martes, 1 de septiembre de 2020

HASTA QUE LO VIO EN LA CAJA


Todo sucedió sin darse cuenta. Hasta que lo vio en la caja, su vida transcurrió sin notar cómo su piel se transformaba en un pellejo seco, ajustado a sus huesos. Ahora, al escuchar las campanas de la iglesia lanzando sus lamentos metálicos, al ver al cura regar su cuerpo con agua bendita, al sentir las manos de sus amigas sobre sus hombros, levantó la mirada y un sollozo se desprendió de su alma.

Comprendió, al fin, que toda la vida lo había acompañado.
           
Sus amigos de siempre, de él, se acercaron cuando el cura pronunció “vayan con Dios”. Bajaron la tapa que mostraba su rostro demacrado, tomaron las manijas del ataúd y lo elevaron sobre sus hombros para cargarlo, iniciando la marcha silenciosa hacia su destino final.

Grace lo vio con la cuerda en sus manos, haciéndola girar en círculos, levantando polvo en el suelo y se encontró saltando, gritando, sonriendo a carcajadas junto a sus amigas de infancia, las mismas que ahora la acompañaban, en ese juego infantil que ocupaba sus tardes sin preocupaciones, amarguras ni pesares.

¡Grace, ya, es suficiente!, ¡Tienes que hacer las tareas!, escuchó el llamado de su madre y notó en él su rostro entristecido al verla alejarse hacia la casa.
             
“Caminemos”, escuchó decir a una de sus amigas para iniciar la marcha detrás del cuerpo aislado en el cajón de madera. El lúgubre tañir de las campanas marcaba el paso de los concurrentes con disfraces de luto hacia el atrio de la iglesia.

El atuendo que la rodeaba  le recordó el cielo gris y las tormentas, la lluvia intensa, el chorro de agua que se derramaba en el canal de su casa y lo vio bajo el torrente salpicando agua, brincando de alegría. ¡Grace!, ¡Grace!, lo escuchó, gritándole, invitándola con sus manos a salir del corredor y acompañarlo en ese disfrute, sin temor a los relámpagos y truenos.

En la marcha, antes de salir al atrio, notó las coronas de flores a su alrededor y recordó la primer rosa que le regaló camino a la escuela: “Para vos, Grace”.
           
El albor de la tarde inundó el pórtico y, al bajar las gradas, el brillo del cajón resplandeció en su rostro. Desde lo alto del campanario, el tan-tan de las campanas caía sobre sus hombros ante la mirada de los parroquianos que se detenían para darle paso al cortejo fúnebre.

“Cásate conmigo, Grace”, “te amaré toda la vida”, recordó  su petición; sintió sus manos trémulas mostrándole el anillo y se vio vestida de blanco, cubierta por la magia de ilusiones tejidas en su entorno. “No encontrarás mejor pretendiente”, “es educado, culto y de buena posición”, “tendrás un futuro seguro”, “formarás una familia estable, sin limitaciones”, frases susurradas a sus oídos, la expectativa ambicionada fundiendo su destino.
           
Al doblar la esquina de la iglesia se dio una sucesión de hombros para cargarlo, provocando una pausa en el trayecto. Grace respiró profundamente y sintió el roce de las manos que la rodeaban de la cintura, intentando aligerar el peso marchito de su cuerpo y sus recuerdos.

Florecieron infidelidades, apariencias, engaños, abandonada en su lecho sin encontrar motivos que lo provocaran. “No me esperes, llegaré tarde”, “son puras falsedades”, “me tienes harto, no te aguanto más” y rodaron lágrimas al sentir su cuerpo estremecerse por los golpes. Complació sus gustos culinarios, cuidó su vestuario, atendió a sus amigos que lo acompañaban en el corredor sin dar muestras de sus penas, ahogándose en un mar de resentimientos. En lo profundo de su ser buscó momentos de dicha, destellos de felicidad y regresaba a saltar la cuerda.

Su mente quedó en blanco frente al cementerio. El tránsito entre el portón y la fosa aconteció en imágenes confusas. Al bajar el cuerpo, el eco de las campanas se mezcló en armonía con lamentos, vio flores rodar,  escuchó caer la tierra sobre la madera y derramó lágrimas liberadoras hasta que la bóveda fue sellada.

En soledad, descolgó las fotos, guardó el anillo y volvió a sentirse niña.

