jueves, 28 de julio de 2011

LA PRINCESITA DEL FARO

Marcelo Chávez se reunía con sus amigos por las noches al final del andén, frente a la capilla de la iglesia católica. Ayudaba a su madre con la venta de cosas de horno, cajetas y dulces, arroz de leche y refrescos que llevaba por las mañanas al muelle de los barcos camaroneros. Al mediodía regresaba con la pana de aluminio vacía y por las tardes acudía al campo de béisbol a jugar con sus amigos. Recién había cumplido dieciocho años y soñaba con convertirse en diestro marino para aliviar el esfuerzo de su madre. “Cuando me embarque, vas a dejar de hornear, suficiente vida en calor y humo has tenido” le decía. Era alto, delgado, cabello negro crespo y ojos grandes que al caminar sobresalían con sus pasos largos. Una tarde de juego vio pasar como siempre a Eloisa y, sin encontrar motivos, con ligereza le dijo: “Adiós, amor, cada tarde pasas más bella”; sus amigos rieron a carcajadas, sorprendidos por el atrevimiento, algo inusual en su comportamiento.
           
Sin prestarle atención, Eloisa siguió su camino en dirección a la pista de aterrizaje, recorriendo el viejo camino que conduce a la playa. El paso ligero se contradecía con las penas de su corazón, un tambor apagado que no celebraba los encuentros amorosos con su amante en el cocal de la loma. Acudía todas las tardes a entregar su cuerpo a cambio de la ayuda económica que Héctor Suárez le brindaba; así lograba ayudarle a su madre, quien destilaba sus espaldas lavando ropa ajena de diferentes familias. A la edad de veinticinco años, iluminaba los pensamientos de cualquier hombre con sus encantos: estatura mediana, piel morena, ojos negros achinados adornados de largas pestañas, pelo lacio hasta la cintura, anchas caderas y un caminar festivo que balanceaban sus grandes y redondos pechos. Por su condición de mujer sola tuvo varias propuestas de matronas de cantinas y burdeles. En una ocasión, la Yegua Blanca le propuso el negocio de vender su cuerpo en el burdel, pero su alma era libre. “El amor entre paredes no es amor, lo prefiero al aire libre, entre la sombra de los árboles o bajo la luz de la luna”, le dijo.
           
En soledad, sentada sobre una piedra al final de la pista, observaba reventar las olas entre las piedras, desintegradas en miles de gotas que comparaba al desgaste de su vida. Desde la loma, Héctor Suárez la observó solitaria y bajó montado a caballo hasta el sitio donde se encontraba.

    ¡Hola, princesa! —le dijo. ¿Por qué estás tan solita y triste?

Eloisa no lo conocía. Llevaba dos años de mandador en el cocal de la loma. La mayor parte de su vida había transcurrido como prisionero en Bluefields, donde el Coronel era jefe de la plaza. Por buena conducta le deban trato de reo de confianza. El Coronel necesitaba de un mandador y lo trasladó para que cumpliera sus últimos años de condena recluido en la loma del cocal. Los pobladores que lo conocían le llamaban “el gato” por sus ojos claros. En raras ocasiones bajaba de la loma, solamente cuando el Coronel requería sus servicios en el puerto. Su condena en la flojera de la prisión escondía sus cincuenta años de edad, pero su abultado abdomen era visible en la distancia.

Al escucharlo, Eloisa volteo la mirada, clavándola en sus ojos gatos. Sintió un aire de desconcierto a su alrededor y sin pensarlo estableció una relación amistosa que, con el tiempo, culminó en encuentros amorosos en la loma. Al inicio, “el gato” trató de amarla en la vieja casa de madera, pero ella lo evitaba: salía corriendo hacia el cocal y lo esperaba en las piedras azules, donde entregaba su cuerpo a cambio de unas cuantas monedas y un galón de leche que llevaba a su casa al caer la tarde. La soledad y el deseo retenido despertaron la pasión y el placer, ausentes de su vida por los largos años de cautiverio en prisión. Se enamoró con locura de Eloisa y desesperaba por poseerla en esos atardeceres de arrebato, solitarios en la loma. Cuando ella no acudía al encuentro, luego de la larga espera, lloraba por su ausencia al pie del faro, consolándose con la mirada perdida en los barcos camaroneros que salían en su faena de pesca. Cuando regresaba al siguiente día, la observaba desde que salía a la pista de aterrizaje y corría por la ladera hasta su encuentro. “Mi princesita, tu ausencia me enloquece, no me dejes en soledad”, le decía.

Ella, diestra en el amor, recorría todos los espacios para entregársele: en las gradas de la casa de tambo, en las piedras azules, en los troncos torcidos de los cocoteros y en su sitio preferido, el faro. Adoptaba posiciones de malabarista para que “el gato” la tomara, pero nunca logró culminar en orgasmo porque a los pocos minutos él se rendía como soldado derrotado, dejando su corazón enloquecido por los deseos. Se despedía con rabia, en silencio, sin lograr desahogar sus penas, ocultándolas como el sol en el horizonte, desvanecido entre la espesa vegetación de la isla del Venado.         

