lunes, 3 de octubre de 2011

CITA CIEGA

Mercy Kirklloyd cumplió cincuenta años sin percatarse del paso del tiempo. Sonrió a la vida sin reparo, celebró sus amores del pasado, brindó por su belleza, por sus amistades y por la gracia bendita que sólo las mujeres caribeñas poseen. Se aferró a sus hijos sin importarle el fracaso del matrimonio, luchó incansable por mantenerlos sin las privaciones que padeció en su juventud. Se levantó como siempre, cantando con alegría en inglés y, antes de entrar a la ducha, le dio play a su CD preferido de dimensión costeña. Bailó para ella, sin nadie que admirara sus movimientos sensuales de cadera, un rito que realizaba cada que vez que su vida florecía al paso de los años. Bailando recorrió la sala hasta llegar a la habitación y, al entrar en el baño, se detuvo ante el espejo y sonrió llena de dicha. “Cincuenta no son nada”, pensó.

Años atrás se había quedado sin empleo y, al ser una mujer sola, debía solventar todas las cargas del hogar, las demandas de sus hijos, estudiantes universitarios, y los cobros agobiantes de los bancos emisores de tarjetas de crédito. Con una tarjeta pagaba los gastos del hogar, con otra la universidad de sus hijos y con la tercera retiraba dinero en efectivo para pagar las anteriores. Con el paso de los meses se encontró hasta el cuello de deudas sin poder solventarlas, con el acoso incesante a través de llamadas telefónicas y tuvo que recurrir a sus amigas caribeñas en busca de ayuda. Le cerraron las puertas a sus intenciones de obtener un préstamo solidario y descubrió que la pomposidad en que vivían era hilvanada con baños de fantasía. “Amigas, my buttocks”, dijo con dolor y desilusión. Recordó sus juegos de niñas en el colegio Moravo de la ciudad embrujada frente a la bahía, las promesas adolescentes de ser amigas para siempre sin importar las circunstancias y se olvidó de ellas refugiándose en la desesperación.

Buscó trabajo en las páginas amarillas de los diarios, pero ninguno de ellos estaba a su altura: meseras, masajistas, armadora de zona franca, repartidora de boletas en semáforos. “No señor, no es para mí”, pensaba. La soledad y el agobio la llevaron a incursionar, la mayor parte de su tiempo, en Internet; abrió su página en Facebook. Encontró viejas amigas que han emigrado hacia otras tierras y amigos del pasado. Una de ellas le recomendó rehacer su vida, buscar un nuevo amor ya que aún mantenía sus encantos, su belleza caribeña. “Me casé con un gringo, estoy bien, tengo mi casa y vivo sin problemas financieros”, le dijo. Ingresa a la página de www.citasciegas.com le recomendó y lo hizo sin vacilar. Abrió su perfil y subió su foto. Definió claramente su interés: “busco hombres solteros entre los 45 y 55 años”, dejó escrito y salió de la Web sin mucha ilusión.

Una semana después volvió a revisar su perfil y descubrió que, de cinco mil mujeres que aplicaban en su misma categoría de búsqueda, ella ocupaba la número cien de la lista debido a las visitas que los “señorones” hacían en su perfil. También encontró su buzón de correo electrónico saturado de mensajes. Le escribían de Albania, Moscú, Italia, Noruega, Alemania, Francia, España, Bangladesh, Afganistán, USA y de Nicaragua. Sorprendida, reía como siempre. La siguiente semana ocupaba el lugar número cincuenta y, al concluir el mes, estaba en el “top ten” de las más codiciadas. Se embriagó de dicha, del deseo que provocaba en otros, de ser apetecida entre miles de su edad. Tres días después era la número uno de la lista y encontró en su buzón de correo la fotografía de uno de los pretendientes más atractivo: un hombre de cuarenta y ocho años, serio, alto y de bigote, de nacionalidad rusa que hablaba perfectamente inglés, español, francés, italiano y solicitaba su número telefónico. Sin dudarlo contestó el correo brindando su número.

Por la tarde recibió una llamada. Por temor a los acosadores no contestó, pero ante la insistencia del teléfono respondió imitando otra voz. El acento del que preguntaba por “Miss Mercy Kirklloyd” no era nica, sonaba al de un chele extranjero. “Sí, soy yo, ¿quién habla?”, preguntó. “Tu admirador ruso, Mijael Kaskorny”, respondió él. Mercy dudó por unos instantes y dijo: “este número es de Nicaragua”. “Sí, vivo en Managua, soy agregado comercial en la embajada de Rusia”, contestó.  “¡Que sorpresa!”, dijo Mercy, mientras Mijael, con decisión de oso polar frente a una presa, la invitó a cenar esa misma noche en un restaurante de primera categoría, ubicado en la carretera de las ilusiones efímeras.

Como niña traviesa, inspirada por imágenes de un príncipe cosaco vestido con traje de kaftán, cubierta sus espaldas por la túnica cherkesska de cartucheras doradas y su cabello rubio por la gorra papakha sosteniéndola del brazo, transcurrió la tarde preparándose para el encuentro que cambiaría su vida: perfumó su piel caoba con pétalos de rosas, alisó su cabello rizado con una peinadora eléctrica, pintó en color nácar las uñas de sus pies, cepilló sus blancos, sanos  y perfectos dientes, se probó los trajes de noche más atractivos y decidió vestir de color negro, el negro de su piel lavada por la mezcla de sangres en el tiempo, el vestido negro con escotes en la espalda que sus amigas envidiaban.

A las siete de la noche acudió al encuentro, dejando a sus hijos con la boca abierta cuando la vieron en el umbral de la puerta lista para abordar su vehículo. “Hey mom, take care, please”, dijo el mayor, mientras el menor reía a carcajadas por su arrojo ante la aventura. Al llegar al restaurante acordado, vio desde el vehículo a Mijael esperándola bajo el toldo pintado de rayas rojas y blancas de la entrada principal. Alto, mucho más que ella, de pasos firmes, voz pausada y ronca, le tendió la mano y la estrechó sin temor, con sutileza la tomó del antebrazo izquierdo dirigiéndola hacia la mesa reservada en una de las esquinas.

Luego de la rutina inicial (dónde vives, qué haces, tienes hijos, ese nombre no es nica, de dónde eres, que ella respondía con cierto recelo), Mijael sonrió a carcajadas al darse cuenta que frente a él tenía a una creole caribeña, la “top del top”, la más codiciada de las citas ciegas y mostró dientes y muelas ausentes en su dentadura, el desastre existente en la bóveda de su boca. Las ilusiones de Mercy se esfumaron, el príncipe cosaco se desvaneció en segundos. Desde esa primer cita, Mercy dijo: “No way, José” y lo evadió cuando insistía permanentemente en sostener una relación con ella.

Revisó su dentadura frente al espejo humedecido por los vapores de la ducha caliente, introdujo su pie izquierdo en la tina de baño comprada con el primer salario que recibió como asistente administrativa de una embajada y llena de dicha cantó  “Let it be”. Recordó a sus amigas de juventud y, sin rencores, las buscó para celebrar con ellas sus dorados cincuenta años.

Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
30 de septiembre de 2011.