jueves, 5 de abril de 2018

HUMANOS DE NUEVA GUINEA: EL HOMBRE CON MÁS SUERTE DE NUEVA GUINEA


Tenía más de doce años de trabajar en San Rafael del Sur como ayudante en una vulcanizadora. Su jefe le dijo que su hermano, Vicente, necesitaba con urgencia un ayudante para reparar llantas en Nueva Guinea. Sin pensarla dos veces se decidió. “Me voy para allá, le ayudo a tu hermano y me regreso después de quince días”, le dijo Pablo Emilio Guerrero. Pasó por Diriamba dándoles la noticia a sus familiares y el 10 de agosto de 1978 se bajó del bus en Nueva Guinea.
          
Regresó a  buscar a su mujer, Salvadora Ortega Reyes, y volvió para quedarse definitivamente. “Me gustó. Había más trabajo que descanso, poca diversión y era bastante sano. En esa época llovía trece meses al año, no habían adoquines, ni luz eléctrica, ni agua potable. Pocas casas tenían energía eléctrica: el hospital le vendía luz a don Jesús Valle, el dueño de la única gasolinera existente, y el banco le suministraba a las casas de la ciudadela”, recuerda Pablo Guerrero.
          
Comenzó a trabajar con entusiasmo día y noche, ahorrando en el banco lo más que podía y cambió de trabajo. Lo que le favoreció fue el paro nacional. “El paro es peligroso, ya no vamos a seguir trabajando, si acaso hay algo que hacer me van a ayudar mis muchachitos”, le dijo don Jesús Valle, su jefe. Después del triunfo de la revolución se presentó en el Banco Nacional de Desarrollo a retirar los quince mil córdobas que tenía ahorrados pero le hicieron un préstamo por la misma cantidad. Compró una planta eléctrica, unas planchas, una camionada de tucas que las dio a aserrar e hizo un chinamito donde puso el taller. Darío Chamorro le prestó el lugar y comenzó a trabajar. Vendía gaseosas que el camión se las ponía en el taller, la gente de las colonias las llegaba a retirar y así armó su negocio.
           
Siempre ha jugado la lotería. “En una ocasión, estando en Managua, la vende-lotería me pasaba dejando el billete, lo ponía detrás de un espejo, yo lo retiraba y allí dejaba los reales. Ese día, cuando llegue de mañana a retirarlo, una hija de la vendedora me dijo que habían llevado grave a su mamá al hospital y que lo vendieron en una parada de buses. Se lo sacó un busero que le decían Tinajón, se me llevó el billete 5185 con el premio mayor”, recuerda a carcajadas. Siguió jugando y siempre sacaba premios de mil, dos mil y cincuenta mil córdobas.
          
Un día encontró en la gasolinera vieja de Nueva Guinea al vendedor de lotería, le hizo un abanico con los billetes y escogió uno al azar. Le pagó la mitad del valor y lo guardó en una repisa sin saber qué número era. Al día siguiente le pagó la diferencia y siguió en su trabajo. Días después otro vende lotería de Santo Tomás pasó por su taller y le dijo que en Nueva Guinea había caído el premio mayor. “Saqué el billete, se lo enseñé y casi se muere el hombre, no podía ni hablar, ni respirar, ni nada. ¿Qué fue?, le pregunté. ¡Ay hermanito!, ¡te sacaste el billete completo!, me dijo todo desesperado. Agarré el billete y lo volví a poner en la repisa y me gritó: ¡No lo ponga allí!, ¡se le puede perder!, recuerda Pablo.

Fue el 12 de agosto de 1991 cuando la suerte le cambió.  Con el billete premiado número 11402 se sacó noventa y cinco mil dólares. Se dirigió al banco, mostró el billete al gerente y le solicitó que se lo cambiaran. “Me hicieron un recibo y dos días después me mandaron a llamar para entregármelos. ¿Qué va a hacer con los reales?, me preguntaron. Por ahora no necesito comprar nada, les respondí y dejé los reales allí en mi cuentecita. Con calma me puse a pensar en qué podía hacer y comencé a comprar propiedades. Compré el terreno donde estaba antes la Coca Cola en seis mil dólares y ahora me han ofrecido 220 mil dólares; compre aquí donde tengo el taller, mi casa, donde vive mi mamá y una finca de 250 manzanas”, explica con orgullo.
          
La suerte no lo volvió a abandonar. Seis veces se ha sacado premios grandes. Cuando le pregunté cómo es que hace, si se sabe algún “sontín” para sacársela, se puso a reír y respondió: “es cuestión de estar en la jugada, estoy pendiente de los números que caen y no caen. Todo número es bueno antes de jugarlo. A veces me retiro una o dos semanas y después sigo jugando, pero la suerte no es para cualquiera. Enrique, el que vive allí, indica con sus manos en dirección al frente de su casa, se sacó los 20 millones que rifaba la Cruz Roja. No compró nada, solamente una gran mesa donde pasó jugando desmoche y bebiendo guaro hasta que se le acabaron los reales. Una mañana vi a la vendedora de lotería que bajaba las gradas del parque y seguí trabajando. Cuando la busqué ya no estaba, había doblado para el lado de la gasolinera que puso Lolo Rocha y le vendió mi billete a Severiano Lumbí: el enano se sacó el premio mayor y ya ves, por esos realitos lo mataron en su casa, por eso te digo que la suerte no es para cualquiera”.

Pablo Emilio Guerrero siempre sigue jugando la lotería, está pendiente de los números y se entretiene en su taller de vulcanización donde, además de reparar llantas, construye bombas de mecate, fogones y cocinas industriales. Sus hijos, ya mayores, le ayudan y no lo dejan hacer casi nada. ¿En cuánto estima su patrimonio?, le pregunté;  después de hacer cálculos en el aire respondió “creo que tengo más de un millón y medio de dólares”.



martes, 27 de marzo de 2018

BILWASKARMA



Ninguno de los dos conocíamos Bilwaskarma pero sabíamos que ellas, Karen y Melania, lo dijeron esa tarde en el estadio, estudiaban enfermería en esa localidad cercana a Waspán. Los invitamos a Bilwaskarma, dijo Melania con una sonrisa seductora que intercambiaba con Karen. Volví la mirada hacia Glass, ambos llevábamos puesto el uniforme de la selección de béisbol de Bluefields diseñado para los juegos de la serie del Atlántico que se jugaba en Waspan en 1975 ó 1976, no lo recuerdo muy bien pero fue por esos años. Glass no titubeó y, sin consultarme, dijo que llegaríamos a visitarlas antes del juego porque nos tocaba jugar contra Puerto Cabezas al día siguiente por la tarde.

Glass era mayor que yo, unos tres o cuatro años mayor, y más corpulento. Se había conocido con Melania en Bluefields y ella lo miraba con esos ojos color de miel deslumbrados que tiene como tratando de atrapar una estrella fugaz que se desvanece en su recorrido. Por él fue la invitación, y me sentí como un aderezo en el plato principal que habían preparado porque Karen se mostraba un poco distante, nerviosa e indiferente conmigo.

Perfecto, dijo Melania, los estaremos esperando y le dio un beso a Glass. Por la mañana sale un bus de Waspán hacia Bilwaskarma, pueden abordarlo en el parque, el recorrido es corto porque apenas hay diez kilómetros hasta allá. Karen por su parte me extendió la mano, una mano un poco grande para su altura, suave y fría, pero la expresión de sus ojos al tomarla me dejaron pensando que algo misterioso en ella quedaba expuesto al contacto con mi piel.

Y se marcharon, caminaron juntas y nos volvían la mirada con una sonrisa de complicidad. Ahora si, dijo Glass, la partimos. Se van a dar cuenta, Smith se va a dar cuenta y nos van a sancionar, respondí. No te preocupes, el juego es hasta las dos de la tarde, después que desayunemos nos vamos para Bilwaskarma.