Desde la tarde que Marcelo tuvo el atrevimiento de cortejarla, la imagen de Eloisa quedó grabada en sus pensamientos adolescentes. Una noche de reunión con sus amigos, al final del andén la vio pasar y le dijo “sos un caramelo relleno de chocolate, dame una oportunidad y de amor podré llenarte”, mientras sus amigos le hacían burlas. Eloisa sonrío de la ocurrencia y le contestó “Con pollos no ando, menos con niños que viven vagando” y siguió su camino en dirección al campo de béisbol. Ansiosos esperaron su regreso y, al pasar nuevamente, Marcelo salió a su encuentro respirando la estela de su aroma. “Una oportunidad, dame una oportunidad para demostrarte que no soy pollo”, le dijo; Eloisa siguió su camino sin contestarle, sonriendo y feliz por los deseos que despertaba en él.
           
El floreo de Marcelo se convirtió en el espectáculo y hazmerreír de sus amigos, hasta que una noche Eloisa se rindió ante su insistencia a través de un niño que le entregó una nota: “No digas nada, sígueme. Te espero en los tanques de la Booth. Hoy tendrás la oportunidad que pides”. Luego de leerla, Marcelo ocultó la nota sin comentarlo con sus amigos. Esperó que Eloisa pasara, la llenó de elogios como siempre y se despidió de sus amigos, caminando en dirección contraria para despistarlos. Esperó que iniciara la tanda del cine y regresó tras ella. Cruzó el campo de béisbol y la encontró reclinada en el tanque. “Aquí estoy, mi bomboncito” dijo Marcelo y, sin contestarle Eloisa lo tomó de la mano y caminaron hacia la pista de aterrizaje, dando la vuelta por las bodegas de la Booth.
           
La tenue luz de luna creciente iluminaba sus pasos, recorrieron parte de la pista y Eloisa se detuvo a la orilla izquierda de la pequeña laguna. “Aquí seré tuya, en la grama, a orilla del agua”, le dijo ante la mirada incrédula de Marcelo, atrayéndolo hacia el borde de la misma. Con sutileza lo invitó a sentarse en la grama y, como un cachorro fiel, atento a sus indicaciones, se acomodó a su lado. El silencio de la noche y el canto de las ranas fueron testigos de ese primer encuentro amoroso.
           
Eloisa tomó sus manos para que acariciara sus pechos y saboreó sus tímidos labios, recorriendo su boca desesperada. Marcelo al fin sentía los besos que anhelaba y su corazón a punto de explotar. Entre besos y caricias, Eloisa abrió el cierre de su pantalón de prisa, tomó su miembro y, al sentir su calidez, susurro en su oído: “me equivoque, sos más que un gallo”; lo empujó para liberarse de sus manos y saborearlo tímidamente con su labios. Al escuchar los susurros extasiados de Marcelo, deslizó entre sus piernas su prenda íntima, preparándose para atraparlo en la gruta de sus encantos. Lo empujó con fuerza hasta quedar acostado en la grama y se levantó cruzando las piernas sobre su cuerpo, decidida a hundirse en su hombría, a atraparlo en sus profundidades enloquecidas por el deseo. Marcelo acarició sus piernas mientras Eloisa levantó su falda y, poco a poco, como tratando de prolongar el momento, bajó al centro de su cuerpo tomando su miembro con fuerza, frotándolo en su sexo humedecido, asegurando el rumbo de su destino hasta doblar sus rodillas. “Ay mí pollito, sos un macho”, le dijo al oído mientras se aferraba a sus hombros, desatando movimientos desesperados de cadera que provocaron un baile de estrellas siderales al explotar sus cuerpos.
           
Desde ese momento, sus vidas quedaron marcadas para siempre. Eloisa celebró su existencia en la vida rutinaria del puerto. Se preocupó por su apariencia, cuidó su cabello, pintó sus labios, mejoró su vestimenta y depiló sus piernas. Continuó visitando “al gato” por las tardes, quien se maravillaba por su nueva apariencia, desconociendo los motivos que la indujeron a ello. Se entregaba a él de prisa, sin juegos y correrías, bajando más temprano de la loma hacia su casa. “No aguanto a mi mamá, cada día está más insoportable. Ahora quiere que pase las tardes con ella”, le había dicho y él se lo creía. Por su parte, Marcelo se mostraba más calmado y sin preocupaciones. Siempre llevaba la pana de aluminio al muelle, pero con una gran sonrisa como extra que sobresalía en su rostro y contagiaba de dicha a clientes y amigos. Los encuentros clandestinos continuaron provocando la desesperación en ambos y el conocimiento hasta la glotonería de sus cuerpos.
           