Nueva Guinea, RAAS.
Viernes, 07 de septiembre de 2012

domingo, 5 de julio de 2020

TIEMPOS DE DOLOR



Tres meses han transcurrido desde el fallecimiento de Indiana, mi hermana. Un dolor provocado por un desgarre que se llevó una parte valiosa de mi vida, una mutilación del corazón, un vacío del ser que permanece nostálgico, recuperando para siempre los momentos que viví a su lado.

El luto es un hoyo profundo, donde te sumergís en las aguas de los recuerdos, convertidos en un fluido constante que va y viene, recuerdos de cada uno de los momentos que vivimos juntos, desde lo más profundo de la memoria, recurriendo a fotografías que ella misma me dio cuando éramos niños, fotos que ahora las mantengo frente a mí para que el tiempo que me queda por vivir no sea capaz de borrarlas. Ella, Tony y yo, juntos toda la vida.

Ella surge en la vida cotidiana. Al atardecer entre los rayos del sol y las colinas, en la lluvia, en el viento que acaricia las hojas de los árboles de caoba, en el aroma de la grama cortada, en el destello de las estrellas sureñas y en la luna que busca salir a brillar en noches de niebla, en el canto de los pájaros, en la dulzura de un mango y en los sabores de la comida que junto a ella deguste desde siempre.

Y a este dolor por la pérdida de mi hermana se han ido adhiriendo capas de otros dolores por la muerte de amigos y seres queridos con los que he interactuado en distintos momentos de mi vida, en Bluefields, en Nueva Guinea, en Managua, en Juigalpa, en el extranjero. Seres humanos valiosos que han muerto por causas naturales o por la pandemia del Coronavirus.

Vivimos momentos de dolor, cada quien a su manera, a su forma de ser, recordando a sus seres queridos, protegiéndonos, cuidándonos, resolviendo los problemas cotidianos a los que nos ha sumergido esta crisis social, económica, política y moral. Son tiempos de dolor pero estoy seguro que saldremos del oscuro orificio más fuertes y mejores que nunca antes.

5 de Julio de 2020

lunes, 23 de marzo de 2020

LA ESCUELITA DE DOÑA CARMELITA



La escuelita de Doña Carmelita Bustamante era una escuela de multigrados que funcionaba en su casa. Estaba ubicada al lado derecho de la esquina de Miss Lilian, antes de dar la vuelta en dirección hacia el sector de la capilla de la iglesia católica. Un andén de ladrillos azules conectaba la casa con el andén principal del puerto y dividía el patio frontal en dos secciones. A su costado derecho había un patio inmenso, sin cercos, cuyos vecinos eran Alberto Gómez y la tienda de Toño Real y Doña Estercita.

La casa era de madera con un tambo alto y, para acceder a ella, se subía por una escalera de unos ochos escalones. El centro de la casa se dividía por una pared, la parte izquierda era el aposento y la escuelita estaba a la derecha; un salón con tres ventanas, una frontal y dos laterales, con pupitres de gavetas y una banquita para dos alumnos, dispuestos frente al escritorio que estaba contiguo a la pared divisoria.

Con una regla de madera señalaba las vocales que había escrito con tiza en la pizarra. Los alumnos las repetían en coro después de que ella las leía: ¡aaa!, ¡eee!, ¡iii!, ¡ooo!, ¡uuu! También en coro se cantaba las tablas de sumar y de multiplicar. Revisaba en el cuaderno de los alumnos mayores las tareas del día anterior, y a los que no las hacían les daba varios reglazos en la espalda. “Si no los educan ni en la escuela ni en su casa, en la calle lo harán”, decía Doña Carmelita.

En las paredes de madera colgaban láminas educativas de diferentes animales, peces, el calendario, el mapamundi y de América Central, el abecedario en letras mayúsculas y minúsculas, los números romanos y el cuerpo humano. De todos estos materiales didácticos, el más atractivo era la bolita del mundo que permanecía en el borde del escritorio y permanentemente giraba a punto de manotazos.

El que era atrapado por Doña Carmelita dándole vuelta a la bolita del mundo, pasaba castigado el resto de la clase sentado en una esquina con la cara frente a la pared y con un gorro de orejas de burro en la cabeza.

