miércoles, 12 de noviembre de 2014

ADVOCACIÓN CANALERA


Platicaba con Payín y la Julita en su pulpería y noté el arbolito de Laurel plantado en la acera, frente al monumento que los Juigalpinos han levantado para honrar la memoria de Gregorio Aguilar Barea, en la propia bocacalle que da acceso al Instituto “Josefa Toledo de Aguerrí”. El medio barril ubicado a un lado de su tronco estaba vacío, pero su copa podada florecía artificialmente con bolsas y botellas de plástico, mientras los estudiantes circulaban en sus alrededores. No me contuve y le tomé la foto para mostrársela a Payín y la Julita. Sonrieron por unos instantes pero poco a poco la desilusión se fue apoderando de sus cansados rostros.  “Qué barbaridad”, dijo la Julita y siguió atendiendo a los estudiantes que compraban chiverías.


Salí a la acera y me encontré con Héctor, el padrecito. Luego de saludarlo le pregunté por su viejo. “Está en casa”, dijo. “Para allá voy”, respondí al despedirnos. Cuando escuchó mi voz desde afuera, desde las verjas, salió a abrirlas y no saludamos como siempre, con un fuerte apretón de manos. “Así me mantengo, encerrado para protegerme de la banda de la bulla y los incendiarios”, dijo y me ofreció una silla.

El día anterior pasé por la imprenta de Santo Tomás y aproveché para conversar con su propietario sobre el costo del librito que siempre tengo en mente y, para convencerme, me mostró como seis recién elaborados, la mayor parte de ellos de personas conocidas de Chontales. Entre ellos uno de Héctor Molina Pérez. Al tenerlo en mis manos y darle una hojeada, pensé: “Al fin, el libro de toda su vida” y lo celebré por ver su empeño materializado. Ahora que estaba allí, visitándolo y conversando en la comodidad de su casa, el no hacía alarde de su obra, sino que nos referíamos a la familia y él a sus permanentes problemas de salud.

“Voy a cenar, movámonos al comedor”, dijo y la mujer que lo acompaña en sus años de viudez nos recibió atentamente en la mesa. “Un vasito de agua”, para mí le respondí cuando me preguntó si quería tomar algo. “El es un amigo de siempre, desde los tiempos de la universidad”, le dijo a la mujer. “Vi tu libro”, le dije y dejó de masticar por unos instantes con la mirada sobresaliendo encima de sus lentes. “El de los gallos”, respondió con el semblante lleno de orgullo. Se levantó de la mesa y regresó con el libro y un afiche con la imagen de varios gallos. Terminó de cenar y buscó un lapicero. “Para Ronald Hill, siempre amigos. Octubre 2014”, escribió y lo firmó.

Nuevamente en la sala, entró a su habitación y me entregó 18 páginas sueltas con 17 poemas que ha escrito, entre otros de su autoría. Léelos, si te gusta alguno de ellos puedes publicarlos en tu blog”, dijo. “El poema Canción del bosque para una mujer de ojos verdes lo he leído siempre que vengo a verte”, le dije y su semblante oscureció. Es el poema dedicado a su esposa, María Odilly. “Hay otros, unos calientitos, pero muchos de aquí no les entienden”, dijo y agregó, “uno dedicado al canal de los chinos”.


I
España buscaba un paso a la mar del sur
Y llegar a las especierías
Pedrarias se apoderó de Nicaragua
Los ingleses inventaron al rey mosco
Se apoderaron de la mosquitia
Vanderbilt y Walker se apoderaron de la ruta de tránsito
Walker asaltó el país
Roosevelt tomó Panamá
Colombia se atragantó el Caribe

II
China es una cultura milenaria e enigmática
Como un gran panal
Melificado por el Yuan

III
Allí los billetes no nacen en las ramas de los arboles
Sino en la mano de los chinos
China es un país diligente
Sus habitantes han aprendido a encender el sol y apagar la luna
Surcar canales y torcer los ríos

IV
Cuando Wang Jing y sus tambochas
Hayan creado el megasurco
Seremos el ombligo del mundo
y
Lo celebraremos en versos de Han Yu
En una gala con pato a la Pekin
Regada con huangjiu
Y música de Ling Lu

VI
Y la historia de Nicaragua será otra
Y el rostro del mundo será distinto.


Héctor Molina
10/10/2014