lunes, 30 de diciembre de 2019

UN MOTETE DE ROPA SUCIA



El hombre se mecía placenteramente en el swing que colgaba en el corredor. Tomaba su taza de café bien cargado como todos los días después de retirarse y disfrutar de sus años pasivos. Una brisa placentera le daba en el rostro y los árboles de mango lo protegían del sol que se colaba entre el techo y el alero del corredor de la casa de madera pintada de verde y amarillo.

Miraba de frente hacia las gradas de la escalera que daba acceso al corredor, hacia la grama recién podada y, más allá de la puerta del cerco, a la gente que circulaba por la calle. Desde allí, el hombre gritó mi nombre  y con sus manos hizo señas para que me aproximara.

Lo vi tal como he dicho y entré a su propiedad; un rótulo adherido en la pared de la casa prevenía con cierto sentido de humor a los que se atrevían a traspasarla: “Tenga cuidado, el perro muerde pero el dueño mata”. Abajo, en el piso del tambo, una mujer corpulenta lavaba ropa y se escuchaba su esfuerzo materializado en las costillas de la batea que apoyaba con su abdomen en una enorme tina. El hombre me ofreció una mecedora y me acomodé placenteramente a escucharlo.

He estado pensando, dijo y se quedó callado por unos segundos, en el esfuerzo que esa mujer hace para lavar la ropa, agregó señalando con sus dedos hacia abajo. Alrededor de 1850, las labores de lavandería se menospreciaban hasta tal punto que en las casas grandes se castigaba a los criados con lavar la ropa. Era un trabajo agotador. En muchas casas se lavaba a la semana entre seiscientas a setecientas prendas, toallas y sábanas.

En esa época no había detergente y la ropa tenía que dejarse en remojo en agua jabonosa durante horas, después aporrearse y fregarse con energía, hervirse durante una hora o más, aclararse repetidamente, escurrirse a mano o con la ayuda de un rodillo y sacarse a tender sobre un cerco de palo o varas entretejidas o extenderse sobre la grama para secarla. Y uno de los delitos más comunes en el campo era el robo de la ropa puesta a secar, por lo que siempre tenía que haber alguien vigilando la ropa hasta que se secaba.

El día que se lavaba la ropa tocaba levantarse a las tres de la mañana. En muchas casas que tenían una única criada, se hacía necesario contratar a una lavandera externa para ese día. En otras casas mandaban la ropa a lavarse afuera pero con miedo de que la ropa regresara infestada con alguna terrible enfermedad y tenían mucha incertidumbre debido a que no sabían con la ropa de quién la lavaban.

Ahora, continuó contando, son pocos los que dan a lavar la ropa como nosotros porque en casi todas las casas tienen una lavadora y una secadora de ropa. Pero conozco a una mujer de un amigo que vive por aquí cerca que acumula y acumula grandes cantidades de ropa en toda la casa. Lo descubrí una tarde que fui a visitarlo sin anunciarme y me llevé una de las mayores sorpresas de mi vida.

Desde que puse mis pies en la escalera de unos veinte peldaños inhalé un aroma entre húmedo y rancio, y a medida que subía, una picazón cada vez más intensa afectaba mis fosas nasales a tal grado que estornudé varias veces con el mayor disimulo posible. Al culminar, vi a ambos lados del corredor ropa regada a mi izquierda y a mi derecha: calcetines, pantalones cortos y camisas. Allí, frente a la puerta principal, dudé en continuar avanzando, pero un rumor que provenía desde adentro me motivó a seguir.

Di varios golpes en la puerta pero no tuve respuesta, así que la empujé y noté que la cerradura no estaba puesta. Abrí y entré a la sala en silencio. Sobre el sofá, los sillones y la mesita de sala había ropa tirada: sábanas y toallas, manteles, mosquiteros, calzones, calzoncillos y otras prendas. Avancé en silencio. Los murmullos se intensificaban, eran palabras de las que no identificaba claramente su significado, pero entre las paredes, el piso y el cielo raso de madera machihembrada, me sentí atraído con una fuerza indescriptible de curiosidad sin importarme ahora el agridulce aroma contenido dentro de la casa.