El vehículo se detuvo frente a la entrada del hospital – escuela de Bilwaskarma. Al bajar ellas nos estaban esperando. El hospital se encontraba cubierto de un bosque denso de pinares y estaba pintado de color blanco con verde. Caminemos, dijo Melania, y la seguimos. Pensé que nos iban a mostrar el hospital pero en lugar de caminar hacia las instalaciones tomaron un camino arenoso hacia la izquierda del edificio. Sigan caminando sin detenerse, ya los alcanzamos, dijo Melania y, siempre con sus sonrisas cómplices, regresaron al hospital.

Caminamos quizás unos quince minutos y nos detuvimos en un promontorio de grandes rocas, piedras azules regadas, esparcidas en un radio de unos quinientos metros en los alrededores. Glass estaba ansioso y me decía que ahora sí, la partimos, estas chavalas no andan con cuentos. Talvez Melania con vos pero a Karen la veo muy misteriosa, le dije y subí al promontorio de rocas. Desde el borde de una gran roca vi una laguna azul cubierta de árboles de pino, a una altura de unos diez metros desde las rocas que la protegían. Volví la mirada hacia Glass y vi llegar a Melania con Karen. Llevaban puestas sus batas de enfermeras, calzaban chinelas y ambas cargaban bolsos. Desde allí me saludaron y vi a Melania tomar de la mano a Glass, lo jaló hacia otro punto de la laguna mientras Karen se quedaba inerte, sin moverse del lugar. La llamé y subió el promontorio.

Mientras Melania y Glass se acomodaban en una de las piedras, al otro lado de donde me encontraba, Karen llegó a mi lado. Ahora siempre pienso en Karen, dos o tres veces al día, quizás más, talvez diez, siempre vuelve su recuerdo para estos días de semana santa. Al llegar a mi lado dijo, no tardé ni cinco minutos en subir, sí, eso dijo. Nos sentamos en una de las piedras y a su lado la laguna me pareció mucho más bella. Vi a Melania en el otro lado quitándose la bata de enfermera, a Glass quitándose la ropa, y tomados de la mano, se tiraron a la laguna. Karen sonreía, siempre sonreía, sus labios carnosos mostraban al hacerlo su blanquecina dentadura. ¿Cómo es tu vida en el hospital?, le pregunté. Ella no dejaba de mirar a Glass y a Melania que nadaban con sus cuerpos sincronizados en las aguas de la laguna azul.

Es triste, dijo.  Y no sé de donde diablos se me ocurrió decirle, que conmigo la tristeza había llegado a su final, que estaba allí para alegrarla, para hacerle el amor, que quería que fuera mía en ese paraíso norteño caribeño, en esas aguas azules rodeadas de pinos en abundancia. Karen se quedó pensativa, dos, tres, cinco segundos. Se levantó, se quitó la bata blanca, quedó desnuda ante mis ojos. ¡Madre santa, que mujer más hermosa!, me dije. Toda ella, su cuerpo caneloso, su cintura generosa, su vientre tenso, su sexo depilado, sus piernas acentuando su disposición, y su sonrisa, esa sonrisa blanca en esos labios carnosos que me invitaban a descubrir lo desconocido me dejaron ensimismado, mirándola, saboreándola, ella allí con el sol de la mañana a sus espaldas, el verdor de los pinos de fondo, exhorto, soñándola. Primero debes bañarte conmigo, dijo y me libró del ensueño.

Me tendió su mano y la sensación del misterio volvió a atraparme, me jaló y caminamos al borde de una roca. Sin dudarlo, estoy seguro que la laguna era su espacio de diversión preferido, dio un salto que duró toda la eternidad, uno, tres, cinco, siete segundos, hasta que su cuerpo color canela se sumergió en el manto azul de la laguna dejándome expectante de la explosión del agua en espera de verla resurgir con su sonrisa. Uno, tres, cinco, siete segundos, no lo sé, pero tardó más que un orgasmo en volver para invitarme, llamándome con esa misma sonrisa para que me precipitara en ese abismo a descubrir el secreto.

Y viéndola, sensual, con su cuerpo bañado de azul, sus piernas en movimiento esparciendo el agua, di un salto sin dejar de verla. Al contacto con el agua mi cuerpo se cubrió de las gélidas aguas. Al salir del azul profundo ella se me acercó como adivinando que necesitaba el calor de su cuerpo. Madre Santa, que agua más helada, alcancé a decir y mi cuerpo dejó de responder a los intentos de nadar. Ella se dio cuenta que estaba tiritando de frío y me abrazó, su cuerpo se acercó al mío, tocó mis brazos y mi espalda y descubrió que temblaba. Sentí que unas manos pegajosas que me jalaban desde el fondo de la laguna y entré en pánico, traté de gritar y no pude hacerlo. No recuerdo nada más, creo que me quedé en blanco.

La volví a ver en la orilla, junto a una piedra, rodeado por sus brazos, con una toalla cubriendo mi espalda y sus piernas enmarañadas con las mías. “Pensé que te ahogabas”, dijo. Me tomó nuevamente con sus manos de misterio, me ayudó a levantarme, subimos el promontorio, busqué con la mirada a Melania y a Glass pero no logré verlos. “Aquí, siéntate aquí, respira, respira profundo”, dijo.

Unos minutos después había salido del shock, pero el frío que sentía no había desaparecido. ¿Qué te pasó?, pregunto Karen. Primero sentí un frío terrible, me quedé como congelado y sentí que unas manos me jalaban desde lo profundo de la laguna, respondí. Pensé que se iba a reír, pero no, no lo hizo, más bien se quedó pensativa, sin hablar por uno, tres, cinco, siete segundos.

¿Me dices la verdad?, preguntó. Sí, sí, no te miento, respondí. Volvió a sonreír, sus manos buscaron las mías. Mírate los pies, dijo. Vi en pies, arriba de los tobillos, una marca azul. ¿Y esto?, ¿Qué es esto?, pregunté. Es la marca de la reina de la laguna, se enamoró de vos, le llaman Liwa Mairen, y te ha hecho un hechizo de amor, dijo. ¿Cómo?, ¿Y ahora que va a sucederme? Nada, no te preocupes, dijo y me dio un beso con sus labios carnosos y su cálida lengua. No logré contar los segundos que duró el beso, no sé cuántos fueron, me sentí dentro de la laguna, nadando, enmarañado con la Liwa Mairen, haciéndole el amor en círculos, escuchando sus quejidos como cantos de sirena, con mi sexo atrapado en éxtasis y teniendo uno, tres, cinco, siete orgasmos. Cuando Karen dejó de besarme, Melania y Glass estaban a nuestro lado y mi cuerpo volvió a responderme.

Nunca más volví a ver a Karen. Siempre recuerdo su sonrisa y el misterio que la cubría. No sé si está viva ni donde vive, pero siempre pienso en ella para los días de semana santa. Siempre vuelve a mí, vuelvo a vivir, a sentir, a disfrutar el beso que me dio y los siete orgasmos que tuve dentro de las aguas de la laguna de Bilwaskarma.

27/03/2018
Semana Santa
Nueva Guinea
RACCS.


viernes, 16 de marzo de 2018

EL CINE RENITH DE EL BLUFF



En los primeros años de la década de los años 70 se construyó el cine RENITH de El Bluff. Ubicado en la bajada de la capilla de la iglesia católica, en dirección al campo de béisbol, el edificio era un galerón de madera a dos aguas, forrado por láminas de zinc y orientado de Norte a Sur. Su parte frontal estaba dividida en dos áreas, una para la boletería y otra para venta de chiverías y, el área de acceso era un pasillo que conducía a luneta y palco.

