lunes, 25 de junio de 2012

LAS PREFERIDAS DEL PUERTO

Al abordar la panga lo reconocí inmediatamente a pesar del tiempo transcurrido. “Hola, te acuerdas de mi”, le dije y entablamos conversación. Desde muy joven, a los diecinueve años, Felipe se trasladó a vivir a los Estados Unidos con sus padres, y ahora, a la edad de sesenta y cinco años, regresa como turista.

“Voy a visitar viejas amistades”, dijo en el trayecto, gritándome al oído por el rugir del motor de setenta y cinco caballos de fuerza. Vi que admiraba como cuando niño la costa de la bahía, Half Way Cay, la isla del Venado y la de Miss Lilian. Descubrí en su antebrazo derecho el tatuaje de una mujer desnuda dando la espalda, acostada sobre una toalla en la que cae su larga cabellera negra, y, al darse cuenta, lo cubre bajando las mangas de su camisa.

Desembarcamos en el muelle de El Bluff y comenzó a llover. Resguardándonos en la caseta me pidió que lo acompañara en su recorrido. “Creo que es por aquí, debemos caminar a la derecha”, dijo al abandonar el andén. Subimos por una ladera resbaladiza, agarrándonos de pequeños arbustos y raíces para no caer. Volví a percibir el aroma exuberante de la humedad arraigada en el suelo, el canto de las loras, que por gracia divina sobreviven a la hambruna, y las casas de madera en hileras, una detrás de otra, devoradas por el tiempo.

Toca la puerta, llama su nombre; no hay respuesta. Insiste y desde el fondo de la casita escucho un grito: “¡¿quién me busca?!” Con cierto temor, Felipe contesta y dice su nombre. No responde, pero el ruido de los pasos delata su presencia. Escucho que quita la aldaba, su esfuerzo al levantar la tranca y, al empujar la puerta de un tirón, Felipe se retira porque abre hacia afuera.

Lleva puesto un camisón celeste emblanquecido por las lavadas, calza chinelas de gancho y se sostiene de la tranca. Su cabello, el que aún le queda, se muestra cano, gris y blanco, cenizo. Su mirada es golpeada por la luz que entra a través del rectángulo de la puerta. “No has perdido el brillo coqueto de tus ojos”, dice Felipe. Lo observa de pies a cabeza, buscándolo en los pliegues guardados de su memoria, y luego de unos segundos sonríe. “Entrá papacito, te sigo esperando”, responde al tomarlo con su mano arrugada y atraerlo hacia la pequeña sala. “Y vos, pasá también” dice al verme en la puerta. “Abrí la ventana, que entre aire y luz que quiero verte en la claridad”, le indica a Felipe. “Siéntate aquí a mi lado y vos arrimá aquel banco”, agrega al sentarse en una mecedora.

“Me he dado cuenta que te va muy bien en la yunai. Hasta ahora te acuerdas de mí, ni una postal enviaste, menos una cartita, sos un ingrato pero no te guardo rencor, no tengo por qué. Te agradezco el gesto de visitarme aunque ahora no vas a disfrutarme como en aquellos tiempos. Mírame como estoy, la vida se acaba, el tiempo nos destroza, pero no quiero ponerme sentimental, menos con vos que tanto cariño te di. Quién iba a decir que después de tanto tiempo, no dudes en detenerme si me equivoco, porque hasta olvidadiza estoy, más de cuarenta años desde la última noche que apareciste, así como ahora, golpeando desesperado la puerta, te ibas a parecer tanto a tu padre, el gringo dueño de barcos pesqueros, nunca te imagine así, cómo pasa el tiempo, se nos escapa sin darnos cuenta”.

“Esos fueron los tiempos dorados en este puerto. Los tiempos de la Booth, de los barcos mercantes, de la abundancia porque de todo había, hasta los burdeles eran necesarios para calmar las penas de los marinos que regresaban forrados de billetes y rabiosos por refugiarse en los brazos de una mujer después de pasar un mes en altamar añorando el Vietnam, el Dragón de Oro y a nosotras, las preferidas de todos ellos: la Chepa, la Chabela, la Pasito Corto, la Diablo Rojo, a la Marta, la Casimira, la Yegua Blanca, a todas nosotras que tan bien los tratábamos, todo lo que querían se les consentía”.

