martes, 24 de marzo de 2015

EL FINAL DE CIERTAS COSAS


Antes, El Bluff era un puerto de pescadores y estibadores. Todos sus habitantes se sorprendían al ver las inmensas palas de las hélices de los barcos mercantes salpicando las aguas azules de su bahía. Al atardecer, en esas mismas aguas, admiraban el paisaje entre las islas de Miss Lilian, la isla del Venado y la barra con barcos camaroneros que partían hacia altamar en una faena más. Pero un año los barcos mercantes dejaron de hacer espuma en la bahía y la flota pesquera se oxidó aferrada a su muelle. La inmensa bodega de la aduana quedó vacía, los estibadores sin trabajo permanente y su muelle se convirtió en un desierto vigilado por guardias nerviosos que limitan el paso. La flota pesquera y la planta procesadora de mariscos quedó abandonada, sus pescadores deambulaban alucinados por el andén y los barcos que un día les garantizaban su sustento fueron desmantelados para ser vendidos como chatarra: trozaban con grandes sierras eléctricas las máquinas, mástiles y el casco de los barcos para cargar con ayuda de los estibadores grandes planas que se perdían con ellos al entrar al río Escondido, llevándose todo lo que había hecho de El Bluff un puerto próspero de pescadores.

Las bodegas, las oficinas, los cuartos fríos, la fábrica de hielo, los tanques de almacenamiento de agua y la línea de procesamiento de mariscos quedaron abandonados en medio de la planicie que conduce a lo que fue su pista de aterrizaje.

Veinte años después no quedaba nada de la empresa procesadora de mariscos, excepto los cimientos de concreto ennegrecidos que Jack y Katty vieron al caminar hacia la antigua pista, en dirección a las pequeñas lagunas que flanquean sus lados para pescar.

    Aún quedan las ruinas, Jack —dijo Katty.

Mientras caminaba, Jack miró a su izquierda, hacia el portón que daba acceso a la línea de procesamiento de mariscos.

    Allí está  —expresó.
    ¿Te acordás cuando entrabas a los cuartos fríos? —preguntó Katty.
    Sí, recuerdo.
    Parece un cementerio desordenado de pilas, rodos y bandas —opinó ella.

Él no expresó nada. Caminaron hasta perder de vista los restos de la planta, siguiendo el camino sinuoso que lleva a la antigua colonia, un tiempo habitada por empleados de alto nivel de la empresa de mariscos. Por el trayecto, a la derecha fueron apareciendo pequeñas casas donde antes solamente palmeras y matorrales poblaban la planicie pantanosa, cubiertas por la frescura de la vegetación del promontorio que se erige frente a ellas.

    Más ruinas, Katty —dijo Jack señalando las bases de cemento sobre las que erigían las casas de madera prefabricadas, importadas en piezas.
    Para el recuerdo —dijo Katty y les tomó una foto con la cámara de su teléfono.

Cuando culminaron la cuesta salieron al claro de la pista. A izquierda y derecha, el azul intenso del cielo sobresalía sobre el color gris de la pista y los matorrales que crecen a sus lados. Se detuvieron a tomar agua de una botella que cargaba Jack en su mochila. El calor del mediodía se notaba en la cara de la muchacha.

    ¿Qué es ese ruido? —preguntó Katty.

Era un sonido constante y fino que provenía del otro lado de la pista. Al cruzarla observaron varias champas de plástico negro alrededor de una laguna de aguas verde, lamosa y estancada.

   Son mujeres —dijo Jack al verlas con mazos en sus manos picando piedras debajo de las champas.
    Mirá, mirá, son cerros de piedrín —agregó Katty, señalando los alrededores de las champas y a lo largo de la pista en dirección al mar.

Jack se detuvo en la laguna del lado izquierdo y entraron a una champa abandonada ubicada en la orilla. De su mochila sacó las pequeñas cañas de pescar, las desplegó y colocó los engañadores de colores vistosos.

    No tardan en picar, vamos a sacar unos hermosos guapotes —dijo Jack.
    Eso espero —respondió Katty, absorta en la caña.

El ruido de las piedras al ser reventadas no la distraía, ni siquiera quería hablar. Le gustaba muchísimo pescar con él. Jack tiró el engañador en dirección al centro de la laguna. Antes acudían a pescar en esas lagunas y en poco tiempo los peces comenzaban a picar; el tiempo transcurrió sin que lo hicieran. Al principio Katty estaba tranquila, pero luego comenzó a probar en distintas direcciones, imitando a Jack.

    ¿Qué te pasa, Jack?
    No sé —contestó mientras enrollaba la cuerda.

La tarde caía y la intensidad del sol había disminuido del mismo modo que la frecuencia del sonido provocado por las mujeres. Katty buscó su bolso, sacó varios sándwiches y le ofreció uno a Jack.

    No tengo hambre —dijo Jack.
    Dale, Jack, come uno.

Comieron sin cruzar palabras, observando las cuerdas y el reflejo de los matorrales en el agua.

    Vos tenés la culpa, si no te hubieras marchado…
    Ya lo sé, siempre te lo he dicho, no pude evitarlo. Es tiempo que lo superes —dijo Katty.
    Para vos es fácil olvidar, siempre olvidas —dijo Jack.
    ¡Ah!, ¡ya basta, Jack!, ¡te lo ruego! ¡No sigas con lo mismo de siempre, por favor!
    No puedo.
    Vamos, decimé la verdad.

Jack miró hacia la loma y observó el brillo del faro provocado por los rayos del sol al caer la tarde.

    Ya no me divierte nada.

Ella lo miró fijamente, sin decir una sola palabra. Jack continuó:

    Me siento vacío, todo lo bueno ha desaparecido de mí. No sé, Katty. No sé qué decirte.
    ¿Ni siquiera el amor te divierte? —pregunto Katty.
    No.

Ella se puso de pie, tomó su bolso y se alejó caminando por el camino que los había llevado hasta esa laguna de aguas sin vida. Una motoneta salió a la pista, Katty la detuvo y desapareció montada en ella.

Jack se quedó allí por un buen rato. Acostado en el suelo observaba los colores del cielo al atardecer; Javier apareció por el lado de las casas que se apiñan alrededor del camino que conduce al mar. Él escuchó sus pasos pero continuó sin moverse.

    ¿Y Katty?, ¿qué sucedió? —preguntó.
    Nada, no pasó nada.
    ¿Pelearon?

Jack se incorporó sin contestar y ambos se dirigieron hacia el mar. Al llegar se sentó en un tronco, observaba sus pies pisando las algas que expulsaban las olas mientras a su espalda el sol caía más allá de la isla del Venado.

Ronald Hill A.
Domingo, 22 de marzo de 2015