En el palco los espectadores eran acogidos por bancas de madera con respaldar, mientras que las de luneta eran sencillas, bancas peladas. Detrás del palco quedaba la cabina de proyección y, entre el palco y luneta, un desnivel bien marcado separaba ambos espacios de tal forma que los chavalos más irredentos no pudieran escalarlo para pasarse al palco. De igual manera el precio de los boletos eran diferenciados. En el fondo, varias láminas de plywood pintadas en blanco hacían de pantalla, la casa de doña Marianita, la mamá del Cabe y el Flaco García, quedaba pegada a la pared sur del cine.

La construcción del cine se hizo mediante una empresa que conformó mi papá con Elías Jureidini. En esos años se me encomendaban varias tareas en función de ello. Una de las primeras fue la de escribir los carteles de las películas. En un pizarrón escribía con tiza la fecha y hora, el nombre de la película, los actores principales, si era a technicolor y cinemascope y/o en blanco y negro. Hacía tres carteles, uno se ubicaba en el corredor de la casa de doña Juana Angulo, propiamente frente a la subida de las gradas del cuartel de los guardias, otro en la casa de don José Sanles, al pie de la ventecita de la Machú y el otro en el frontis del cine. Era algo más o menos así:

CINE RENITH
Hoy, sábado 14 de Agosto
Gran Estreno a las 7:00 p.m.
CLEOPATRA
Con Elizabeth Taylor y Richard Burton
En technicolor y cinemascope
Entrada: Palco 5 córdobas y luneta 3.
¡No te la pierdas!

Todos los días había función menos los martes. Los lunes se pasaba la mejor película de la semana anterior. Los rollos de películas llegaban los martes desde Managua en el avión de La Nica.

Recuerdo que cuando preparaba el cartel en la casa de doña Juana Angulo, los trabajadores de la agencia aduanera de don Pedro Joaquín Bustamante, entre ellos Zoilo Carrasco, Jimmy Wilson y Pablo Alvarez, siempre estaban pendientes de las películas que se anunciaban, y al cometer un error ortográfico estaban listos para corregirme. “No jodas Catracho, se te olvidó ponerle el acento al sábado”, decía Zoilo y todos se carcajeaban. Hacían parte de la mañana conmigo, mientras sus inmensas máquinas de escribir con las que preparaban las pólizas de importación y exportación tenían unos minutos de silencio. Otro que estaba pendiente era Kalilita. “Ya sabes, por poner ese rótulo aquí, mi entrada es gratis”, decía.

Antes de comenzar la función, la gente se aglomeraba frente al cine, frente a la capilla de la iglesia católica y en la cancha donde jugábamos basquetbol y volibol. Para ambientar la espera del público se ponía música en un tocadiscos que inundaba los alrededores mediante un megáfono adaptado. La gente llegaba a pedir la música de su preferencia, para dedicársela a alguna chavala de la que estaban enamorados o porque simplemente estaba de moda. Cinco minutos antes de las siete de la noche sonaba la canción El Borriquito de Peret, “el borriquito es como tú, turururuu, que no sabe ni la u, yo sé más que tú”, que daba el aviso del inicio de la película y la gente comenzaba a inundar el cine.

Con mi hermano Tony nos turnábamos para recibir los boletos de entrada. Se preparaban con cartulinas de distintos colores firmadas para diferenciar las de palco y las de luneta, pero nuestros amigos, los broderes, los de la gallada, siempre entraban gratis: estiraban la mano sin nada en ella y recibíamos el boleto invisible. Otros en cambio comenzaron a falsificar las entradas. Enviaban a uno de su grupo a comprar boletos, cortaban con tijeras los pedazos del mismo tamaño y falsificaban la firma. Al contar los boletos y el valor de los ingresos se llegó a notar la diferencia, por ello desde entonces los boletos fueron firmados y sellados.

Los Blofeños se divertían en el cine. Sus películas preferidas eran las de cowboys, de terror, de guerra, de marcianos y amorosas. Y, por supuesto, las mexicanas eran las que más les gustaban. Muchos llegaban al cine a platicar, a verse, a pasar el rato, otros en el plan serio de ver la película, pero los más nefastos ponían chicles en las bancas, le tiraban cosas a la cabeza de los que estaban delante de ellos, razón por la cual se armaron varios pleitos a tal grado que se encendían las luces y se detenía la película para calmar los ánimos. Los mayorcitos iban al cine a cortejar a las chavalas; se sentaban a su lado, se acercaban escurridizos apenas se apagaban las luces, le tomaban la mano, le tocaban las piernas, la abrazaban y trataban de besarla. A una muchacha, no recuerdo su nombre, la apodaron “La Cómoda” porque Federico Chapop insistía en que se sentara a su lado y ella le respondió: “no, no, gracias, aquí estoy cómoda”.

Henry Pineda fue el operador de los dos proyectores de películas por muchos años. En ocasiones se cortaban las películas y cuando ocurría la gente pegaba gritos, silbaba y le daba golpes a las láminas de zinc formando un escándalo, mientras Pineda se esforzaba en arreglarla. Muchas veces se presentó con sus tragos entre pecho y espalda, todo hiposo, y mal pegaba la cinta, escamoteándose varias escenas. En otras, confundía los rollos y se perdía la secuencia de la película porque proyectaba el final por la mitad. Los alaridos de la gente no se hacían esperar y cuando se dormía lo despertaban por el escándalo que armaban. En los momentos culminantes de las películas, esos de mayor tensión, desde afuera del cine, desde la calle, varios desalmados tiraban enormes piedras contra las láminas de zinc o les daban garrotazos provocando, primero un susto colectivo y posteriormente grandes risotadas en los espectadores.

En varias ocasiones se organizaron veladas de boxeo en el cine. Chingorro vs. Zamba Larga, El Guerri vs. Mau Mau, y así entre varios que se habían enemistado y frente al público que pagaba la entrada, se agarraban a guantazos.

El cine fue un espacio de entretenimiento para los habitantes de El Bluff. Varios años después hice un viaje de vacaciones desde Managua donde me encontraba estudiando y encontré que el área de luneta del cine se había convertido en una fábrica de nasas, nasas de madera para la captura de langosta, y en el área de boletería y venta de chiverías funcionaba una carnicería.

No recuerdo por qué dejó de funcionar el cine RENITH. Quizás fue debido al costo del traslado de las películas o simplemente dejó de ser rentable, talvez fue porque las empresas distribuidoras de películas fueron desapareciendo por la influencia de la televisión, las películas en Betamax y en VHS.

Después del huracán Juana regresé al puerto. No encontré ni los cimientos del cine, solamente el recuerdo de la algarabía de la gente dentro del cine, sus gritos y alaridos cuando se cortaba la película. Eso fue lo que quedó del RENITH. ¿Qué por qué ese nombre de RENITH? Varias semanas antes de la inauguración se organizó un concurso que consistía en acertar el nombre del cine y el que lo hiciera tendría entrada gratis por un año. La gente participó con entusiasmo y se recibían sobres cerrados de la persona que participaba con el nombre del cine. Entre estos nombres figuraban Hollywood, El Bluff, Ofelia, Espectacular, Mágico, Estrella, pero solamente Lesbia Brenes, hija del coronel Brenes, atinó. Y resulta que RENITH es el acrónimo de los nombres Ronald, Elías, Norma, Indiana, Tony, Hill,

Ahora me detengo frente a la capilla de la iglesia católica, en la pequeña explanada de la escuela de El Bluff, y miro hacia el sitio donde estaba ubicado el cine RENITH, el cine de El Bluff. Escucho la canción de El Borriquito llamándome, un haz luminoso inunda la pantalla en technicolor y cinemascope, escucho los gritos de la gente y, como si la película se cortara, vuelvo a la realidad. El silencio se expande, la calle actual está vacía, la gente y los amigos de entonces se han ido para no volver. La misma realidad, la misma película de siempre, repetida en diferentes lugares donde la pobreza y la desesperanza se viven a diario.