Avance hacia un pasillo y entre pasos seguí viendo ropa tirada sin distinguir las prendas porque desde una habitación cercana una fuerza de atracción poderosa me mantenía atrapado. Escuché voces intensas en discrepancia, enredadas, y vi sombras en movimiento que se proyectaban desde adentro a través de la puerta. Volví a llamar a mi amigo pero nadie respondía así que me asomé a la habitación.

En el centro, bajo una lámpara encendida, mi amigo estaba acostado desnudo, boca arriba sobre un inmenso motete de ropa sucia, y la mujer, montada sobre él, lo cabalgaba, agarraba las distintas piezas que encontraba a su alrededor a manotazos, y sin detenerse, cada vez con movimientos más intensos y ondulantes de cadera, le restregaba el pecho y la cara con la ropa sucia mientras él la tomaba de la cintura, suspirando como si se le cortara la respiración, balbuceando palabras ensalivadas, ¡enlódame!, ¡lléname!, ¡embadúrname!, ¡chorréame!, ¡babéame!, mientras ella a su vez decía con voz sublime ¡mi sugar daddy!, ¡chancho!, ¡chanchito!, ¡sapo!, ¡sapito!, ¡malito!, ¡asquerosito!, elevándose, sin detenerse un segundo en su afán de restregarle la ropa a manotazos, en un enredo e intensidad de voces peleadas, entusiasmadas cada una a su antojo y ritmo hasta que rendidos y con sus corazones palpitantes se estiraron abrazados y sudorosos entre la ropa sucia.

Tan impresionado estaba que así los dejé. Volví por los mismos pasos en que entré a la casa en silencio, pero no vi ropa sucia regada ni en el pasillo, ni en la sala ni en el corredor y, a medida que bajaba cada una de las gradas de la casa de madera, el ambiente antes húmedo y rancio desapareció con la luz del atardecer.

Varios días después me visitaron. Fue un día de fin de año. Aquí, en este mismo lugar donde estamos, me encontraba sentado. Cuando subieron las gradas los vi bien vestidos, inhale el aroma de los perfumes festivos que llevaban impregnados en sus ropas y cuerpos y me reí en mis adentros de la fuerza poderosa de las apariencias y el poder que connota con ellas la ropa.

Ya terminó, agregó el hombre señalando hacia abajo y vi salir a la mujer corpulenta y sonriente desde el tambo de la casa hacia el patio, en dirección a la puerta del cerco.

Luego me despedí del hombre acordando que lo seguiría visitando. Salí de su propiedad sin dejar de volver a ver el letrero pegado en la pared de la casa y pensé en la primera impresión que debe causar en un desconocido así como en ciertos aspectos de la ropa que pasan desapercibidos: trabajo, dinero, apariencia y diversos usos que le damos, además de vestirnos.

Llegué a mi casa. Recogí en una esquina toda la ropa sucia que iba encontrando en las canastas y formé mi motete para tenerlo listo antes de que finalice el año.


30/12/2019

miércoles, 18 de diciembre de 2019

FUROR POETICUS



Neblina de la mañana al lado y en las colinas, me instalo en una silla. Cierro los ojos inhalando profundamente, reteniendo el aire.