“Te fijás, me he adelantado, la memoria se me escurre porque antes de nosotras, la preferida de todos los guardias en días de pago, los de aquí y de Bluefields, y los chavalos de esa cosecha, entre los que recuerdo a Pinolillo, Charol, el Zancudo, Chico, Noel y el Negro Palancón, ¿sabías que al pobre Negro lo mataron en el mercado Oriental, lo sabías?, tan bello el negrito, bien dotado el bandido, la que calmaba sus andanzas era la María Cutuna que apareció aquí por los años cuarenta desde Granada. Vivía en la casa del Mandador, allá abajo, detrás del cementerio a orilla de la bahía entre guayabales, cerca del suampo. Prendía un candil, sintonizaba radios colombianas porque le encantaban los vallenatos y la pobre se enzepolaba para ganarse el día a la edad de setenta años, sin poder moverse; pero era escandalosa, hacía un tremendo alboroto para entusiasmarlos por cinco pesos”.

“En esa época las cantinas famosas eran las de Miss Lilian y Miss Pet, no eran burdeles legítimos sino que tenían sus cuartitos de desahogo que mantenían bien limpitos unas guapas cornaileñas, ojos verdes y morenas, que atendían a los clientes de los barcos mercantes, alemanes, franceses, noruegos, gringos, de todos lados que pasaban por aquí. Ya sé que esa mirada tuya no es de sorpresa, nunca te ha cambiado. Qué lástima, te fuiste pichón, lleno de vida. Aunque no lo creas, nunca olvido aquella semana santa que pasamos en uno de los ranchos que instalaban en la playa; vos haciéndote el rogado, llegabas a la mesa y te escapabas con tus amigos, pero apenas se iban, cuando la playa quedaba desolada con sólo Blofeños la fiesta comenzaba”.

Hace una pausa, se inclina con esfuerzo y estira su mano hacia Philip.

“Déjame que te toque ese bigote canoso que tenés, discúlpame, pero esos recuerdos del pasado me ponen espumosa, me ablandan el corazón, me tiemblan las piernas con sólo pensar en la dicha de haberte tenido aquí pegadito a mi cuerpo, este cuerpo que ahora miras inútil, envejecido por los años, te hacia subir al cielo, te babeabas en mis pechos ahora vencidos, estas nalgas ahora escurridas te volvían loco cuando te cabalgaba como potro arisco y estos labios marchitos bebieron la miel de tu cuerpo hasta rendirte de gozo. Dame un segundo, ya regreso”.

Se levanta y entra a la habitación. Felipe me mira desconcertado.
 
 “Aquí tengo esta foto, estoy en el Vietnam, las dos que están a mi lado son amigas que viajaron conmigo desde Corinto. Te acuerdas de ellas, tenés que acordarte, siempre estábamos juntas, éramos inseparables. El Vietnam, qué ocurrencia tuvo la Shirley de ponerle ese nombre al burdel, la misma guerra, la guerra entre hombre y mujeres, entre las mujeres de los maridos escapados y nosotras como que fuéramos culpables de la carencia de mañas para enloquecerlos, de no permitirles sus juegos de fantasía”.

“¿Estás sorprendido?, ¡pero si vos lo sabes!, los grandes señores de aquí y de Bluefields eran nuestra clientela exclusiva. Aparecían en grupos, medio borrachos, envalentonados y el esmero de la Shirley por atenderlos era tal que cerraba las puertas, se iba para donde su Bato y nos dejaba solas para que todo lo disponible fuera de ellos. Amos y señores del putal, pero después, santos sin mancha, sólo quedaba el reguero que hacían. Imagínate, todos en bolas, a media luz con la roconola en alto, unos chineando, otros sentados en la barra, tocándonos, bebiendo, fumando, dos con una, una con dos, ni los cuartuchos ocupaban, allí nomás donde todos miraban sin perturbarse, sin molestar, sin miedo porque no eran desalmados, se divertían, un pasatiempo que tanto necesitaban así como nosotras el dinero de ellos para sobrevivir. A los bochincheros, los chivos fijados, una vez los corría la Shirley y no los volvía a dejar que pusieran un pie en su Vietnam. Era cumplida, todos los viernes nos llevaba en procesión a Bluefields para que pasáramos revisión en la sanidad. Ahora todo ha cambiado, los hombres no tiene para pagar un polvo, los pobres están sin trabajo, andan pidiendo para drogarse, la piedra no deja que se les pare, mientras yo muero entre la sombra de estos árboles de mango”.

“¡Te veo inquieto!, ¿no te gusta que hable de eso?”

“Debo irme, vamos hacia el muelle de los barcos camaroneros, luego tomaré unas fotos del parque de la loma y caminaremos hacia la playa. Ha sido un placer verte, tus recuerdos me hacen volver a vivir esos años que tanto añoras”, dice Felipe. 

Lo toma nuevamente de la mano y Felipe le da un beso en la frente. Salgo de la sala, bajo las dos gradas y cuando Felipe se dispone a hacerlo ella le dice: “Te olvidaste”. Saca su cartera, toma veinte dólares y al intentar que los agarre lo queda viendo sorprendida. “Mi preferida”, eso es lo que me decías cuando salías mareado guindo abajo.