Viernes, 8 de Marzo de 2018.


lunes, 5 de marzo de 2018

NUEVA GUINEA: FLUJO DE ESPERANZA




Nueva Guinea, abundancia de árboles, ríos y praderas,
suficiente para sustentar una familia,
comprobado por fundadores y miles deseosos de un pedazo de tierra.

Un lugar inicialmente habitado por nativos Ulwas
y huleros, que también confiaron en la madera y el agua,
un juego salvaje floreciente; huellas, cascos, pezuñas y alas.

Pradera, donde la hierba es capaz de crecer
más alta que el ser humano, sustentado por el calor,
el frío, la lluvia y la sequía, por raíces de hondura inimaginable.

Hoy, vidas y raíces se han alterado por siempre,
asentamientos, concentración de tierras, monocultivo y ganadería,
nos empujan a su vaivén hacia el Sur-Este, caminos hacia el litoral.

El prado del Caribe central fue arado,
sus suelos han producido en abundancia, fundaron
colonias, parcelas y fincas que sostienen miles de familias.

Aquí, en los senderos de las fincas, se toca a miles de familias,
cabezas de semillas, que respiran azul y verde, oyen la música
del insecto-hoja-pájaro, puente en el arroyo que fluye y nos conecta

Con el pasado, donde meditamos inmersos en el flujo de la esperanza,
por la adversidad, alegría y tristeza en estas parcelas que poseemos,
y de los que deambularon y fueron hechizados al pasar por ellas.

5 de marzo
58 aniversario  
Foto propia.



martes, 27 de febrero de 2018

LAS PRIMERAS FIESTAS DE NUEVA GUINEA



En los primeros años de la fundación de Nueva Guinea, todos los colonos hacían la fiesta el mero día del 5 de Marzo.

Desde Managua venía gente del gobierno a celebrar con los colonos, entre ellos: el doctor Rodolfo Mejía Ubilla, presidente del IAN (Instituto Agrario de Nicaragua); don Oscar Montes, subdirector del IAN; ingeniero Arpidio Tijerino, encargado de la carretera; ingeniero Padilla Cubas, supervisor; ingeniero Pompilio Baca, encargado de ganadería; ingeniero Saravia, encargado de cooperativismo y el doctor Arturo Parajón, presidente de la comunidad Bautista y médico del hospital Bautista.

Se hacían grandes comelonas ese día, los evangélicos iban a rendir cultos y los colonos católicos hacían fiestas de montaderas de toros, cada colono daba su toro y hacían las barreras de caña de bambú al igual que el palco. Para poder entrar al palco se pagaban 2 córdobas y el fondo que se reunía era para pagar a los chicheros, a los toreros y para comprar los galones de cususa. El resto de la barrera era bastante abierto para que miraran la montadera los que no podían pagar la entrada.

Se organizaba una junta directiva de fiesta. Ramiro Luna era el presidente de la fiesta; Pablo Urbina el presidente de los toros; Santiago Leiva era el encargado de los campistos; Emérito Arroliga y Felipe Arroliga eran los encargados de traer los toros y controlarlos dentro de la barrera. Carlos López se destacó como el mejor campisto y Julio Leiva como el mejor montado.

En ese tiempo nadie pagaba impuestos, todas las mujeres vendían con alegría sopa de gallina y nacatamales. No existía alcalde en esos primeros años, solamente un Consejo Agrario y un administrador quienes eran las máximas autoridades de la comunidad. Con la división política administrativa se nombran los alcaldes mediante los procesos electorales con lo que la cultura y tradición de la algarabía que antes se hacía se van perdiendo de forma paulatina; la actividad de las fiestas de aniversario de fundación se sigue celebrando el 5 de marzo pero se han vuelto mercantilistas, puros negocios y los colonos no son tomados en cuenta.

Fuente: Manuscritos de Víctor Ríos Obando, fundador de Nueva Guinea.

sábado, 24 de febrero de 2018

LA CHAMPA INCONCLUSA


La carretera de macadán hacia Nueva Guinea partía en dos la finca Mokorón que albergaba a cincuenta familias evacuadas desde las profundidades de la montaña y, donde antes predominaba el verdor de los pastos, el plástico negro sobresalía desde la distancia. Mi labor consistía en realizar una inspección de los asentamientos porque en los medios internacionales eran denunciados como campos de concentración.

A tempranas horas sostuve una reunión con el responsable del asentamiento. Me facilitó los nombres y apellidos de los evacuados, el nombre de sus comunidades de origen y los bienes que habían logrado salvar; unos tenían cerdos y gallinas, otros unas pocas vacas pero la mayoría llegó sin nada más que su propia vida. Luego hice el inventario de los alimentos y enseres domésticos que tenían para garantizarles alimentación así como sus requerimientos para tres meses y, al concluir, salí a constatar las condiciones en que se encontraban las familias.

Los hombres y las mujeres estaban atareados; armaban la estructura de las champas con madera rolliza, clavándola hasta formar dos triángulos unidos de sus ángulos superiores por largos troncos que enlazaban con otros de menor tamaño de sus lados laterales para cubrirlos con el plástico negro. En el recorrido encontré a un anciano sentado en un tronco frente a una champa inconclusa.

—¿De dónde viene?
—De El Delirio —respondió con una sonrisa.

Era su comarca, su lugar, su hogar y por sólo el hecho de nombrarlo su rostro se iluminó. Simplemente por eso.

—Estaba cuidando cerdos —explicó.
—¿Cerdos? —pregunté sin ponerle mucha atención porque la labor de los otros me atraía.
—Sí, los engordaba con yuca y guineos. Fui el último en salir de El Delirio.

Me fijé en su barba larga y cabello blanco, sus ojos eran azules como los de un norteño, sus cejas gruesas y plomizas, calzaba botas de guardia y vestía de jeans con camisa manga larga.

—¿Qué tipo de cerdos?
—De varios —dijo acariciándose la barba con su mano izquierda—. Tuve que dejarlos en la parcela.

Observaba a los hombres de los lados afanados en la construcción de las champas con ayuda de las mujeres. El responsable del asentamiento estaba a mi lado. Al fondo, en lo alto de un cerro, los milicianos hacían excavaciones para atrincherarse de día y noche en sus horas de posta.

—La contra nos anda merodeando —dijo el responsable cuando notó que los observaba.

Debía dormir esa noche en el asentamiento y partir al día siguiente hacia otro ubicado cerca de Nueva Guinea.

—¿Cuántos cerdos eran? —pregunté.
—Nueve, tres curros y seis chapiollos, de esos que son picudos y no se sabe qué sangre tienen —contestó mirando fijamente al responsable.
—¿Y tuvo que dejarlos en la parcela?
—Sí, por la artillería, por los cohetes que caían haciendo grandes huecos el teniente me dijo que no había tiempo, que debía apurarme para alcanzar el camión.

Los niños y las niñas corrían en los alrededores, jugaban y gritaban en ese mundo gris que los mantenía a salvo.

—¿Y no tiene familia? —le pregunté mientras observaba a cinco campesinos que arreaban varias vacas en dirección contraria al cerro donde estaban los milicianos.
—No —dijo —, a nadie, soy sólo, mi patrona ya falleció.
—¿Y qué bando le gusta?
—Ninguno, no me interesa la política, vea a lo que nos han llevado. He andado largos caminos, tengo setenta años y creo que ya no puedo seguir más.
—¿Y la champa?, ¿cuándo la termina?
—Ellos me van a ayudar cuando se desocupen —dijo señalando a los vecinos.