Canta una paloma en el árbol de caoba corazón palpitante uno dos tres cuatro cinco exhalo por la boca Juan Pérez va para Bluefields a Juanperear dice él un güis canta cerquita es el cumpleaños de White Bush diez años cumple y hace poco pesaba siete libras y media siento el contacto de mi cuerpo en la silla mis pies están helados tengo que buscarle una Tablet las sillas las están acomodando sobre las mesas una voz ronca murmura en altibajos anoche la llamé varias veces pensando que le habían robado el teléfono o que algo le había pasado que fresca la mujer se equivocaron se llevaron la Tablet para Nueva Segovia me dijo así nomás me encanta oír a la Hayde esos ojos gatos viéndome en la noche y sus uñas desgarrando mi espalda le decía Johnny el contacto del cuerpo en la silla de abajo arriba tobillo espalda de arriba abajo espalda brazos codo piernas rodillas el piso está helado bum bum bum palpitando con el aire retenido y aliviado al bajar desinflarse el pecho sigue la voz ronca en altibajos la paloma se lamenta el viento pasa por mis pies el güis se fue cuánto tiempo ha pasado varias veces fui por la trocha mientras la construían quedándome pegado en varios lugares pero ahora que la carretera está terminada no he podido ir a Bluefields Juan Pérez a cada rato va eso dice enamorado a esta alturas de una black creole le digo que lo va a matar no hace caso a vos te va a sacar el aire me dice y se ríe la chavala que me pone las agujas y me da masaje estaba de cumpleaños  masajear solo ella dice ese grito que viene de allá a lo lejos es de un campesino que anda arreando vacas buenos días dice Griselda pero no puedo contestarle todavía algo me hace falta es ella no la he llamado todavía la respiración la respiración una burbuja oscura que se transforma en brillante así en calma todo el día quiero estar atrapar los pensamientos retenerlos y mandártelos diario vía furor poeticus como si fuera tan fácil que te llegue eso es lo que vos crees verdad ¿Por qué no sos más objetivo? Pregunta y pregunta tengo que buscar la Tablet de White Bush suena la alarma.

Abro los ojos, la neblina sigue allí, buenos días le digo a Griselda, me mira de una manera rara.
18/12/19


lunes, 16 de diciembre de 2019

PINCELADAS DE PLATA EN LA BAHÍA



Terminamos de servir la cena. Mis compañeros insistieron muchas veces que querían comer carne con hueso en caldillo. Por ello, Mister Brown me dijo que a los comensales se les debía dar los gustos que apetecen y que viajara a Bluefields muy temprano, luego del desayuno, en un barco pospos a buscar los mejores cortes. Visité a Joshua, un matarife que vivía al lado del puente, y gracias a él preparamos la cena como sabemos hacerla en Old Bank, mi barrio de Bluefields: tres calderos llenos de carne con hueso en caldillo espeso, condimentado con hierbas y pimienta, bananos cocidos y yuca, rice and beans con coco y Johnny Cake para después de la cena.

Regresaron al muelle a trabajar contentos, platicando y bromeando entre ellos por el andén. No hay mayor satisfacción en un cocinero que ver a sus comensales disfrutar de la comida que ha preparado, decía Mr. Brown. Yo también estaba satisfecho y deseaba llegar a ser un día un cocinero importante como él, sin desearle ningún mal a Míster Brown porque me ha dado buen trato, me corrige con mucha paciencia cuando nota que estoy ansioso al cocinar. “Oye Frank, tómalo con calma, es mejor una comida un poco tarde que una mal preparada”, me decía y siempre tuvo razón.

También explicaba que cuando la comida no está en su punto, los comensales buscan tu cara para reprimirte con sus gestos y eso es un fracaso: pierden la confianza en la calidad de lo que cocinas. Hombres fuertes y trabajadores que llegan extenuados después de descargar o cargar un barco se merecen la mejor comida. No es comida presuntuosa, no señor, solamente comida criolla bien preparada, pero caliente, con una ración establecida, ni abundante ni escasa, con un buen trato, en un ambiente de compañerismo, es todo lo que pide un hombre para hacer su trabajo. “Frank, el buen cocinero le da la cara a sus comensales, se pasea entre las mesas, habla con ellos, pregunta sobre la comida, ¿cómo quedó el caldillo?, ¿el rice and beans está blando?, y entre sus preguntas, al verles la cara, va creando en su mente el menú que debe preparar para el día siguiente”, decía sabiamente Mr. Brown.

Después que la cocina quedó limpia, los platos, vasos, cucharas y calderos lavados, limpiamos las mesas, barrimos el piso de tierra de la vieja casa de madera que nos servía de cocina y comedor. Luego mojamos el piso con agua para evitar el polvillo que levantan las rachas de viento al filtrarse por las rendijas de las tablas y alistamos la masa para hornear el pan en la madrugada.