Además de atender a sus estudiantes, muchas personas del puerto la buscaban para diferentes menesteres porque era una persona servicial y lideresa del puerto, a tal grado que se aventuraba a enseñarle las primeras letras a un montón de chavalos mal portados. A los visitantes los atendía al lado de la cocina, razón por la cual siempre salía del aula a través de una puerta que daba acceso a esa parte de la casa, al corredor posterior y la cocina.

Los chavalos mayores y mal portados no desperdiciaban su breve ausencia, porque apenas la miraban dar sus pasitos cortos y silenciosos en dirección a la cocina y atravesar la puerta, se ensañaban con el castigado tirándole pedazos de tiza, semillas de jocote, pejibaye o mango, según la época de cosecha, y cualquier otra cosa con la que pudieran hacer tiro al blanco para luego, en coro y casi gritos, le cantaban “burro te quedaste en las vacaciones” porque era seguro candidato a repetir el grado.

Regresaba doña Carmelita y el aula estaba en silencio. Un castigado con orejas de burro nunca se quejó de las groserías que le hacían en su ausencia, porque si no corría el riesgo de que lo agarran a coscorrones al salir de clase.

A las diez de la mañana todos salían a recreo, menos los castigados, los de las orejas de burro. Oficialmente duraba quince minutos, pero según las visitas que recibía en el corredor, al lado de la cocina, a veces duraba hasta media hora. No podías alejarte más allá de los límites del patio frontal y de al lado, hasta llegar a la ventecita de Toño Real y Doña Estercita donde vendían empanadas, chicha en botella, leche de burra, bombones y chingongos. Mientras unos compraban otros jugaban frente a la casa con chibolas, pateaban pelotas o “vos la andás”, escondiéndose debajo del tambo, en la bajada al muelle de los pescadores, el murito, y debajo del puente que unía la cantina de Miss Lilian con el andén.

Ese chavalero le daba vida a ese sector del puerto aun cuando la cantina de Miss Lilian permanecía cerrada mientras duraban las clases por la mañana. Si te ibas más allá de lo establecido siempre había un mal intencionado que te delataba con Doña Carmelita y de castigo, al entrar a clases nuevamente, desde la puerta te daba un par de reglazos en la espalda. “Para que haga caso y no sea vago”, decía y todos se reían al verle la cara al sorprendido.

Entre los alumnos de distintas generaciones de Blofeños, doña Carmelita siempre recordaba como al más difícil de todos a Silvio Lacayo Marenco, conocido popularmente como Macho Silvio, quien en un ir y venir a la cocina, se le escapaba en un cayuco de la familia Sambola rumbo a la isla de Miss Lilian a ver a una novia de Rama Cay. "Ustedes deben de portarse bien, no me hagan la vida imposible como él", decía en el salón de clases cuando se repetían casos de indisciplina.

Desde el alto corredor de la escuelita se apreciaba el mar azul de la playa del Tortuguero, los barcos que recorrían el canal en dirección al río Escondido, los guardias en sus quehaceres cotidianos en los guardacostas, los transeúntes en un ir y venir hacia el lado de la capilla y los putales del puerto, y hacia el muelle de la aduana y el de las pangas.

En días lluviosos, cuando nada se ve por la lluvia, únicamente el cielo gris, las olas encrespadas en la bahía por el fuerte viento y la corriente de agua que bajaba del lado de la tienda de Toño Real y doña Estercita, atravesando el andén por una alcantarilla que la desviaba hasta formar una cascada amarilla que reventaba en el suelo del patio del frente de la cantina de Miss Lilian por los siglos de los siglos, convirtiendo una quebrada natural en un socavón profundo por donde corría en forma de una S hasta que se explayaba en la bahía, propiamente frente al muelle de los guardacostas. Por ello habían construido un puente casi colgante que permitía el paso hasta la cantina de Miss Lilian y, los que se dirigían hacia el muelle de los pescadores, debían hacerlo con sumo cuidado por lo resbaladizo que siempre se encontraba la pendiente.

A veces, esos vendavales encontraban a El Africano en frente de la escuelita, empujando su carretilla de mano llamada “salgo cuando quiero”, repleta con la carga que trasladaba desde el muelle hacia el sector de la capilla en su labor de chambero. El Africano metía debajo del tambo la carretilla para que la carga no se mojara y subía al corredor, se asomaba por la ventana impregnado el aula son su aliento etílico. Doña Carmelita, en vez de alejarlo, iba a la cocina, regresaba con una taza de café  humeante que se la daba una vez que se sentaba en el piso del corredor, con la espalda reposando en la pared y sus grandes piernas estiradas, mostrando sus pies descalzos y sus dedos de gigante porque nunca usó zapatos, saboreando su cafecito hasta que pasaba la lluvia.

