martes, 16 de octubre de 2012

LAS GABACHERAS


Las encontré sentadas en sillas de plástico, cerquita una a la otra y a la pared del corredor de la glorieta de la iglesia. Estaban calladitas, con las piernas cruzadas y la mirada fija en la cúspide ondeante de la cordillera, pero cuando la mujer pasó por la calle rompieron el silencio.

    Todos los días pasa a esta hora —dijo la mayor sin quitarle la mirada y estiró las piernas —. No se despega a las chavalitas —agregó.
    Le lleva la comida —añadió la menor, la más delgada de ellas, señalando la bolsa que cargaba.
    Es gabachera —expresó la de edad mediana, una treintañera de sonrisa maliciosa.
    ¡Gabachera!, ¿qué es eso? —preguntó la mayor, mirando a las dos con desconcierto.
    Gabachera, de gavach, que habla mal. A la bolsa del plástico le llaman gabacha o se refiere a la bata que usan en los hospitales—dije, pero no me prestaron atención.

“Hace tres años se vino con el marido de Costa Rica”, comenzó a relatar la de mediana edad, acomodada en el centro de las otras dos. “Tenían tres años de estar allá, les iba bien, los dos trabajaban, ella en un restaurante y el de albañil, pero en una borrachera el hombre la penquió por celos, sólo porque llegó dos horas después de la acostumbrada. Desde entonces ella se quería venir con las dos chavalitas pero él no la dejó, lo perdonó porque le prometió que le haría casa a su nombre, esa que queda allá dando la vuelta”.

    ¿Para adonde va? —preguntó la mayor levantando los hombros, dibujando un semicírculo con las dos manos.
    Para la estación de Policía —explicó la menor, la flaca.
    ¿Por qué? —volvió a preguntar la más vieja.

“Iba a construir casas a las Colonias”, continuó explicando la treintañera, “allá se estaba la semana para no gastar en el pasaje y ella se quedaba solita en la casa. Después de mediodía iba a dejar a las chavalitas donde su mamá, cuando salían del colegio, en la zona tres. Otro la visitaba por las tardes, volviéndose socio del albañil en la cama, en la cocina y en la sala, sin poner nada, sin obligaciones despilfarraba la ganancia que el pobre trataba de ahorrar con el pasaje. Una tarde regresó sin avisarle y los encontró disfrutando. Casi la mata, la arrastró por toda la casa mientras el socio se tiró por la ventana, atravesando las cercas de los vecinos”.

    Esa misma tarde puso la denuncia y amaneció preso —concluyó la treintañera.
    ¿El socio? —preguntó la mayor.
    ¡No!, ¡el albañil! —aclaró la treintañera.
    ¡Ve qué lindo! —agregó la flaca palmeando sus manos.

“Dice que está arrepentida, mírenla, camina con los ojitos tristes, sin dar la mirada, la mamá no quiere cuidarle más a las chavalitas y para remate la corrieron del trabajo. Cuando llega a dejarle la comida, los policías se burlan de ella, de toditas las que han echado presos a los hombres por esa nueva ley contra la violencia que aprobaron. Les dicen “las gabacheras”, un día de estos tiene audiencia y la pobre le va a pedir al juez que lo perdone porque no halla qué hacer”, concluyó la treintañera.

    Ve qué pendejas que son. Gracias diosito lindo que el mío hace rato lo enterré porque el desgraciado se hubiera muerto de hambre en la cárcel —dijo la mayor levantando la mirada hacia el techo con el rostro enrojecido.
    Pobrecito —expreso la flaca cruzando los brazos —. Mínimo le caen ocho años.
    Vos no hables. También fuiste “gabachera”. Andabas llorando y dale gracias a Dios que hasta después aprobaron esa ley —intimó a la flaca la treintañera.
    Nada tenés que decirme vos —respondió la flaca, levantándose de la silla. Le aguantas de todo a ese querido que te has echado —agregó.
    Le aguanto todo, todo lo que me da, hasta los sopapos, pero soy incapaz de andar lloriqueando en el barrio por un desgraciado, mucho menos de arrepentirme de lo que hago —explicó la treintañera.
    Debería de vender la casa, con esos realitos puede poner un negocio o regresar a Costa Rica —agregó la cincuentona y se quedó pensativa.
    Cálmate ya, allá viene tu marido —dijo la treintañera volviendo a ver a la flaca, señalándolo con los labios.

La flaca se sentó y se quedaron calladitas, mirando a la mujer con las chavalitas que se perdía en la bajada  de la comisaría y al hombre de la flaca que se acercaba. Al doblar la esquina escuché las carcajadas de los cuatro.   

Jueves, 11 de octubre de 2012