 1914 se funda la primera cooperativa de consumo y Augusto C. Sandino promueve cooperativas agrícolas en el río Coco, entre 1930 y 1934. En 1960 se fundan las primeras cooperativas de ahorro y crédito con el apoyo de Estados Unidos, a través de la Alianza para el Progreso. En 1971 el gobierno de Somoza promulgó la Ley General de Cooperativas, lo que permitió que FUNDE promoviera la organización de cooperativas de distinto tipo (transporte, ahorro, consumo, etcétera.). Hasta el año 1979, había inscritas 634 de distintos tipos, de las cuales solamente funcionaban 88.

Después del triunfo de la Revolución Popular Sandinista (1979-1989) se formaron 2174 cooperativas. De ellas, 1685 eran agropecuarias, 58 de ahorro y crédito, y 73 de servicios. Además, el gobierno promulgó la Ley de Cooperativas Agropecuarias y Agroindustriales (Ley 84).
           
En el año 1990 se constituye la Federación Nacional de Cooperativas Agropecuarias y Agroindustriales (FENACOOP, R.L.) y, en año 2004, se aprueba la nueva Ley General de Cooperativas (Ley 499) en la que se plantea la creación del Instituto de Fomento Cooperativo (INFOCOOP). Se estima que en la actualidad existen más de mil cooperativas legalmente constituidas.

Las cooperativas, las empresas cooperativas, tienen varios retos y debilidades. Los hay internos, relacionados con la carencia de capital, poco dinamismo comercial, débil gestión y participación de sus miembros, así como en la integración con organizaciones de segundo o tercer grado. Todos esos problemas, vistos desde fuera y con perspectivas estrechas, conducen a veces a juicios descalificadores, tales como “ineficiencia”, “burocratismo” y “sectarismo”.

En el curso de su desarrollo histórico, el cooperativismo ha definido un conjunto de principios y valores que rigen su funcionamiento y estructura. Las formulaciones de tales principios han sido varias, pero coinciden en lo esencial; la más difundida es aquella que se conoce como “Principios de Rochdale” que, en síntesis, postula lo siguiente: un hombre-un voto, libre incorporación de nuevos socios, interés limitado de capital, distribución prorrata sobre las operaciones, educación cooperativa y, uno de los más manoseados, neutralidad política y religiosa.

En nuestro país, todo parece indicar que el movimiento cooperativo tiene las energías internas y prerrogativas de ley necesarias para superar sus problemas y limitaciones. La vía es la renovación, tanto organizativa como intelectual, cuyo hilo conductor es la búsqueda constante de mayor unidad entre la teoría y la práctica, con el fin de alcanzar una mayor articulación entre sus dimensiones económicas, sociales, culturales y políticas.


Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Domingo, 03 de julio de 2011