En la escuelita de Doña Carmelita se cantaba el himno nacional todos los lunes por la mañana. La formación se hacía en el patio de enfrente del salón de clases. Casi siempre llegaba un teniente o sargento de los guardacostas a izar la bandera en un tubo metálico. Era un acto solemne en el puerto y todos los transeúntes, por muy apurados que anduvieran, allí se quedaban firmes, saludando la bandera azul y blanco, mientras Doña Carmelita presidía la ceremonia desde el primer peldaño de las escaleras.

Desde allí, la recuerdo en estado de calma, respirando pausada y profundamente, meditando con su rostro blanco iluminado por el sol, su cabello canoso recogido en una moña y la falda de su vestido largo por debajo de la rodillas moviéndose por el viento al ritmo de la bandera. Esa es la última imagen que tengo de ella después de transcurridos muchísimos años.

Una mañana de verano del año 1963 se presentó mi papá a la escuelita de Doña Carmelita. Allí está tu papá, escuché decir y salí corriendo al corredor. Él estaba allí abajo y haciendo señas me dijo: ¡tírate!, ¡tírate!, y sin pensarlo dos veces me tiré, volé en un gran salto, un salto de felicidad, que aún hoy lo mantengo en la memoria como si viviera eternamente en estado de ingravidez,  hasta caer en sus brazos. Acababa de regresar de uno de sus viajes de pesca y me sentía feliz a su lado. “Vámonos, vas a estudiar en Bluefields”, dijo.

La escuelita de Doña Carmelita Bustamante, hija dilecta de El Bluff por méritos en el área educativa, siguió funcionando con el paso de los años hasta que regresó a Bluefields.

Cuando joven, siendo una bella muchacha, su mamá, doña Franciscana, tenía un comedor en Bluefields. Ella le ayudaba en la cocina y su hermana, Mariíta Bustamante, atendía a los clientes. Allí comió el que sería muchos años después el general Sandino, cuando estuvo en Bluefields y trabajaba en un aserrío situado en la bocana del Caño Negro. Tenía dos hermanos, Joaquín y Beltrán Bustamante. Ambos salían a las calles con un balde a vender los nacatamales que hacía su mamá. Joaquín trabajaba de office boy en una agencia aduanera y Beltrán se convirtió en el compositor más famoso de Bluefields por su canción “Bahía de Bluefields”.

Con el paso del tiempo, Pedro Joaquín Bustamante se convirtió en un próspero agente aduanero de Bluefields porque al fallecer el dueño de la agencia aduanera él se hizo cargo hasta que la compró. En esa época, después de fallecer su madre, Pedro Joaquín  trasladó su agencia aduanera a El Bluff y con él a doña Carmelita y a su hermana Mariíta, quien vivía en su casa ubicada al lado izquierdo de la escuelita.

Cansada por la edad, doña Carmelita regresó a vivir a Bluefields donde murió de vejez. La escuelita desapareció, ambas hermanas y Pedro Joaquín perdieron sus propiedades por invasión de inescrupulosos después de 1979 y, en 1988, el huracán Juana borró del mapa su casa pero aun así, la escuelita de Doña Carmelita sigue viva en la memoria de los que fuimos un día sus alumnos.

22 de Marzo de 2020.
Fotos: Trazos de Internet.

domingo, 15 de marzo de 2020

EL PULGUERO DE TELEVISORES



Veo a Martín Palacios, el técnico que repara televisores, desde la acera de la cerrajería, calle de por medio. Es una mañana lluviosa. La lluvia pasa de un chischís a un vendaval en un instante, provocando una corriente furiosa que busca su cauce.

Los vehículos, taxis, camionetas, buses y camiones, que giran por la esquina, tocan el pito furiosamente por el atasco que provocan los que están mal parqueados en esa calle de una sola vía. Los apurados desesperan y no dejan de pitar, pero al avanzar hacen chirrear las llantas que me pringan de inmundicias y, al volver a ver, por un segundo se plasma la sonrisa maliciosa del taxista en el espejo retrovisor del vehículo.

