martes, 30 de enero de 2018

LA LEISHMANIASIS EN NUEVA GUINEA


En el trayecto conversaba con la doctora de Médicos del Mundo, Viñet Roses, sobre las dificultades que enfrentaban para controlar el brote de “lepra de montaña”. Meses antes no me hubiera embarcado en esa pesadilla, pero testimonios desesperados de los campesinos, hombres, mujeres y niños, provocaron la reacción de diferentes iglesias denunciando y planteando la urgente necesidad de que el gobierno local y el Ministerio de Salud actuaran para aliviar el sufrimiento de las familias asentadas en las profundidades de la montaña. Luego de participar en una reunión con ellos, surgió el proyecto de emergencia “control de brote de Leishmaniasis” que planeaba lograrlo en seis meses.

Al llegar a Puerto Príncipe nos dirigimos al antiguo puesto de salud, custodiado a su alrededor por troncos de madera caídos y conversamos con el joven médico en servicio social. “Viven lejos, hasta diez horas de viaje en lomo de bestia”, dijo preocupado. La consecución de la meta trazada no avanzaba, el tiempo establecido caducaba. En eso estábamos cuando comenzaron a aparecer las primeras familias para recibir la inyección de glucantime que el proyecto facilitaba, importándola desde Francia.
           
Uno a uno entraban los pacientes a la casita de madera; me acerqué a una señora mayor que esperaba su turno sentada en uno de los troncos. “¿Cuántas ronchas tiene?”, pregunté. “¡Ay, hijo!”, respondió, “¡ya perdí la cuenta!, ¿quiere verlas?”. Se arremangó la camisa y dijo “¿cuéntelas?” Cinco ulceras cutáneas rosáceas entre la mano, el antebrazo y el brazo izquierdo, tres en el derecho y dos en el rostro. Se volteó y mostró la espalda: una, dos, cinco, ocho ronchas como cráteres. “También tengo en el vientre”, dijo. Cuatro más. “Arriba no le muestro, mucho menos más abajo, pero cuente la de las piernas”, expresó levantando la falda sobre sus rodillas. A medida que las contaba imaginé mi piel con llagas en erupción, devorándome, sufriendo sin poder acomodarme en la cama, mientras su mirada palidecía tras cada número que anunciaba. Cuarenta ronchas en total. “No, no me tome fotos”, expresó y entró a recibir la dolorosa inyección intramuscular de las veinte que le hacían falta para completar el tratamiento.
           
Líderes comunitarios y promotores de salud habían realizado el diagnóstico de personas afectadas en más de sesenta comunidades ubicadas al sureste de Nueva Guinea, pertenecientes a Bluefields y Rio San Juan. El proyecto garantizaba el glucantime, capacitación, complemento de viáticos al personal del MINSA que entraba en brigadas a las comunidades a tomar muestras de los afectados mediante frotis en las lesiones para ser remitidas al Centro Nacional de Dermatología, ubicado en Managua, y confirmar la enfermedad en el laboratorio. Los resultados, en su mayoría, eran “falsos positivos” por el tiempo promedio existente entre la toma de la muestra en la montaña y la llegada al laboratorio que oscilaba entre quince y treinta días. “Mírenlas, es lepra de montaña”, decían los afectados cuando el resultado era negativo. Decepcionados regresaban a sus comunidades, tratándose con hierbas, kerosene y hasta ácido de batería.
           
Las reuniones de coordinación con el MINSA se volvieron infructuosas y pesadas por el rígido protocolo establecido para el diagnóstico y tratamiento de la enfermedad. Estábamos empantanados y la gente presionaba. Con la Asociación de Promotores de Salud y Parteras de Nueva Guinea (APROSAPANG) discutíamos, analizábamos la problemática y surgió una nueva propuesta: era preciso dotar a las brigadas de salud con los equipos de laboratorio necesarios y una planta eléctrica para que, con el apoyo de los promotores de salud y líderes comunitarios, diagnosticaran la enfermedad. De igual manera, capacitar a los promotores de salud en la aplicación del tratamiento. Inicialmente, las autoridades de salud se mostraron reacias, acostumbradas a la detección pasiva de afectados en un esquema cerrado: el paciente acude al centro de salud, le toman la muestra, diagnostican y debe regresar a ser tratado si resulta positivo con una inyección diaria en un periodo de veinte a treinta días. En la montaña todo es diferente; debíamos actuar con rapidez y de manera coordinada.
           
Convencidos de que era la única manera de controlar el brote, finalmente el MINSA aprobó la propuesta. Comenzaron a llegar a la oficina del proyecto cajas llenas con miles de ampolletas de glucantime vacías. De los más de dos mil casos identificados por los propios campesinos, mil ochocientos resultaron positivos y, de ellos, más del noventa por ciento se curaron, un año después de contarle las ronchas a la señora. En APROSAPANG todavía guardan con orgullo las ampolletas vacías.