viernes, 8 de marzo de 2013

EL EMBRUJO DEL SALÓN ROSADO


Por el ir y venir festivo de sus habitantes sobre la calle central, la ciudad de Bluefields se llenó de vida al caer la noche. Las rachas de viento provenientes de la bahía se filtraban entre los callejones golpeando las paredes de los edificios de madera, enfriando sus calles de asfalto que durante el día se derretían ante el inclemente sol caribeño, provocando saludos eufóricos entre los transeúntes, ansiosos por compartir los acontecimientos del día alrededor de una mesa.

Madson se detuvo pensativo frente a la esquina de Erasmo. A las seis de la tarde, luego de escuchar las campanadas de la iglesia católica, aseguró el cayuco subiéndolo a la playa rocosa, guardó redes, vela y los canaletes en su casa ubicada en el extremo sur de la punta de Old Bank. Bajó de prisa las gradas de la cocina, entró al baño de madera descubierto y se duchó con varias panadas de agua. La noche se mostraba radiante y, al levantar la mirada, observó dos estrellas fugaces que caían sobre la bahía en dirección a Rama Cay. Se vistió, tomó una cubeta de camarones y se encaminó de prisa hacia el hotel Crawdel para abastecerlo de mariscos. Ahora, en la esquina, buscaba entre el gentío a su amigo Rodney.
           
Desde la acera de enfrente escuchó los cortejos de Cuabná dirigidos a una dama que salía de la tienda “Los mejores precios”; “¡Mamacita!, ¡qué palo de hembra!, ¡estás riquísima!”, mientras cruzaba la calle. La mujer, evitándolo, aceleró el paso asustada en dirección hacia el cine Variedades. “Qué hermosas nalgas, mejores que las de tu mamá”, gritaba Cuabná resentido y temblándole la mano izquierda impedida a nivel de la muñeca porque la mujer lo ignoraba. Desde la esquina, Madson observó con mayor nitidez el río de gente que circulaba en dirección a Wing Sang y entre el tumulto distinguió a Rodney que se acercaba como nadando contra la corriente.

    ¿Qué hacemos? —preguntó Rodney al darle la mano.
    Bebamos cervezas —respondió Madson.
    Vamos al Tropical —planteó Rodney.
    Hace media hora pasé por allí. Mejor quedémonos aquí cerca —propuso Madson mirando hacia el lado del “Salón Rosado”.
    Todos los lugares son iguales —dijo Rodney convencido y caminaron hacia el sur de la esquina de Erasmo por la avenida Patterson.

Madson entró primero a “El Rosado”, popularmente llamado así por sus clientes. Desde la puerta observó la única mesa disponible y comprobó la hora en su reloj de pulsera. “No son las siete y está lleno”, le dijo a Rodney;  se dirigieron a la mesa que les mostraba con cortesía King Chea, el dueño del salón, con una sonrisa que agigantaba los ojos negros achinados de su cara solar.

    Que quelel pala tomal —pregunto King Chea, de pie frente a ellos.

Las palabras de King Chea se confundieron con las voces, murmullos y carcajadas de los clientes. El salón del chino era el más popular de la ciudad aun cuando tenía de vecinos cercanos negocios similares, entre ellos a la Vilma Rojas, el Sesteo y la cantina de Bortey Smith. Sus clientes eran personas de diferentes estratos sociales —médicos, abogados, marinos, políticos, comerciantes y todo aquel que pudiera pagar sin importar el color de su piel— que degustaban platillos chinos —chop suey, chow ming, arroz chino y sopa de tallarines con pollo o camarones que con esmero preparaba King Chea y agasajaba a sus clientes con bocadillos de entrada—, tomaban cervezas y ron, y escuchaban la buena música de su roconola.

    Dos victorias —ordenó Madson y el chino se retiró en dirección a la barra.
    ¿Cómo estuvo el día? —preguntó Rodney.
    Bien, vendí todos los pescados y la última cubeta de camarones la pasé dejando por el hotel Crawdel. Me gané cien pesos.
    ¿Y a vos, cómo te fue?
    Hice tres viajes al Bluff. Después de pagar la gasolina y el aceite me quedaron noventa.

El mesero regresó con las cervezas y King Chea entró a la cocina. Otros clientes cruzaban la puerta principal y salían decepcionados al notar que estaba repleto de gente. El aroma de los platillos chinos se colaba por la puerta de la cocina y, al mezclarse con el humo de tabaco, los vapores de alcohol y la cadencia de la música country, estimulaba el apetito de los presentes que disfrutaban su vida jocosa en ese ambiente iluminado por lámparas chinas rojas colgadas del piso de madera de la segunda planta donde el chino vivía, cuadros hechizos en las paredes con paisajes de su madre tierra y dragones que desprendían bocanadas de fuego, indiferentes a los problemas que aquejaban al país como náufragos a la deriva en la inmensidad del mar Caribe.

