miércoles, 14 de junio de 2017

ASÍ SE GANAN LOS PESOS EN EL MAR


Luego de finalizadas las clases, la Empresa Booth de Nicaragua S.A., ubicada en el puerto El Bluff, brindaba la oportunidad de obtener empleo a jóvenes estudiantes como un medio para ganar un poco de dinero en jornadas de trabajo menores a las normales, realizando actividades supervisadas por los responsables de las diferentes áreas. Por casi todas las áreas de la empresa estuve dos años con un empleo estudiantil. La más fascinante fue el área de producción debido al proceso sincronizado, desde la descarga de la captura de camarones en el muelle de los pesqueros hasta el empaque de los mismos en cajas de cinco libras según su tamaño, donde la mano de obra empleada eran mujeres que en una banda hacían la limpieza de impurezas y luego los equipos se encargaban de clasificarlos según el tamaño.

La mayor parte de las mujeres eran afro caribeñas, black creoles de Bluefields que hacían diario el viaje a El Bluff en un barco de la empresa y desarrollaban su jornada hablando de todo, en inglés y a veces en español, creando un ambiente ameno, florecido por amplias sonrisas y carcajadas sin descuidar su labor. No cabe la menor duda que la mayor satisfacción eran los momentos del pago semanal en base a la planilla de horas normales y horas extras liquidadas con rigurosidad.

Fue tan motivadora esa experiencia que un día mi padre, White Bush Hill me dijo: ahora que ya ganaste tus pesos en tierra, te enseñaré como se ganan en el mar, alístate que por la tarde vas conmigo a pescar. A pescar en un barco camaronero llamado San Martín frente a las costas de El Bluff. Todos los años, entre los meses de noviembre y enero, la flota de barcos pesqueros salía por las tardes a realizar su faena cerca de la costa, donde el conglomerado de estos daba la impresión de tener una ciudad vecina, con miles de luces vivas e intermitentes, que se desplazaban en el horizonte durante las noches. Era un espectáculo increíble, admirado por los caminantes desde la esquina de Miss Lilian con la mirada fija en el Este, frente a la playa de El Tortuguero.

Llegamos al muelle de los barcos pesqueros como a las cuatro de la tarde. La tripulación se encontraba haciendo los preparativos para la salida. En una hora mi padre hizo el recuento de todo lo necesario para salir al mar: tripulación, chequeo del combustible, estado del motor, hielo, estado de las redes, radio comunicación, luces, alimentos, agua y definición del sitio de pesca. Una vez concluido el chequeo procedió a comunicarse por la radio con otros capitanes de barco que iban a salir esa tarde. Entre estos se comunicó con su hermano menor, Henry B. Hill, el que salía también esa tarde. Se pusieron de acuerdo y en una hora el San Martín soltaba sus amarras del muelle para hacer su maniobra de salida y enrumbarse hacia la barra. En menos de quince minutos, el barco, con sus plumas extendidas, comenzó a ser golpeado por las olas del mar y cambió un poco su rumbo hacia el noreste, cortando las olas con la proa, navegando paralelo a la costa del puerto desde donde se podía observar la loma y el faro. En la cubierta la tripulación observaba con cierta melancolía la costa y la incertidumbre apareció en sus semblantes revelando cierto grado de temor al sentirse nuevamente sin el contacto de sus pies sobre tierra firme.

Una hora más tarde el San Martín navegaba a unas ocho millas de la costa siempre en dirección noreste y comenzaba a caer la noche. Ya se había perdido contacto visual con la costa y, cada vez más, se hacían notorios los haces de luz del faro desprendidos de sus lentes de Fresnel, advirtiendo la lejanía de la costa y creando a la vez una especie de sentido de seguridad en la tripulación. Junto a mi padre, en la cabina del capitán, se podía observar a los otros barcos pesqueros, emitiendo luces verdes los que iban a la izquierda y luces rojas los de la derecha. Navegaban sin cesar a lo largo de la costa, de sur a norte.