“Bueno, dijo Mister Brown, voy a colgar mi hamaca, es hora que mis viejos huesos se pongan a descansar”. Me quité el gorro hecho de sacos de harina y mi delantal, y salí al patio del frente, rumbo al andén para fumar un cigarrillo.

Pinceladas de plata iluminaban la bahía y, a lo lejos, sobre Half Way Cay, el reflejo de las luces de Bluefields levemente se notaba. El viento me daba en un costado, un viento del Este en el mes de diciembre, con rachas suaves como caricias que me hicieron tomar conciencia de que reina en la noche con la luna.

Todo en mí alrededor estaba en calma. Del lado del muelle, oía el sonido de winches y mástiles de los barcos que subían o bajaban la carga que mis compañeros en su faena acomodaban. Escuchaba sus voces, atrapadas bajo las luces de los barcos, el muelle y la gran bodega de la aduana que llenaban o vaciaban. Por el andén nadie circulaba, ni a mi derecha, hacia la aduana pasando por la oficina de Mister Buzurcón, ni hacia la casa de Don Felipe, el jefe de la bodega que siempre regresaba con mis compañeros al terminar sus labores.

Allí, de cara a la bahía y bajo la sombra de un inmenso árbol de Laurel de la India, encendí mi cigarrillo cubriendo la llama del fósforo con mis manos. Cerré mis ojos, inhalé el humo, llené mis pulmones reteniéndolo con placer pero Susan estaba allí, su voz diciéndome que no era digno de ella, que era demasiado mujer para un simple aprendiz de cocinero, que yo no tenía ambiciones, que dejara de insistir porque tenía mejores pretendientes, que yo era un simple negro que nunca llegaría a ser algo bueno lavando platos y cacerolas, y repentinamente desde la casa de madera vecina, ubicada frente al árbol de Laurel, el llanto de un niño evaporó a Susan con sus desprecios de mi pensamiento.

El niño lloraba, primero como un leve lloriqueo que se escuchaba por los espacios de la casa, desde la habitación y luego en la pequeña sala. Estando allí escuche sus golpecitos en la puerta principal que daba acceso al pequeño corredor que salía al andén. Al fracasar en el intento por abrirla, su llanto se acrecentó, ahora lloraba con dolor, con un llanto nervioso y escuchaba sus movimientos desesperados.

Caminé hacia la casa, deteniéndome frente a las gradas del corredor, siempre bajo la sombra del árbol de Laurel. Entre las tablas miré la tenue luz de una lámpara de kerosene. Escuché su voz llamando con llanto a su hermano que seguía dormido. “Levántate, levántate, tengo miedo”,  decía hasta que lo despertó. Ahora los dos lloraban, era un llanto en concierto, mientras uno dejaba de llorar hasta cansarse, el otro continuaba llorando. Así permanecieron por un rato, luego se calmaron.

Estaba decidido a regresar a dormir cuando los vi salir por la parte trasera de la casa, por la cocina, caminando tomados de la mano hacia la puerta del cerco. Por esa puerta nos permitían entrar al patio para jalar agua del pozo y siempre los miraba jugando en el corredor trasero mientras su mamá estaba en sus quehaceres. Eran ellos, dos hermanos que estaban pequeños, quizás el mayor de cinco años y el menor de tres.

“¡Niños, niños!, ¿qué sucede?”, pregunté al verlos bajo la luz de la luna en el andén, vestidos con sus pijamas.

“Mi mamá no está, mi mamá”, contestó el más grande y comenzó a llorar seguido por el menor.

No sabía qué hacer. Verlos allí, tomados de la mano, llorando me emocionó tanto que me olvidé de mis problemas y de Mr. Brown, el que de seguro ya estaba durmiendo placenteramente. Los niños comenzaron a caminar en dirección a la oficina de Mr. Buzurcón y mi reacción fue cortarles el paso, atajar su camino y, aun cuando lloraban, los tomé de la mano y me dirigí con ellos hacia la casa de Don Felipe.

Entré al corredor que tenía un bordillo de madera cruzada en equis y toqué la puerta dos veces. De inmediato salió una señora y al verme con los niños dio un grito. ¿Qué pasó?, ¿Por qué anda con los niños?, preguntó y los acurrucó en sus piernas. Luego de darle las explicaciones me pidió que la acompañará a la casa de los niños porque sus padres ya estaban por llegar.