Mojado y guarnecido desde la cerrajería lo saludo. Cruzo la calle lo más rápido que puedo. Sostiene un equipo oxidado de color plateado que reproduce CD, VCD y DVD, una reliquia que en hace menos de una década era lo último del mercado para ver películas originales y pirateadas.

¿Y el televisor? ¿Cuándo?, pregunto.

Hice todo lo que pude, no tiene reparación, contesta. Cubre el viejo reproductor bajo su camisa por la llovizna.

Descartado, entonces.

No hay nada que hacer. Ni aquí encontré los repuestos, dice invitándome a observar por la pequeña puerta.

Un hombre que lleva puesta una gorra y usa lentes está sentado cerca de la puerta, al lado izquierdo, casi pegado a la pared que no se distingue porque sobre las repisas de madera hay un desorden total de materiales, repuestos y herramientas de trabajo. En una mesa que casi no se nota, iluminado por una lámpara de tubo, le saca “la muela” a un televisor y para ello le quita los tornillos que la sostienen de la tarjeta con un desarmador.

Piezas de televisores, entre ellos flashback, condensadores, fusibles, integrados, procesadores, memorias, transistores, bobinas, tarjetas y miles más, así como pantallas de plasma, LCD y LED, llenan los tres lados del tramo, desde el piso hasta la altura del techo, y lo impregnan con el color gris de la tecnología. El aroma es denso, profundo y casi rancio por la aglomeración de tantas piezas donde el aire solamente entra por la puerta desde la que me encuentro observando.

¿Y qué hago con el televisor?, pregunto.

Yo se lo compro, dice el hombre del tramo.

Aquí está el negocio, dice Martín y se despide de prisa evitando que se moje el viejo reproductor.

¿Lo puede reparar?

Antes, cuando comencé con mi pequeño taller de reparación de radio y televisión, lo hacía. En esa época se conseguía el repuesto que se necesitaba para reparar un televisor, un radio o un equipo de sonido. Las casas comerciales de repuestos comenzaron a desaparecer, había escasez de repuestos y si lo encontraba eran carísimos, no lograba reparar nada, me estaba quedando sin trabajo, acumulando y acumulando encargos hasta que un día comencé a comprar todo lo que estuviera dañado, sin funcionar, sin que otros lo pudieran reparar, y comencé a quitarle las piezas que necesitaba para cumplir mis compromisos.

Así como me ve, soy una persona seria, chontaleño de cepa, de Santo Domingo, Chontales, de la familia Meneses, ¿tal vez usted ha escuchado de ellos?, pues yo soy Daniel, familia de los Meneses de Juigalpa, de Renato, Rene, Ramón y de Robín, todos ellos honrados y trabajadores, dedicados a lo suyo.

En este trabajo, ni más ni menos que un serio compromiso con todas las familias de Nueva Guinea, he pasado laborando desde los hace ya 20 años que me vine para estas tierras de esperanza y progreso, donde sólo se sale adelante con dedicación y esmero, y los que quieren volverse ricos de un zarpazo siempre terminan endeudados, sin negocios y huyendo de sus perseguidores.

Por ese compromiso es que ve usted que mi tramo está así de repleto de televisores viejos y modernos, en eso me paso el día, sacando piezas, vendiéndolas a los técnicos que se encargan de repararlos, técnicos como Martín, que tienen su tallercito o andan de calle en calle, de barrio en barrio, de comarca en comarca y de colonia en colonia, ofreciendo sus servicios y luego vienen aquí a buscar la pieza exacta para repararlos y ganarse la vida de manera honrada.

Esto que hago es un gran servicio, tanto para los pobres, como para los acomodados y ricos, porque con las piezas que reciclo le resuelvo la tristeza que se siente en una casa cuando el televisor está dañado. Imagínese usted a los niños sin poder ver los muñequitos, la señora de la casa sin su novela preferida y al señor privándose de su película de acción, Triple X o su ranchera preferida, una tristeza total dentro de la casa y en el  rostro de las familias por falta de entretenimiento.

No sé, nunca he contado cuantas piezas tengo en el tramo, no me ha dado la curiosidad, pero le puedo decir a simple vista —Daniel hace un esfuerzo por voltearse y ver hacia atrás y a los lados— que son miles de piezas las que tengo allí entre todos esos cachivaches, por las que no me puedo quejar de falta de trabajo, menos ahora, porque trabajo hay hasta de más y aun así no me gano ni un tercio de lo que me ganaba hace tres años.