Me despedí del anciano y seguí recorriendo el asentamiento. Por la noche se realizó una reunión con los representantes de cada comunidad evacuada para conocer la problemática que enfrentaban. Dormí en una hamaca colgada en el corredor de la casa hacienda y a las tres de la mañana me despertó el sonido de las ráfagas de los fusiles que escuchaba en los alrededores, más allá del cerro.

Cuando aclaró el día me dijeron que no había bajas que lamentar, pero al recorrer el asentamiento constaté que el anciano de barba blanca y cabello largo había desaparecido con las dos familias que estaban ubicadas a los lados de su champa. “Se fue con la contra, lo vinieron a buscar”, dijo el responsable cuando pregunté por él.

Era un día soleado, el resplandor del sol sobre la copa de los árboles se filtraba a ambos lados de la carretera y, en el trayecto hacia “El Níspero”, no dejaba de pensar en la suerte del anciano y sus nueve cerdos.


jueves, 15 de febrero de 2018

HUMANOS DE NUEVA GUINEA: PAYÍN, EL ARADOR.


Crecí en el Valle El Edén de Ticuantepe, libre como las criaturas del campo, dice José Efraín Martínez Fonseca, conocido popularmente como Payín. Se encuentra a un lado de camino con su yunta de bueyes y he salido a su encuentro. Mi mamá se llamaba Soledad Fonseca, originaria de Ticuantepe. Embarazada viajó a San Rafael del Sur donde trabajaba mi papá, José Tomás Martínez Morales, y allí nací, agrega al preguntarle por sus orígenes.

Desde chavalo anduve de guiador con mi tío Eudijes Martínez, nunca fui a la escuela porque no me pusieron a estudiar. Viajaba a Managua guiando a los bueyes de una carreta que cargábamos con leña, repollos, guineos y tomates para venderlos en el mercado. En ese tiempo no se cultivaba piña en Ticuantepe y el gancho de camino de Santo Domingo era puro zanjones; pasábamos a la orilla de la iglesia y nos costaba coronar una subida de barrizales pero nos ayudábamos emparejando varias yuntas de bueyes.

¿Cómo se trasladó a vivir a Nueva Guinea?, pregunto al acariciarle la frente a uno de los bueyes.

Mire, yo trabajaba con Rodolfo Mejía Ubilla, el que era director del IAN (Instituto Agrario de Nicaragua), en su finca ubicada en Barrio Nuevo, cerca de Sabana Grande. Él era muy amigo de mi familia y cuando repartieron la Borgoña, le pedí un pedacito de tierra. Espérate, vamos a ver cómo hacemos, me dijo. Luego, con el paso del tiempo, se apareció y nos dijo que tenía un buen lugar para nosotros. Vine en 1965, con el segundo grupo, junto a mi mamá, un cuñado llamado Samuria, su mujer y tres chavalos, uno mío y dos de él. Mi mujer no me acompaño, se quedó allá.

Le ofrezco un refresco y le digo que me acompañe. Les da órdenes a los bueyes, se quedan inmóviles pero no deja las varas. Nos sentamos en el corredor, le sirvo jugo de guanábana y lo saborea sin prisa. A la orilla de un pilar ha acomodado las varas.

Hice carriles al lado de lo que don Miguel Torres llamada la Reserva, por todo ese lado —señala hacia el oeste y suroeste— hasta llegar a lo que hoy es la colonia Los Ángeles, fueron más de 20 parcelas de 50 hectáreas las que dejé encarriladas, responde luego de preguntarle sobre las primeras cosas que hizo al llegar y seguí preguntándole sobre el después.

Luego de cinco meses de trabajo duro me regresé a buscar al resto de la familia. Vendí mis bueyes y otras cositas que allá tenía pero no me quisieron acompañar, más bien me pidieron reales prestados, unos ocho mil pesos de esos tiempos, para pagármelos cuando se vinieran para acá. Yo andaba 70 pesos en el pantalón, se lo di a lavar a mi hermana pero se le olvidó dármelos. Hice viaje de regreso y una señora me pagó 7 pesos por un trabajo que le hice, con esos realitos me vine. El IAN estaba dando parcelas para ese tiempo. Me dio una de 50 hectáreas al lado de la Pedrera y, en la zona 3, me dieron un solar de una hectárea.

¿Qué hacía en la parcela?

Lo que podía. Sembraba maíz, frijoles, arroz, yuca y guineos. Con lo que vendía me compré una bestia, guarde unos realitos y me fui a buscar a mi mujer. Ya estando conmigo quedó embarazada y uno noche, acostados en la cama, le pasó por la barriga una terciopelo de esas que ya no crecían. Al pasarle la cola por los dedos gritó: ¡la culebra!, y me suspendí para matarla. Poco a poco le fue entrando cabanga por su mamá y eso, más el susto por la terciopelo, hicieron que se regresara.

Se quedó solitario en la montaña, dije.

Por poco tiempo, responde con una sonrisa en su rostro quemado por el sol. Dos veces la fui a buscar, le rogué y le rogué. La segunda vez mi tío me dijo que otro hombre andaba detrás de ella. En esa ocasión me lo dijo claro, no, no, ya no me voy con vos. Qué iba a hacer, me vine y me junté con la Jacinta. Tuvimos 6 hijos, 2 se murieron y me quedaron 4.

Soy un hombre de campo, desde chavalo trabajo con los bueyes, con ellos he sacado madera de la montaña, he desatorado vacas de los charcos y de los suampos, he acarreado leña y he arado los campos. Soy arador.

Cuando me di cuenta llegue a tener 3 yuntas de bueyes. Para entonces araba hasta 100 manzanas en un año, todas las tierras de los alrededores de Nueva Guinea, en San Juan, Jerusalén, El Silencio, la Guinea Vieja, Río Plata, El Verdun, Yolaina, Los Ángeles y hasta en La Gallina. Mire cómo han cambiado las cosas de entonces para acá, este año solamente he arado 8 manzanas porque solo quieren preparar las tierras con tractor. Así es la situación aunque mi trabajo sea más barato. Por una manzana para sembrar frijoles cobro 1200 córdobas, 600 para sembrar yuca y ahorita vengo de rayar media manzana donde me gané 300.

Vivo con la Francisca al lado del Estadio. Acarreo leña para la casa, ya no le vendo al pueblo. El gato, un chavalo que es mi entenado, me ayuda con lo que necesito para poder vivir porque mis hijos, los hijos que me tuvo la Jacinta, me quitaron la parcela y no me dejan poner un pie en mis tierras.

¿Qué edad tiene don Payín?

Voy a ajustar los 85 años según la cédula de identidad, pero mi mamá dice que me asentaron cuando tenía 7 años.

Se ve entero, con mucha energía, le digo. Ya quisiera llegar a su edad, agrego y me observa con mucho cuidado. 

Eso mismo me dicen todos cuando preguntan por mi edad. Así como me ve me la juego siempre, no dejo de trabajar con mis bueyes para tener frijolitos en la casa.

Nos despedimos, tomó las varas, y se dirigió a los bueyes que seguían en la misma posición que quedaron al lado del camino. Les dio instrucciones y comenzaron a moverse al ritmo que él les indica.  Allá va un hombre octogenario, quemado por el sol en el campo que labra, un luchador de toda la vida que resiente la modernización de las labores con maquinaria agrícola que usan en la preparación de las tierras en la próspera Nueva Guinea de estos tiempos y que sustituyen el oficio del arador de la misma forma en que sus hijos lo han desplazado de su parcela, pensé al verlo alejarse con su yunta de bueyes.



15/02/18


jueves, 8 de febrero de 2018

HUMANOS DE NUEVA GUINEA: Jacoba, la leñadora.