Lo niños dejaron de llorar, la señora los acomodó en una cama, les cantó con voz amorosa y al poco tiempo se durmieron. Salió al corredor con una mecedora, preguntó mi nombre, me ofreció un cigarrillo y fumamos. Dijo que era la abuela de los niños, que me agradecía mucho lo que había hecho, que estaba pendiente de los niños pero sin darse cuenta se quedó dormida. Le dije que no tenía nada que agradecer, que yo solo estaba al lado de la casa porque era el ayudante de Mr. Brown, que me fumaba un cigarrillo cuando los vi y que cualquiera hubiera hecho lo mismo sin pensarlo dos veces. “No lo crea Frank, cualquiera no hace lo que usted ha hecho y se lo agradeceré siempre”, me dijo y luego le di las buenas noches porque debía levantarme de madrugada a preparar el desayuno de mis compañeros.

Estábamos metiendo el pan en el horno cuando se lo conté a Mr. Brown. “Bien hecho, hijo, los llevaste a un lugar seguro”, dijo. Guardé mis comentarios y seguí en mis labores pensando en Susan, en sus arrebatos, en su desprecio. Después que servimos el desayuno, el papá de los niños se presentó a la cocina en compañía de Don Felipe a agradecerme lo que había hecho y, en un inglés isleño, cantadito, me dijo que tomara de sus manos mi recompensa. Le dije que no, que hice lo que había hecho sin intención de obtener algo por ello. Que me bastaba su agradecimiento. “Hiciste bien, hijo”, comentó Mr. Brown, “ese hombre nunca te olvidará”.

En una tarde soleada, de esas que derriten el asfalto de las calles, mientras caminaba por la esquina de Wing Sang en Bluefields, el hombre me reconoció. “Ando en busca de un cocinero para el barco del que soy capitán”, me dijo y desde entonces, por más de cincuenta años, comencé a aplicar los consejos de Mr. Brown en alta mar, cocinando al ritmo de las olas para la tripulación de barcos camaroneros, langosteros y mercantes, tiempo en el que Susan desapareció de mis pensamientos y logré conocer y conquistar a Gretta, la mujer de mi vida.

Ahora que camino apoyado por un bastón entre los patios de Old Bank, sin cercos que nos dividan, ha regresado a mí el recuerdo de esa noche de hace muchísimos años. Recuerdo a Mr. Brown, el buen trato que me daba y sus consejos que me facilitaron aprender el difícil arte del cocinero. Veo hacia el corredor de mi casa donde mis bisnietos juegan bajo una estrella navideña que les ilumina el rostro y, en dirección a El Bluff, diviso la salida de la luna que con sus pinceles pinta de plata la bahía.

Ronald Hill A.

12/12/2019 
Foto: Ronald Hill A.

lunes, 9 de diciembre de 2019

LAS COSAS DE JULIANA


Creció con la caricia de la brisa en el rostro, flores silvestres a sus pies, güises y colibríes cantando frente a su ventana y, un poco más allá, el rumor de la cascada en las piedras el río. Conquistaba el mundo a su alrededor y le ayudaba a su mamá: barría la casa, jalaba agua desde la quebrada y cosechaba hortalizas y flores que crecían en el huerto familiar.

Juliana no estaba lista, pero escapó con un hombre que llegaba a vender a la casa todos los jueves. No tenía la edad para hacer esas cosas, apenas comenzaba a estudiar el segundo año de bachillerato en Naciones Unidas, pero el vendedor se la llevó a vivir solita como viven los casados.

Dice estar enamorada pero para mí que no, huyó del terror que le tenía a su padrastro, de la indiferencia de su madre, de sus primos que nunca desperdiciaban oportunidad para meterle mano y tocarle el cuerpo. Ya no soportaba a sus dos medios hermanos mayores que la menospreciaban y siempre reclamaban cosas para ellos: ¡la casa es mía!, ¡las vacas son mías!, ¡la tierra es mía!