Después de la orden dada por White Bush, fue lanzada al mar una red pequeña llamada “chango” de unos seis pies de largo y con capacidad de capturar unas veinticinco libras las que se arrastraron por unos veinte minutos para luego volver a subirlas. Una vez levantada la abrieron e iniciaron a hacer el recuento. Quince camarones de los grandes bastaron para que inmediatamente se diera la orden de lanzar las redes mayores.

“Es una buena prueba”, dijo mi padre, “vamos a lanzar las redes grandes”. En esos momentos, todos los capitanes de barcos mantenían constante comunicación por radio, surgían pláticas, algunas en español y otras en inglés, sobre los resultados de las pruebas hechas, problemas con los barcos y marineros, el estado del tiempo, sus expectativas de la captura así como de los acontecimientos transcurridos en el puerto y, no lo dudemos, también sobre las aventuras y los infaltables amores de marinos.

La noche estaba estrellada. La marejada era llevadera para los marinos. Una brisa moderada proveniente del este golpeaba a estribor. Todas las luces del San Martín estaban encendidas cuando se dio la orden de hacer el primer lance de las redes mayores. Eran como las siete y media de la noche. En un dos por tres la tripulación procedió a realizarlo de manera ordenada y con sumo cuidado. Primero hicieron la maniobra de largar o “calar” el aparejo desde la popa dando avances lentos, comenzando por la punta de las redes o “copo” que es donde va a parar la captura, después las malletas, que son unos cabos de nylon que va unidas a las puertas. En el instante de bajar las dos puertas, el cuidado de los marinos estaba al máximo debido a que se debe ejecutar con la suficiente pericia para evitar que se crucen. Estas puertas van sujetas a unos cables de acero en su cara anterior los que tiene un largo suficiente para que puedan llegar al fondo marino formando un “seno”, que en el extremo sujeto a las puertas, va arrastrando en el fondo mientas el otro extremo va unido a la maquina o “winche” que es el encargado de recoger el aparejo y es operado por el winchero.

Acto seguido se procedió a bajar los cables que sujetan las puertas con el sumo cuidado de que estén igualados debido a que un error en la calada al arriarlos puede desgarrar el arte por completo. El winchero mostraba su experiencia al ir frenando cada carrete donde se cobra el cable. Una vez arriados estos, los marinos se mostraban alegres y amenos.

En ese instante el cocinero nos llamó a cenar. Unos hermosos pargos rojos fritos, los que fueron seleccionados por él a la hora de levantar el “chango”, acompañados de abundante arroz, tajadas de plátano fritas, café en abundancia y el infaltable chile de cabro nos esperaban en la mesa comedor. La cena fue amena, reían, hablaban de sus cosas y de las expectativas de la captura. “Dentro de tres horas haremos el levante de la redes”, dijo mi padre. “Continuaremos hacia el norte y al dar la vuelta lo haremos. Espero que descansen. La noche será bastante larga. Te puedes acostar en mi camarote y duerme un poco. Te despertaré a la hora del levante”, me dijo.

Me acosté con el estómago lleno y traté de conciliar el sueño mientas escuchaba a mi padre hablar por radio y sostener conversación con el winchero, el segundo al mando en el barco. El oleaje lo sentía más fuerte y el ruido de motor no me dejaba dormir. Como a las once de la noche me despertó. “Levántate, vamos a hacer el levante, vamos a dar la vuelta”, dijo.

Al salir a cubierta los marinos estaban listos para iniciar el levante de la redes. La maniobra siguió el mismo proceso del lance, pero a la inversa, empezando por recoger el cable hasta que subieron las puertas con sumo cuidado para ser amarradas fuertemente y evitar así bandazos y accidentes por su volumen y peso, desgrilletaron las malletas jalándolas con el winche para terminar hasta llegar al final del saco, donde se encuentra la captura, el que subió a bordo dando coletazos y los marinos se esmeraban con mucha fuerza para sostenerlo. A ser levantadas en su totalidad, las redes fueron abiertas por el copo y comenzó a salir la captura, similar a una avalancha, entre las que caían camarones, peces, sardinas, tiburones pequeños, calamares, algas marinas, pulpos, toda una variedad riquísima de vida marítima.