Aunque no lo crea, a todos nos golpea esta crisis y todavía falta lo peor, pero no me desanimo, sigo en mi camino de pulguero, quitando piezas, vendiéndolas  y comprando televisores dañados.

Observo que afuera, a un lado de la puerta, bajo el alero del techo, hay varias piezas de microondas y  televisores acumuladas. La llovizna ha cesado pero los carros siguen frenéticos circulando en dirección norte para girar hacia la calle del movimiento del mercado de Nueva Guinea o al sector de la zona 5.

Esas piezas ya no me sirven, los del camión se las llevan al basurero. Allí hay otros que recogen entre la inmundicia lo que les puede ser útil para venderlo y sobrevivir, y después, a los días, se aparecen con lo que de aquí se ha ido para allá, lo limpian, lo dejan brillantito para venir a ofrecerlo. Aunque manipulo miles de piezas ninguna se me pierde, reconozco todo lo que ha pasado por mis manos. Antes me reía de ellos, pero ahora no, es que amigo, la vida da vueltas, nunca se sabe lo que nos espera a la vuelta de la esquina, entonces pensando en eso, les entrego unas piezas a precios bajos para que las vayan a vender y luego me den mi partecita porque todos tenemos que vivir.

Una mujer se asoma por la puerta. Dame veinte córdobas, dice.

Saca apurado dos billetes de a diez de una gaveta y se los entrega. La mujer los toma y me sonrió. No sea mal pensado, dice, yo le vendo a él.

Escucho que El Cerrajero me llama, ¡ya le hice la llave!, grita.

Mañana le traigo el televisor, le digo a Meneses.

Está bien, aquí lo espero, responde.

Cruzo la calle con atención, sin parpadear por los mal intencionados,  y pensando en el mundo de Daniel. Ahora comprendo porque Martín siempre dice que debe ir al mercado a buscar los repuestos para reparar los televisores, y que cuando  dice que no tienen remedio, es que no lo tienen.

Definitivamente, mañana le llevo el televisor que está tirado en un rincón de la casa a Daniel, el pulguero de televisores.

15 de Marzo de 2020.
Foto: Daniel Meneses. 

domingo, 1 de marzo de 2020

ALLÁ EN LO ALTO



Desde la mitad del cerro La Pedrera, a unos 225 metros de altura, Miguelito domina con la vista la ciudad. Todo a su alrededor es de un intenso verdor, a excepción de los troncos de los árboles que siempre son blancos por la biodiversidad que acogen. Su casa es de madera y nunca la pinta, por eso siempre está de color natural y porque tiene a su disposición el bosque de su ladera.

Es un hombre platicón, sus ojos color café son refulgentes y vivaces, siempre está sonriente y al hablar lo hace bajito como si tratara de escupir al mismo tiempo.

Desde el corredor de mi casa veo la suya en la mitad del cerro. La lluvia azota su casa de madera, le da con furia a un costado y de frente. En días lluviosos no asoma la cabeza, pasa encerrado, disfruta colgado en su hamaca del sonido de la lluvia y el viento que tratan de estrujarlo como papel y dejarlo tirado en las faldas del cerro, empapado y temblando de frío.

Miguelito no se deja, está bien resguardado: la casa tiene arranques de concreto, buena madera, buenos ventanales, buenos aleros, un corredor envidiable y el techo de zinc bien entramado.

La encanta la música. Desde aquí abajo no puedo dejar de escuchar el amor que siente por las rancheras. Sus cantantes preferidos son Antonio Aguilar y Vicente Fernández. Casi siempre pone las mismas canciones: Un puño de tierra, Gabino Barrera, Caballo Prieto Azabache, Qué de raro tiene, A mi manera, La muerte de un gallero y El Rey, la que más repite.

Escucho los gritos que da, ¡ajuuuaa!, cuando toma ron y se pone hasta la pata. Se reúne con varios de sus amigos y le sube todo el volumen al equipo de sonido para pasar alegrísimo. Veo el humo que se eleva y me imagino que está asando carne para agasajarlos. Al bajar, después de la parranda, se vienen de rodada como haciendo tumbos y dando grandes alaridos.