Juliana ahora tiene un hombre y una casa; tiene una cama, almohadas y sábanas; un comedor de cuatro sillas, tazas, vasos, platos, cucharones y una refrigeradora, todos de plástico. En la sala tiene muchas otras cosas más en los bultos que el hombre lleva a vender en sus giras semanales.

Está maravillada porque el semanero le da dinero para que compre sus cosas en las tiendas de la calle central y el mercado de Nueva Guinea. Pasa feliz, excepto los días sábados, el día que regresa borracho, enojado y furioso sin querer hablarle. En una ocasión desbarató la puerta del cuarto de una patada, ella nunca olvida sus botas vaqueras atravesadas entre la madera hecha astillas.

Los domingos pasa de lo más amable con ella; no le permite distraerse con el teléfono, ni asomarse por la ventana de madera, sólo quiere estar acostado con ella y no deja que la visiten sus nuevas amigas del barrio. Los lunes que se va, ella respira profundamente y vuelve a sonreír. 

Juliana se balancea por las tardes en una mecedora que tiene en el corredor, así sus vecinos y los que pasan por la calle pueden dar constancia que siempre está en la casa. Observa las cosas que tiene: un espejo dorado frente al que sueña, dos sillones y un televisor Sony inteligente. Le encanta mirar la barandilla de madera pintada todita de blanco, los atardeceres, la lluvia y las avispas florecidas que crecen al pie del cerco de ocho hilos de alambre de púas que dan vuelta a su alrededor como si trataran de enrollarla, pero lo que más admira son las flores del jardín con las que un día hará el ramo de su casamiento.

04/12/2019





lunes, 2 de diciembre de 2019

TUYO HASTA LA MUERTE



Dos hombres están de pie sobre una balsa flotante, hecha de barriles unidos por palets de madera, que está amarrada a un muelle. El de la izquierda es White Bush y el de la derecha Gustavo Cadenas. Los dos usan pantalones flojos, anchos de piernas y de paletones. Cadenas usa la camisa por dentro con sus mangas enrolladas mientras que White Bush la lleva suelta.

Detrás de ellos está el barco llamado Vaisson del cual son marineros. White Bush se sostiene del grueso mecate que amarra la popa del barco al muelle mientras que Gustavo tiene en su mano izquierda una cámara fotográfica. Del barco se nota la barandilla de popa, una escalera que lleva a la cubierta y tres grandes ventiladores. El nivel de flotación está alto lo que indica que el barco no está cargado.

A la izquierda, más allá del Vaisson, aparece una plataforma con una estructura de lo que parece ser una grúa. Frente a ellos, la grama de playa está crecida en el muelle donde se notan palets de madera y barriles. Al fondo, más allá de los barriles, se observan borrosos varios mástiles.

¿Por qué están en la balsa? Tal vez acababan de terminar alguna tarea como pintar o piquetear el casco del barco. Quizás bajaron al muelle para visitar el puerto y le pidieron a alguien que les tomara la foto en esa posición para que saliera el barco en segundo plano.

¿En qué muelle fue tomada la foto? Parece el muelle de El Bluff pero en el puerto nunca existió una grúa de carga como la que aparece en la foto, por lo que es más seguro que fue tomada en otro lugar, en otro país.

Basta ya de especulaciones porque allí están ellos, White Bush y Gustavo Cadenas, cuando eran jóvenes, cuando eran marinos del Vaisson y ambos casados con dos hermanas, White Bush con Ofelia, mi mamá, y Gustavo Cadenas con Magdalena, mi tía.

En el reverso hay una dedicatoria escrita en posición vertical:

“Para
Ofelia.
Tuyo hasta
la muerte.
Besos
de su
esposo
White”.
 16/5/55.

Y cumplió. Cumplió su promesa porque la siguió amando aún después de la muerte. Cada día, cada semana, cada mes y cada año del aniversario de su muerte, la lloraba como un niño desesperado. “Mi vieja, mi vieja, cuanta falta me haces, mi amor, llévame, llévame que quiero estar con vos”, decía con lágrimas corriendo por sus mejillas como las que corren en este instante por las mías…