Cuando la vi en la distancia, desde el taller de Julio Villachica, pensé que era un chavalo. Llevaba puesta una camisa, pantalón azulón, botas de hule y una gorra. Su figura finita, delgadita, como las astillas que desprende de los troncos al dejar caer el hacha, ¡tac!, ¡tac!, con todas sus fuerzas, las musculares y las que se le desgarran del corazón, cambió cuando me acerque a hablarle.

“Hola, cómo se llama”, pregunté.

Se detuvo, posó sus manos sobre el mango del hacha, un ligero descanso, aire para sus cansados pulmones y respondió con una voz fuerte, ronca y profunda como la labor que realiza: ¡Jacoba!

Es leñadora, así se gana la vida, rajando troncos con un hacha. La tarea que saca al día son cuatrocientas rajas, desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde sin importarle la lluvia ni el sol. La paga que recibe son cien córdobas, “para el arroz y los frijoles”, dijo con orgullo sin parpadear, “pero cuando son troncos de guayaba o de acacia amarilla, como estos, me va mal, sólo saco media tarea”, expresó con cierto desconsuelo y siguió en su labor.

“Es Jacoba, la leñadora”, dijo Julio cuando se lo comenté. “Se la gana a cualquiera de esos que se las dan de huevones, que no les gusta trabajar y que viven de sus padres o de aquellos que prefieren andar de sapos y viviendo como parásitos de los partidos políticos”, agregó.

8/2/18



jueves, 1 de febrero de 2018

HUMANOS DE NUEVA GUINEA: Recolectora de leña


Una vaca se metió al patio del frente de la casa y corrí a arrearla hacia el camino. “Esas vacas lo tienen entretenido”, dijo, sonriendo, una señora que pasaba en ese instante cargando leña sobre su cabeza.
Señora, ¿de dónde viene?
De allá —respondió—, señalado en dirección al camino que conduce hacia Los Ángeles.
Se llama María Eufemia Rivas Romero y tiene 78 años de edad. Todas las semanas recorre el camino en busca de leña. “Siempre busco unos trocitos para la casa”, dijo siempre sonriente y me quedé viendo los trocitos que son realmente unos trozos gruesos, pesados. Ni doscientas varas los puedo cargar, pensé al verlos.
Doña María Eufemia vive en la zona 6 del casco urbano. “Soy una mujer sola, desde hace cinco años una moto mató a mi marido y desde entonces tengo que arreglármelas sola para salir adelante”.
Al igual que ella siempre veo pasar a muchas mujeres cargando leña que recolectan en el camino, pero ninguna tan mayor, de tan avanzada edad, y sin otra persona que le ayude.
“Salúdeme a su esposa, siempre que paso platico con ella, somos amigas”, dijo y siguió caminando.
Así como Doña María Eufemia, en el campo hay miles de mujeres de avanzada edad que son solas y deben sobrevivir con miles de limitaciones sin tener ayuda alguna. Allí, con la leña, sobre sus hombros, va la gran deuda social que aún, y por muchos años más, esas miles de mujeres seguirán cargando, pensé al verla alejarse.

martes, 30 de enero de 2018

LA LEISHMANIASIS EN NUEVA GUINEA


En el trayecto conversaba con la doctora de Médicos del Mundo, Viñet Roses, sobre las dificultades que enfrentaban para controlar el brote de “lepra de montaña”. Meses antes no me hubiera embarcado en esa pesadilla, pero testimonios desesperados de los campesinos, hombres, mujeres y niños, provocaron la reacción de diferentes iglesias denunciando y planteando la urgente necesidad de que el gobierno local y el Ministerio de Salud actuaran para aliviar el sufrimiento de las familias asentadas en las profundidades de la montaña. Luego de participar en una reunión con ellos, surgió el proyecto de emergencia “control de brote de Leishmaniasis” que planeaba lograrlo en seis meses.

Al llegar a Puerto Príncipe nos dirigimos al antiguo puesto de salud, custodiado a su alrededor por troncos de madera caídos y conversamos con el joven médico en servicio social. “Viven lejos, hasta diez horas de viaje en lomo de bestia”, dijo preocupado. La consecución de la meta trazada no avanzaba, el tiempo establecido caducaba. En eso estábamos cuando comenzaron a aparecer las primeras familias para recibir la inyección de glucantime que el proyecto facilitaba, importándola desde Francia.
           
Uno a uno entraban los pacientes a la casita de madera; me acerqué a una señora mayor que esperaba su turno sentada en uno de los troncos. “¿Cuántas ronchas tiene?”, pregunté. “¡Ay, hijo!”, respondió, “¡ya perdí la cuenta!, ¿quiere verlas?”. Se arremangó la camisa y dijo “¿cuéntelas?” Cinco ulceras cutáneas rosáceas entre la mano, el antebrazo y el brazo izquierdo, tres en el derecho y dos en el rostro. Se volteó y mostró la espalda: una, dos, cinco, ocho ronchas como cráteres. “También tengo en el vientre”, dijo. Cuatro más. “Arriba no le muestro, mucho menos más abajo, pero cuente la de las piernas”, expresó levantando la falda sobre sus rodillas. A medida que las contaba imaginé mi piel con llagas en erupción, devorándome, sufriendo sin poder acomodarme en la cama, mientras su mirada palidecía tras cada número que anunciaba. Cuarenta ronchas en total. “No, no me tome fotos”, expresó y entró a recibir la dolorosa inyección intramuscular de las veinte que le hacían falta para completar el tratamiento.
           
Líderes comunitarios y promotores de salud habían realizado el diagnóstico de personas afectadas en más de sesenta comunidades ubicadas al sureste de Nueva Guinea, pertenecientes a Bluefields y Rio San Juan. El proyecto garantizaba el glucantime, capacitación, complemento de viáticos al personal del MINSA que entraba en brigadas a las comunidades a tomar muestras de los afectados mediante frotis en las lesiones para ser remitidas al Centro Nacional de Dermatología, ubicado en Managua, y confirmar la enfermedad en el laboratorio. Los resultados, en su mayoría, eran “falsos positivos” por el tiempo promedio existente entre la toma de la muestra en la montaña y la llegada al laboratorio que oscilaba entre quince y treinta días. “Mírenlas, es lepra de montaña”, decían los afectados cuando el resultado era negativo. Decepcionados regresaban a sus comunidades, tratándose con hierbas, kerosene y hasta ácido de batería.
           
Las reuniones de coordinación con el MINSA se volvieron infructuosas y pesadas por el rígido protocolo establecido para el diagnóstico y tratamiento de la enfermedad. Estábamos empantanados y la gente presionaba. Con la Asociación de Promotores de Salud y Parteras de Nueva Guinea (APROSAPANG) discutíamos, analizábamos la problemática y surgió una nueva propuesta: era preciso dotar a las brigadas de salud con los equipos de laboratorio necesarios y una planta eléctrica para que, con el apoyo de los promotores de salud y líderes comunitarios, diagnosticaran la enfermedad. De igual manera, capacitar a los promotores de salud en la aplicación del tratamiento. Inicialmente, las autoridades de salud se mostraron reacias, acostumbradas a la detección pasiva de afectados en un esquema cerrado: el paciente acude al centro de salud, le toman la muestra, diagnostican y debe regresar a ser tratado si resulta positivo con una inyección diaria en un periodo de veinte a treinta días. En la montaña todo es diferente; debíamos actuar con rapidez y de manera coordinada.
           