Una noche de luna llena, el gato bajó de la loma en busca de un ternero que había escapado de su encierro. Caminó hasta la punta de la pista en dirección a la playa y, sin encontrarlo, regresó hacia la laguna. Avanzó en silencio y, al escuchar voces en susurro, se acercó con pasos de felino. En la tenue luz plateada de la luna, los vio. Habían colocado una toalla sobre la grama, donde Eloisa se encontraba acostada de espalda, cubriéndola con los pliegues de la falda. Sus brazos y piernas estaban abiertos, la cabeza ladeada en su hombro derecho, su cara cubierta por el cabello y su piel morena brillaba como madera de caoba en la claridad de la luna. Marcelo, semidesnudo, estaba de rodillas ante ella y le lamía el sexo.
           
Al observar el abandono absoluto de Eloisa y los gestos de pasión de Marcelo, por unos instantes, el gato comprendió que era ajeno a lo que descubría. Él jamás la había amado de esa manera, no existía nadie más, sólo ellos dos amándose con locura. Recordó la tarde que la conoció solitaria y melancólica, sus juegos de niña en correrías por la loma, en las piedras, sus momentos de pasión al poseerla al pie del faro, su aroma, su sonrisa; comprendió que era una mujer libre, sin ataduras que la sujetaran a él. Permaneció inmóvil, subiéndole la amargura y el despecho poco a poco a la cabeza, mientras ellos hacían el amor con locura, llenos de deleite tras cada roce y gemido, sin vacilaciones ni prisa, como si el tiempo se hubiese detenido en el puerto.
           
La lengua de Marcelo recorría la parte interna de los muslos de Eloisa en un ir y venir de deleite, mientras con sus manos apretaba su cintura, amasaba sus pechos y jugueteaba con los pezones erguidos y morenos como uvas de mar. El cuerpo de Eloisa se estremecía y ondulaba como serpiente de río, movía la cabeza de lado a lado en la consternación del placer, la cara cubierta por el cabello, los labios húmedos y abiertos en prolongados quejidos, sus manos desesperadas buscaban a Marcelo para que se abriera paso en los valles y colinas de su cuerpo, hasta que su lengua la hizo explotar en gozo. Eloisa dobló su espalda hacia atrás por el deleite que la atravesaba como rayo de luz y emitió un grito ronco de placer que fue sofocado por la boca de él, aplastándola contra la suya. Seguidamente, Marcelo la sostuvo con sus brazos, acariciándola y susurrando palabras de ternura en su oído.
           
Consternado por el arrebato de pasión y la traición de Eloisa, el gato giró en silencio, caminó varios pasos dispuesto a olvidarla, pero la furia de los celos despertó los demonios de su pasado. Regresó hacia ellos con la mente y el cuerpo ofuscados de ira. “Puta, sos una gran puta”, gritó. Marcelo y Eloisa, sorprendidos, recogieron en segundos sus prendas de vestir; se levantaron de su nido de amor y descubrieron “al gato” encañonándolos con su pistola de cuidador.
           
Una mañana de domingo, Zoila y Carmen, con sus hijas menores, recolectaban caracolitos negros. Las chavalas llevaban la delantera después de dos horas de iniciado el recorrido. Entraron a la costa de piedras por la ensenada llamada “María Teresa” hasta llegar a los elevados farallones de la loma del faro, donde se encontraban jugando con las olas que reventaran entre las piedras y, al quedar escurridas, atrapaban caracoles con destreza depositándolos en una cubeta de plástico. Al dar la vuelta en la punta, observaron el balneario del puerto y una nube de zopilotes que trataron de dispersarlos tirando piedras para abrirse paso. Sintieron un mal olor y, al encontrar la resistencia de las aves en orgía voraz, se alejaron en dirección contraria al encuentro de sus madres. Entre todas lograron ahuyentarlos, descubriendo el cuerpo devorado de Marcelo Chávez. Corrieron desesperadas a dar el aviso a la familia quien, junto a sus amigos, llevaba tres días de búsqueda incesante.
           
Esa misma tarde, en una de sus visitas al cocal, el Coronel encontró la loma en abandono. Buscó por todos los rincones al gato sin dar con él. Cansado de cabalgar, se dirigió al faro donde encontró a Eloisa, aún con vida. Estaba amarrada de sus manos y pies en la base del faro, con golpes en la cara y piernas, la boca cubierta con un trapo, el cabello rapado y una herida sangrante en su vientre. En el entierro de Marcelo, su padre, el sargento Chávez, juró vengar su muerte. Abandonó las filas de la guardia y se enrumbó hacia el río Escondido buscando al gato.

Ronald Hill A.
Nueva Guinea, RAAS
Lunes, 25 de julio de 2011

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