jueves, 10 de marzo de 2011

RESPLANDOR DE PERLAS



La brisa de la mañana invadió su lecho a través de las persianas faltantes de la ventana; tras su paso, inició un leve movimiento de la cortina hasta agitar el mosquitero. Los tenues rayos de sol irrumpieron en la habitación. Al despertar abrió los ojos y su luz llenó el espacio como resplandor de perla. Al estirar los brazos, su mano izquierda sintió su presencia y, al tomar conciencia de su compañía, giro a la izquierda y lo encontró dormido.

Sus carnosos labios enmudecieron admirados y los pensamientos divagaron sin tratar de encontrar explicación de las circunstancias que lo llevaron a su lado. Se aproximó con sutileza, respiró su aroma embriagador; al verlo desnudo descubrió la palidez de su piel cubierta de finos vellos. Por instinto lo acurrucó como a un niño cubriéndolo con la sábana.

Lo había visto en diferentes momentos de su vida. De muchacha lo miraba lejano, inalcanzable. Jamás se fijó en ella. Pero esa noche, después de décadas, sus miradas se encontraron y una chispa despertó el fulgor de sus ojos, los recuerdos y las nostalgias de amor.

Ahora lo observaba con ternura, frágil y suyo. No quería que despertara y se levantó sigilosa de la cama. Tomó una camiseta fina, un short de lana, calzo sus chinelas y se dirigió a la cocina. Encendió el fuego y puso a hervir agua en una olla a presión. Con delicadeza levantó la tranca de la ventana evitando el crujir de las bisagras; al abrirla observó los rayos del sol sobre la espesura del bosque en lo alto del cerro.

Percibió la belleza del cielo, el olor intenso del campo y la brisa fresca sacudió su cabello rizado. Sus grandes ojos negros se humedecieron de alegría y la soledad pasó despidiéndose, fluyendo en el aire, escapándose con la bruma hasta asentarse nuevamente en el bosque.

Hipnotizada por la ilusión se quedó expectante y se dio cuenta que había despertado cuando se apropió de su cintura, atrayéndola con sutileza hacia él. Los pelos de su barba hicieron que se estremeciera al acariciarle el cuello con su mejilla y su corazón inició un galope frenético y desesperado al notar su tibia hombría. Sintió el deseo apremiante y poderoso como oleada de vida.

El aire fresco se atascó en su pecho y olvidó sus penas, sus fracasos amorosos, el incierto futuro a su edad madura, los obstáculos sorteados de mujer sola y celebró tenerlo a su lado. Al darse vuelta, en la tenue claridad de la mañana, descubrió el brillo de sus ojos en la mirada. Lo atrajo buscando sus labios, abriéndolos con un beso cálido y húmedo. Recorrió las comisuras de su boca, bebió su saliva y aspiró su aliento dispuesta a atraparlo hasta el último de sus días, sacudida por el huracán de los deseos guardados, encadenados por muchos años.

La danza del amor comenzaba y él comprendió que no debía ceder a su impulso. Con lentitud y cierto temor de arruinar el embrujo, porque sus manos temblaban, levantó su camiseta y descubrió los vellos de sus axilas, la curvatura de sus hombros, los senos grandes, aún firmes, y los pezones negros. Con la concavidad de sus manos exploró los pechos, apretó la cintura y la piel de ella, color ébano; se estremeció.

Se arrodilló frente a ella, hundió su cara en el abdomen, besó su profundo ombligo y descubrió la fragancia exquisita de la mujer caribeña, el mito del olor a coco y lo salobre del mar. Levantó sus pies y apartó sus chinelas descubriéndolos para acariciarlos con un beso. Sus manos se apoderaron de su short de lana y lo bajó lentamente revelando el paso del tiempo en su vientre, sus muslos aún firmes y sus nalgas de diosa. La vio desnuda a contra luz y con sus labios recorrió sus senderos, cavó sus cuevas, caminó sus valles y colinas, logrando dibujar la belleza de su cuerpo.

Al quitarse los calzoncillos, se levantó y descubrieron el secreto original. El canto de los gallos y el ladrido alegre de la perra amarrada en el corredor del fondo de la casa no perturbaron el momento.

Ella, experta en el amor, se sorprendió al darse cuenta que no la habían amado de esa manera; desconocía ese arrebato sin cadenas, temores ni reservas. Maravillada descubría con todos sus sentidos la forma de su cuerpo, su sabor, su aroma, su calor y exploraba cada palmo sembrándolo de caricias ya olvidadas. Nunca antes había celebrado con tantas ansias la fiesta de sus deseos: bésame, tócame, chúpame, poséeme porque muero por sentirte dentro de mí, no te detengas porque te mato, así, mi amor, allí me encanta, me tienes loca, ¡ay dios mío, que rico!

Él la apartó levemente para mirarla y descubrió en sus ojos negros el reflejo de las perlas negras que devolvían su imagen cubierta por el deseo. Se acostaron en el piso de madera e iniciaron las etapas del rito ancestral. Ella lo acogió con pasión, murmurando palabras sensuales nunca antes dichas y él se abandonó, entrando en su jardín, empapándose del néctar de su flor caribe, cada uno siguiendo el ritmo placentero del otro en la búsqueda anhelada del mismo final.

Tras cada susurro de pasión él sonreía de dicha plena porque al fin había encontrado la diosa negra de sus fantasías de adolescencia, buscada en diferentes lugares y cuerpos a lo largo de muchos años.

Sin prisa, reteniendo el tiempo bajo la luz de la ventana, anidó en ella atajándose en el frote de cada sensación. Ella se apoderó de él y toda la magia de ritmos sensuales de sus ancestros africanos floreció en un instante. Su cuerpo se contorsionó, sus caderas temblaron, sus labios se humedecieron, sus manos lo estrujaban en su cuerpo bañado de sudor, al tiempo que se entregaba como nunca antes.

Cuando ella se estremeció en éxtasis y un suspiro profundo salió de su boca, un volcán erupcionó en su vientre y el fluir del arroyo lo sacudió hasta caer como naufrago en las aguas de ella. Tirados en el piso suspiraban felices. El chillido de la olla en que hervía el agua interrumpió el palpitar de sus corazones, el amor desbordado en plenitud. Tomaron café y se despidieron con la promesa de nunca olvidarse.

Con el paso de los años la volvió a ver. Él regresaba de la diáspora caribeña que añora desterrada sus raíces, su gente, su comida, sus fiestas y amores del pasado. Al verla caminar en la distancia se dio cuenta que seguía llena de vida a pesar de sus años, la soledad y carencias en esa ciudad abandonada y embrujada frente al mar caribe. Apresuró el paso de sus pies errantes, ansioso por volver a entrar en su jardín y ver el resplandor de su perla negra.


La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
Miércoles, 09 de marzo de 2011