El San Martín ahora navegaba a menor velocidad en dirección al sur, siempre paralelo a la costa, con todas sus luces encendidas y, a lo lejos, el destello de las luces del faro era más tenue. Con la captura en la cubierta, los tres marinos, entre ellos el pavo y el winchero, comenzaron a realizar el proceso de selección, unos sentados en unos pequeños bancos de madera y otros de cuclillas, cada quien con una canasta a su lado. Con una raqueta jalaban, seleccionaban, descabezaban y depositaban los camarones en la canasta. El pavo, un aprendiz de marino, seleccionaba los pescados, sardinas de buen tamaño, langostas y otras especies de utilidad, echándolas en recipientes diferentes. En esa labor pasaron más de una hora. Al concluir, la captura rechazada fue tirada a la mar, empujada por una raqueta grande a través de las escotillas de la cubierta.

El camarón descabezado fue lavado con agua a presión, pesado y luego estibado en la bodega en hielo triturado. “Cuantas libras”, preguntó mi padre. “Doscientas”, respondió el winchero. “Es un buen lance”, comentó un marino. “Prepárense para el siguiente”, dijo mi padre y se dirigió a la radio para conocer los resultados de los otros camaroneros. “Unos has sacado un poco menos y otros lo mismo” dijo. “Es una noche buena, tienes buena suerte, pero te veo pálido. Dormí un rato, cuando hagamos el próximo levante te despierto”, agregó. “Me siento mareado”, dije. “Acuéstate que eso te hará bien”, respondió.

El oleaje era más intenso lo que provocaba movimientos bruscos del barco. La proa se hundía cortando las olas, volvía a levantarse e inmediatamente se sentía un golpe de mar fuerte a babor ladeándolo unos treinta grados a estribor. Como sin fuerzas, el San Martín volvía a estabilizarse para nuevamente iniciar su danza entre las olas. Nunca pude conciliar el sueño, pero sentía la suculenta cena moverse en mi estómago como si fuese la compañera de baile del barco. De pronto caí en un estado angustioso, sentía la boca salivosa, un leve dolor de cabeza y sudaba frío. Mi estómago no pudo soportar más la danza del San Martín y sin darme tiempo para nada, vomité en el camarote.

Escuche a mi padre decirme levántate, me agarró de un brazo y la cintura llevándome a la cubierta para que continuara vomitando. Vomité hasta lo que no tenía en el estómago. En ese preciso instante un barco se acercó como a seis metros del San Martín. Era el barco de mi tío Henry y lo escuche que gritaba diciéndome: ¡Ajá cabrón, ahora ya sabes cómo se ganan los pesos que le pedís a tu papá! Me lo repitió dos veces pero no pude levantar la mirada para ver su semblante porque nuevamente volví a vomitar una y otra vez. Tenía una sensación de inestabilidad y desequilibrio lo que provocaba un estado se inseguridad desagradable. Estaba padeciendo el “mal del navegante”. Mi padre me sostenía y daba golpes leves en mi espalda lo que me hacía sentir seguro. Al ver que deje de vomitar me llevó al camarote, me dio a beber un vaso de agua, abrió la ventana y me dijo que me quedara quieto viendo en un punto fijo y que tratara de dormir. Agotado y sin fuerzas, deseando estar en tierra firme, me quede dormido.

Desperté y me sentí desmoralizado. Mierda, pensé, se van a reír de mí. Al verme mi padre me dijo que pronto llegaríamos a El Bluff y que ya se podía ver la loma y el faro. Sin fuerzas me levanté y salí a cubierta. Me di cuenta que ya habían hecho el último lance porque tiraban los desechos al mar. No te ahueves, me dijo el “pavo”, todos hemos vomitado más de una vez, nadie se escapa de eso. Sentí un poco de alivio y la brisa llenó mis pulmones de aire fresco, aire de mar. Miles de aves marinas, gaviotas, pelícanos y tijeretas, nos acompañaban con los alegres sonidos de su canto, dándose un festín con los desechos que salían por la cubierta.

Al llegar al muelle y caminar hacia la casa aún sentía como que estaba navegando en el San Martín. “Pronto te sentirás mejor, dijo mi padre. “La vida de mar es dura y no es para todos, ahora ya lo sabes”, agregó. Si, respondí, nunca lo olvidaré.


Ronald Hill Álvarez