Convencidos de que era la única manera de controlar el brote, finalmente el MINSA aprobó la propuesta. Comenzaron a llegar a la oficina del proyecto cajas llenas con miles de ampolletas de glucantime vacías. De los más de dos mil casos identificados por los propios campesinos, mil ochocientos resultaron positivos y, de ellos, más del noventa por ciento se curaron, un año después de contarle las ronchas a la señora. En APROSAPANG todavía guardan con orgullo las ampolletas vacías.

jueves, 25 de enero de 2018

CHOCOLATES CON AMOR


Estoy sentado en una banca de madera en el parque de la Zona 5 de Nueva Guinea. Es un día de feria, fresco. De frente hay un monumento sin placa: la figura de una mujer que carga en sus brazos a un niño, ocupa el centro de la pequeña plazoleta. En los alrededores corren niños y niñas, entre ellos mi nieto, Ronald Tadashi. Más allá, a mi izquierda, un pequeño edificio con cinco tramos sin paredes poco a poco recibe personas que se van aglomerando. En el centro del parque hay un galerón colorido, recién construido; desde allí suena la música que ameniza la actividad.

"Vamos a los chocolates", una niña le dice a un niño y corren detrás de otros chavalos. Quince años atrás este mismo parque era sombrío: con pocas bancas, pocos árboles, un andén incompleto, la grama descuidada, montosa, mucha basura y poca seguridad. Pienso en los chocolates y camino hacia allí.

En uno de los tramos hay una mesa cubierta por un mantel blanco donde se exhiben chocolates en cajas de color rojo y café, otros en bolsitas de plástico. Los hay también en forma de corazones, redondos y similares a una concha de mar. Me apetece degustarlos.

Pregunto por los sabores y una chavala se acerca. Dice que hay de varios: chocolate con café, chocolate amargo, chocolate con pasas, chocolate con maní; muestra cada uno de ellos. Todos son bombones de chocolate. Noto sus camanances, dos lunares en sus mejillas y el cabello peinado en una hermosa trenza que cae sobre su hombro izquierdo.

"Nosotros los hacemos", dice un muchacho que se arrima a la chavala. Ella se muestra entusiasmada y sigue sonriendo. Noto que sus ojos color café brillan un poco más. Él toma una bolsita y ella una cajita roja que tiene una etiqueta con el nombre: "Chocolates Nicarao".

Debido a que es la hora del café de la tarde, pido chocolate con café. Me gusta y les digo que me cuenten cómo es que se les ha ocurrido la idea para emprender el negocio de los chocolates.

Ella se llama Heymili Dávila y él Bryan Torrez. Se conocieron cuando cursaban el cuarto año de Secundaria. Durante el año 2015, en quinto año y como parte de la clase de orientación técnica y vocacional, presentaron un proyecto con el nombre "Chocolates GARBIJ". El objetivo consistía en hacer uso de un recurso local producido por los campesinos (el cacao), darle valor agregado y promover el consumo de chocolate. Obtuvieron el primer lugar en un concurso a nivel local y se dieron cuenta que una organización llamada "Red Local" estaba seleccionado proyectos de jóvenes emprendedores para apoyarlos. Llenaron los formatos que les pedían y en Managua participaron en un concurso donde obtuvieron el segundo lugar de nueve proyectos seleccionados.

A partir de ese momento comenzaron a ser apoyados para obtener su registro de marca y permisos sanitarios. Elaboran un plan de negocios; optan por llamarle a sus productos Chocolate Nicarao. La Red Local les dio una donación monetaria con la que adquirieron dos molinos, moldes de policarbonato, una cocina para tostar y materia prima (cacao, azúcar y vainilla). 

Actualmente han constituido su propia empresa con el nombre AMERICACAO, S.C.; cada uno posee el 50% de las acciones y, como tal, tienen los permisos legales para funcionar. Pregunto cómo es que han logrado darle el sabor a sus productos, ella dice que mediante prueba y error, que no quieren copiar recetas, que buscan siempre el toque propio, original.

"Ustedes están enamorados", les digo y se cruzan una mirada de cómplices, como contestando con ella sin hablar; se les nota la felicidad en el rostro. Amor con chocolate o chocolate con amor, no importa cómo es ese amor. Y cómo no van a estarlo, me digo, si el chocolate contiene feniletilamina, una sustancia que mima la oxitocina, una hormona que se libera en grandes cantidades cuando estamos enamorados. Además produce buen humor, genera sentimientos afectivos y reduce las emociones depresivas. Pero ¡ojo!, no es cualquier chocolate el que da esa dicha: el de color blanco no lo hace, así que consumí el chocolate oscuro y natural como el que ellos ofrecen para alcanzar esa misma dicha que se les nota.

Afuera, en la plazoleta, están organizando una competencia de baile entre los niños y niñas que han acudido a la feria.

"Y los planes a futuro, ¿cuáles son?", pregunto.

Él dice que requieren apoyo para adquirir una tostadora, una trilladora, una refinadora, moldes, y asesoría en procesamiento y calidad del producto.

"Así que 50 y 50 por ciento, ¿cómo solucionan los problemas, las diferencias?", sigo preguntando.

Ella dice que siempre trata de ver el lado positivo de las cosas. Él está pendiente de lo que ella dice. "Trato de que nos pongamos de acuerdo, siempre dialogamos hasta lograrlo. Hemos tenido diferencias pero las hemos superado", agrega y vuelven a cruzar esa mirada que les brilla. 

Los espectadores gritan: la competencia ha comenzado. Ronald Tadashi está bailando y hace unos movimientos de cintura exóticos. Me despido de los enamorados y me dirijo a ver el baile de mi nieto.

Ronald Hill A.
25/01/18

lunes, 22 de enero de 2018

HUMANOS DE NUEVA GUINEA


Desde hace varios años comencé a tomar fotografías de diferentes personas de Nueva Guinea en sus labores de trabajo. Luego, con el paso de los meses, les hacía una entrevista para agregar pequeñas citas e historia sobre sus vidas al pie de las fotos que comparto en las redes sociales con la etiqueta o hashtag #humanosdenuevaguinea.
    
Son personas sencillas, de a pie y trabajadoras que se ganan la vida en diferentes actividades, desde la mujer que recoge la basura que otros —los inhumanos— tiran en la calle, en el parque, alrededor de los depósitos para ello; el campesino que traslada las pichingas de leche desde la finca para que los niños y niñas la disfruten directamente en un vaso o en sus bebidas y comidas preferidas; la mujer que desde las cuatro de la mañana, con o sin lluvia, cubierta por la neblina que cubre la ciudad, enciende el fuego del fogón a la orilla de la calle para comenzar a palmear la masa de maíz y preparar las tortillas que vende para suplir a sus vecinos y el barrio; el carnicero que se acuesta a las siete de la noche para despertar en la madrugada y dirigirse al rastro donde inspecciona la labor del matarife, el estado de las reses y posteriormente vende la carne que nutre al pueblo en su puesto de venta ubicado en el mercado; el hombre que empuja su carretón y riega las calles con su sudor al trasladar la carga que muchos necesitan en su domicilio y no tienen los recursos necesarios para pagar la camioneta de acarreo; la mujer que desde antes de amanecer acompaña a su marido en las labores de destace de cerdos, enciende el fuego para hervir agua, hace el frito y vende la carne y los chicharrones; el hombre que en su carreta jalada por una yunta de bueyes traslada la leña que aún sigue siendo la principal fuente de combustible para preparar los alimentos en la ciudad; la mujer que dedica largas horas de trabajo haciendo la masa y garantizando los ingredientes necesarios para los nacatamales que vende los fines de semana; el campesino que cabalga largas horas desde su finca hasta el puerto de montaña con sus mulas cargadas de productos para que la ciudad no perezca de alimentos; el anciano que frente al monumento de Nueva Guinea limpia y deja relucientes las botas de vaqueros que calzan los campesinos cuando bajan desde las colonias y comarcas a la ciudad vestidos como para una fiesta; la mujer que despierta a las tres de la mañana, revuelve el maíz con trozos de queso, carga su carretón, se dirige al molino del mercado y a las cuatro y media está de regreso en la cocina de su casa preparando la masa con crema y margarina para enrollar las rosquillas, hacer las viejitas y empanadas que han dado fama a Nueva Guinea.