    Cuando me estaba bañando vi caer dos estrellas fugaces —comentó Madson.
    ¿Dos? —preguntó Rodney, empinándose la botella de cerveza hasta vaciarla.
    Sí, dos seguidas.
    ¿Dijiste las palabras mágicas?
    ¿Qué palabras?, ¿de qué hablas? —cuestionó Madson y le hizo señas al mesero, solicitándole dos cervezas.
    ¿No lo sabes?
    No. ¿Cuáles son?
    Siempre que veas estrellas fugaces tienes que decir “Dios bendiga mi vista”.
    ¿Y qué si no lo hago?
    Algo malo le pasará a tus ojos —respondió Rodney.
    Esas son pendejadas, creencias de los abuelos —afirmó Madson en el mismo instante que el mesero servía las cervezas.

En sus pláticas sobre lo cotidiano transcurrieron las horas. Las mesas de “el Rosado”, cubiertas de manteles del color de su nombre, se fueron vaciando y llenando nuevamente. El deguste de las cervezas les abrió el apetito a Madson y pidió para los dos el famoso chop suey especial que preparaba King Chea, quien atentamente, con su sonrisa y acento asiático, despedía y daba la bienvenida a sus clientes haciéndolos sentir como si estuvieran en casa.
           
Repentinamente las luces de las lámparas rojas se apagaron y la roconola enmudeció. King Chea peló los ojos, se asomó a la calle y comprobó que no se debía a interrupción del fluido eléctrico. Cruzó el salón en dirección a la cocina y notó que las luces estaban encendidas. Se dirigió al panel eléctrico ubicado detrás de la barra y, al abrirlo, las luces de las lámparas se tornaron intermitentes, provocando destellos rojos como si los dragones inundaran el salón con llamaradas de fuego.

    ¡¿Qué pasa?! —expresó Madson.
    ¡¿No sé?! —respondió Rodney.

Escucharon desde el lado de la cocina el ruido de platos, vasos, cuchillos, cucharones y peroles que caían en el piso junto a las latas de las despensas y vieron a la cocinera que salía corriendo despavorida al salón que volvía a iluminarse con un rojo intenso desprendido de las lámparas como si fueran a explotar.
           
Rodney y Madson se levantaron de la mesa al igual que el resto de los clientes y miraban pasmados lo que acontecía. King Chea estaba sujeto a la barra, inmóvil, asustado. El mesero se aferraba a él y cocinera gritaba en el centro del salón. Los cuadros hechizos junto a los dragones comenzaron a desprenderse de las paredes, las lámparas explotaron, los vasos, las botellas y las sillas de las mesas junto a los manteles comenzaron a volar, cruzando entre ellos hasta estrellarse contra las paredes y todos salieron corriendo horrorizados hacia la acera dejando vacío “El Rosado”.
           
Los transeúntes de la avenida, los clientes y propietarios de los negocios vecinos se aglomeraron frente a “El Rosado”. A Madson y a Rodney les temblaban las piernas y, en ese estado, Rodney lo culpaba por lo acontecido: “si hubieras dicho las palabras mágicas, esto no hubiera sucedido”, le decía.
           
King Chea entró temeroso al salón acompañado por varios clientes, revisaron todos los rincones —algún bromista debe estar escondido, decía el chino— hasta convencerse de que nadie había y que en realidad las cosas caían y volaban por el aire en forma misteriosa. Por tres noches seguidas el “Salón Rosado” permaneció embrujado. King Chea gritaba a sus clientes “¡un epílitu, habel un epílitu alecho!” cuando preguntaban por lo sucedido. El embrujo terminó hasta que fue recomendado a un “Obeah man” cuyos servicios contrató el chino. El brujo visitó el salón por dos noches en las que ejecutó ritos y ceremonias secretas que le pusieron fin al hechizo.
           
Por la ciudad corrieron rumores de que el embrujo del “Salón Rosado” fue pagado a una “Obeah woman” de Kakabila por uno de los dueños de negocios vecinos, pero esto nunca pudo ser comprobado. Desde ese día, a sus ochenta y cinco años, Madson recuerda claramente lo acontecido y siempre que observa estrellas fugaces desde su casa ubicada en la punta de Old Bank repite una y otra vez: “God bless my eye sight”.

Jueves, 07 de marzo de 2013