miércoles, 7 de septiembre de 2016

LABERINTO: EL PERRO QUE ME ESPERA


Ella pasó en su camioneta muchas veces por la casa. En sus recorridos no logró identificarla porque los años la habían borrado de su memoria, perdida en la niebla del pasado. Era una idea vaga la que se hacía de la casa cuando pasaba en función de sus gestiones cotidianas, observando la hora para dejar puntualmente a su hija en el colegio, recordar dónde llevaba la lista de las compras, concentrarse en el volante de su camioneta y calmar la ansiedad para evitar las multas de los policías que se apostaban todos los días en el mismo tramo del trayecto.

La recordaba vagamente, porque su vida no estaba para revolver ese pasado lejano, aunque hubiera vivido en esos años los momentos más felices de su vida. Se había encerrado en sí misma, en su lujosa casa de reparto poblado por seres de clase media alta. Al casarse se concentró en hacerla a su manera; desplegó alfombras persas en la sala y en su cuarto, se protegió de la intensa luz solar con cortinas azules, climatizó su habitación para encapsularse en una burbuja invernal y acomodó en el centro la cama más espaciosa del mundo, y le hizo hacer al carpintero de su barrio un comedor para doce comensales, modelo moderno del de la última cena. Se esmeró en su jardín y el de los alrededores de la casa plantando rosales, begonias, helechos, dracenas, crotones, flores de avispa de múltiples colores y miles cactus diminutos en maceteras de barro. Sus días transcurrían ajena al mundo de afuera, a las noticias y a los muertos por la guerra que eran sustituidos por cepas podridas de chagüite. En su ir y venir de recorridos obligados en el día, siempre miraba de reojo la casa, pero una mañana la niebla de sus recuerdos se despejó, y la recordó como si siempre hubiera sido suya. Ilusionada llegó a su casa de clase media alta y salió al jardín, y allí, en el mundo de colores que había implantado, recuperó sus recuerdos olvidados.

Él se llamaba Jack y lo había conocido por los laberintos que da la vida. Ella, de tez blanca, cabello corto, con una mirada de inocencia y una voz de alegría sostenida por su figura de gacela que se enfrenta a todos los retos, siempre fue observada por él en la distancia, haciendo rugir la habitación de trabajo que compartían con el tecleo incesante de la máquina de escribir que ella usaba llenado unas sábanas de papel contable de treinta y dos columnas. Nunca le prestó atención a su mirada pero una mañana Jack se levantó de su escritorio y le ofreció una taza de café. La habitación quedó en silencio, las miradas se concentraron en ellos, y desde ese instante se volvían a ver desde los extremos que ocupaban con deseos de que llegaran los quince minutos de descanso. Se convirtieron en amigos inseparables con miradas encontradas desde que entraban al complejo estatal en que laboraban, compartían la hora del almuerzo en el comedor instalado para los trabajadores, se sentaban juntos en el microbús que hacia el recorrido para llevar y dejar a los empleados de a pie, y se juntaban en las numerosas asambleas de trabajadores que se convocaban en esos años. No pudo recordar cómo y bajo qué circunstancias Jack le declaró el amor que sentía, pero lo volvió a ver con su hombro pegado a la pared del edificio, al lado del lavandero en que las mujeres de limpieza mantenían sus enseres de trabajo, tomándola de la mano, atrayéndola y robándole el beso que ella también deseaba. Fue un beso sin resistencia, un beso de ternura y sus miradas se reconocieron envueltos en la ilusión de un amor temprano.

Ella volvió a suspirar por el recuerdo, se sentó en una mecedora y ordenó un té helado. Sus recuerdos dieron saltos en el tiempo, no pudo descifrar el momento en que se amaron la primera vez, pero recordó con claridad la casa que antes se mantuvo nublada en sus recuerdos. Eran la casa en que se amaron incontables veces, la casa de un amigo de Jack que facilitaba las condiciones para ello, no muy distante de la casa del barrio donde ella vivía con sus padres. El acceso a la casa era amplio y distante de una terraza donde Jack parqueaba su vehículo. Todos los alrededores de la terraza se encontraban llenos de maceteras sembradas de plantas multicolores, y contiguo a ella estaba la habitación que por años convirtieron en su paraíso de amor, y que un perro pastor alemán era su guardián. Los primeras veces el perro enloquecía pero con el tiempo desesperaba moviendo la cola cuando sentía el aroma de ella. Jack no sabía cómo se llamaba, nunca le preguntó a su amigo pero con el tiempo ella se fue encariñando con el perro a tal grado que cuando llegaban, ella le quitaba la cadena y el perro enloquecía haciendo gracias, corría en dirección a todos lados, lamía sus pies, levantaba sus manos y daba círculos alrededor de ella. Luego de ese encariñamiento, acostados en la habitación, ella con su mejilla en el pecho de Jack, dijo que el perro debía tener nombre. ¿Cómo quieres que lo llamemos?, pregunto Jack. Tras una pausa de silencio, mientras acariciaba su barba y su pecho, respondió: Laberinto, llamémoslo Laberinto, es el perro que siempre me espera.

Muchos años después que vio con claridad la casa en sus recuerdos, ordenó que hicieran una terraza al lado del jardín tal como recordaba la terraza de la casa de su primer amor, un amor que se esfumó por aquellos años de miseria, de guerra, de agonías y de muertos convertidos en cepas de chagüite que todavía hoy deambulaban por las noches espantando a los vivos en las calles polvosas y lodosas de los pueblos de Nicaragua.
  


07/09/2016

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