Todos, ellas y ellos, son personas que se ganan el sustento de su familia con el trabajo honrado y extenuante que muchas veces no se valora, volviéndolos invisibles en las calles de una Nueva Guinea pujante de negocios que cada vez más la caracterizan como una ciudad dependiente de la actividad comercial.

Personas humildes, sin títulos ostentados en paredes, pero son los que con su esfuerzo mantienen viva la ciudad. Son los humanos de Nueva Guinea, con su propia historia, sueños, problemas y esperanzas por lograr una vida mejor.

Desde este espacio, Sueños del Caribe, comenzaré a escribir sobre los humanos de Nueva Guinea para que sean reconocidos y visibles en una sociedad que se comporta cada vez más inhumanamente.

Ronald Hill A.
Lunes, 22 de enero de 2018
Nueva Guinea
RACCS

   

miércoles, 17 de enero de 2018

LA HONRADEZ EN UNA LIBRERÍA DE NUEVA GUINEA

La fotocopia del carnet de jubilado, extendido por el Instituto Nicaragüense de Seguro Social (INSS), que me solicitaron en Oficina de Catastro Municipal, la obtuve gracias a una amiga que labora en la alcaldía de Nueva Guinea. Caminaba en dirección a la Oficina de Administración Tributaria en busca de una fotocopiadora.

—Y ese milagro que usted anda por aquí. Me alegra verlo.

Dijo al verme frente al edifico de dos plantas. Después de varios meses de no encontrarnos la noté más delgada, esbelta, reluciente y amena. Se lo dije y sonrió. Le expliqué las gestiones que hacía. Sin pensarlo dijo que la acompañara y me condujo hacia una oficina donde hizo una copia del carnet. Le di las gracias y regresé a la oficina de catastro. En el trayecto pensaba en la cortesía, en el buen trato y en la educación que debe prevalecer hacia los ciudadanos que hacemos gestiones en las instituciones por parte de los funcionarios. Sí todos te atendieran de esa manera, la situación sería diferente, me dije.

En catastro requerían mi carnet de jubilado para proceder a efectuar los cálculos del valor del Impuesto de Bienes Inmuebles correspondiente a mi vivienda y tener soporte para ello. Una vez efectuados los cálculos me entregaron la notificación con una nota al pie de página que indicaba “cobrar como pensionado”.

Con la nota en la notificación me dirigí a la oficina de tributación. Me encontraba entusiasmado por la exoneración de ley para los jubilados ya que todos los años, desde que construí la vivienda, he pagado puntualmente dicho impuesto, sin recibir cobros por multas.

—Tiene que darnos una copia de la constancia de jubilado.

Dijo el responsable de recaudación y amablemente me llevó a una ventanilla que en un papel pegado al vidrio indicaba que se atendía únicamente a discapacitados, mujeres embarazadas y personas de la tercera edad.  Sentadas en sillas de plástico pegadas a la pared del recinto, varias personas, unas veinte entre hombres y mujeres, esperaban su turno para ser atendidos en base a un número grabado en un papelito que como un tesoro sostenían en sus manos con otros documentos. En la pared, una pantalla de unas 50 pulgadas, pasaba imágenes sin sonido de las diferentes obras realizadas y esquemas sobre qué son los impuestos y para que se utilizan, una sesión de capacitación mientras se espera el turno para pagar los impuestos.

Dio instrucciones a una muchacha para que procediera conforme a ley. “Solamente va a pagar 20 córdobas, ese es el valor del formato”, dijo. “Está será siempre su ventanilla”, agregó al estrecharme la mano y retirarse.

—Por favor deme la copia de la constancia del INSS.

Dijo la muchacha y me di cuenta que no tenía copia. Aquí siempre he sacado copias, le dije y contestó que ya no existe ese servicio. Tiene que ir a una de las librerías que están allá afuera, señaló con su mano en dirección hacia la calle. Se dio cuenta que no fue de mi agrado, reconoció la expresión del rostro. No se preocupe, voy a ir llenado el formato para no atrasarlo, agregó sonriendo.

Salí de la oficina en dirección a la librería que está ubicada de la alcaldía una cuadra al norte, en el edificio de la UNAG. Al entrar sentí el calor del sol de la tarde brillando en los estantes de vidrio que muestran diferentes útiles escolares y artículos de oficina. Di las buenas tardes y le solicité a la chavala que atiende que hiciera dos copias de la constancia. Una impresora emitía un zumbido apresurado al lado de dos computadoras laboriosas. Noté en el la pared del fondo reglas de diversas dimensiones colgadas, cartulinas de colores y pistolas que se usan para derretir silicón. En un rincón varios libros sobre leyes se mostraban en un estante.

—Son seis córdobas.

Dijo la chavala. Saqué un billete de diez córdobas de la billetera y pague las copias. Salí nuevamente hacia la oficina de tributación y al llegar tuve que esperar porque atendían a otro contribuyente.

—Listo, son veinte córdobas. Aquí tiene su recibo y la declaración de bienes inmuebles.

Dijo la muchacha detrás de la ventanilla.

Me levanté de la silla para sacar la billetera del bolsillo. No la encontré. Busqué en los alrededores pensando que se había caído de la bolsa y no estaba. Demonios, pensé, se me cayó en la calle, la dejé en la librería, y salí de prisa a buscarla.

Corrí hasta la librería y pensaba en qué debía hacer en caso de no encontrarla. No andaba mucho dinero, unos doscientos córdobas, sesenta dólares, tarjetas de crédito y de débito, la cedula de identidad, el carnet de pensionado y el de portación de arma. ¿Qué debía hacer?, ir a reportar la pérdida de esos documentos a cada una de las instancias que los emitieron a mi nombre me llevaría varios días en gestiones.

—Aquí está su billetera, la dejó encima del mostrador.

Dijo la chavala que me atendió al sacar las fotocopias y me la entregó. Abrí la billetera y la revisé. Todo su contenido estaba en ella. Le di las gracias y regresé a la oficina de tributación.

Al verme la muchacha de tributación que me esperaba para que cancelara los veinte córdobas me preguntó si había encontrado la billetera. Si, le dije, la chavala de la librería la tenía guardada. Le entregué los veinte córdobas y me dio los documentos.

—Hoy es su día de suerte.

Agregó y salí de la oficina. Pensaba en la suerte que había tenido y me encaminé hacia la librería. Le volví a dar las gracias a la chavala. Se llama Leydi Ortega Mendoza y no dejaba que le tomara una fotografía. Le dije que era para escribir sobre la honradez que todavía existe en Nueva Guinea y al fin accedió a que lo hiciera.

La honradez es una cualidad que deriva del sentido del honor y que se funda en el respeto a sí mismo y a los demás. Lleva a las personas a actuar con rectitud, a no robar, ni engañar y a cumplir sus compromisos. Por ello las personas honradas son dignas de respeto, confianza y credibilidad. Educar a los hijos o alumnos en la honradez implica el desarrollo de una conciencia que les conduzca a apreciar y elegir todo aquello que representa la verdad, la integridad y el respeto por los demás. Quien es honrado se muestra como una persona recta y justa, que se guía por aquello considerado como correcto y adecuado a nivel social.

Por ello Cicerón (106 AC – 43 AC), escritor, orador y político romano, dijo que “la honradez es siempre digna de elogio, aun cuando no reporte utilidad, ni recompensa, ni provecho”.

16 de Enero de 2018
Nueva Guinea, RACCS