Miguelito vive feliz, se entretiene casi siempre con una motosierra que hace charchalear entre el verdor del cerro. Su mayor afición es mantener bien cercada su propiedad, se la pasa poniendo postes y alambres de púas para dividirla en lotes que luego vende como pan caliente, a plazos, en abonos suaves, mediante permuta o cualquier arreglo que le favorezca. Ha vendido tantos que cada vez son más y más las casas construidas en las faldas del cerro, con vistas al antojo del cliente. Tienen acceso a energía eléctrica y agua potable, y las empresas de Cable se pelean entre ellas para instalar sus servicios y hacer la vida más placentera.

Una vez subí hasta la cumbre del cerro. Lo hice en zigzag porque no hay de otra, agarrándome de árboles y arbustos. En la cima hay regadas un montón de piedras alargadas. Con ellas, en la época de los años 80 del siglo pasado, hacían las siglas del FSLN que entonces se miraban desde la pista y los cuatro barrios de la pequeña y convulsionada ciudad de Nueva Guinea.

Viendo hacia el Sur y al Oeste, se aprecia una inmensa llanura, no hay puntos elevados, y a lo lejos se divisan las últimas copas de los árboles de Ceiba que se mantienen aún en pie. Al Noreste están la ciudad y el cerro Brujo como si pudieras agarrarlo con las manos. La cordillera de Yolaina se mira majestuosa al Sureste y se pierde en lo azulado de las montañas.

Traté de bajar por la ladera Sur del cerro pero no pude. Toda esa falda está pelona, no hay árboles, hace más de veinte años que los talaron y lo hicieron como a escondidas, tratando de que no se dieran cuenta desde la ciudad porque de allí ese lado no se ve, aunque suceda allá en lo alto.

Al anochecer, la casa se ilumina en el corredor con un bombillo como estrella del Sur que parpadea en la oscuridad del firmamento. Los perros ladran, un ternero berrea. Miguelito sale al corredor machete en mano y alumbra con un foco, no ve nada, pega cuatro gritos y todo vuelve a estar en calma.


1 de Marzo de 2020
Foto: El campo de Nueva Guinea. Ronald Hill.


sábado, 15 de febrero de 2020

LA SELENA


A la Selena la amenazaron de muerte y tuve que trasladarla a vivir a mi casa. Vivía en la oficina donde trabajaba y, con una cadena puesta en su collar de cuero, se mantenía en un frondoso árbol de Acacia mangium que marcaba como poste el área del terreno.

Era alegre y juguetona. Siempre que llegaba por las mañanas le daba bananos o cualquier otra fruta de temporada. Era una mona grande, mona araña, y no sé o no me acuerdo por qué se llamaba Selena. Creo que era su nombre desde mucho tiempo antes de que me la regalaran.

Le encantaba que mis compañeros de trabajo la llevaran a pasear por las calles de Nueva Guinea. A veces la montaban en la parrilla de las motocicletas y se iba quietecita a vagar por la calle central, el mercado, el parque y hasta en la pista de aterrizaje que en ese entonces era funcional. Cada tres días por semana aterrizaba la avioneta Cessna Grand Caravan de La Costeña. Era un espectáculo ver el aterrizaje, a veces la nave tenía que dar varias vueltas por el cielo de la ciudad para que los encargados en tierra, entre ellos José Tomás Bucardo y Carlos Vindel, pudieran sacar a los chachos, caballos, bueyes y gente despistada que en esos momentos se encontraban en la pista.

A veces el chofer de la camioneta la subía a la tina, asegurada con la cadena al igual que en las motos, y la Selena se acomodaba encima de la cabina con la cola enrollada en la baranda protectora del vidrio trasero. Iba alegrísima, dando chillidos sin volver a ver a nadie en su paseo. A la Selena le encantaba que la brisa fresca le acariciara la cara.

Después, el problema era bajarla de la moto o de la camioneta porque se enojaba y armaba grandes berrinches como un zipote malcriado. Hasta que se le ofrecía algo de comer se bajaba, comía de todo, frutas, meneítos, pan y cualquier chivería de esas que le encantan a los chavalos, y que se compraban en la pulpería de Salomón que quedaba al otro lado de la calle, propiamente frente al árbol de Acacia.

Cuando se soltaba de la cadena, con mucha frecuencia lo hacía, entraba en la oficina e iba directo a tomar las sandalias o los zapatos de alguna de las compañeras que se los había quitado para estar más cómoda en su escritorio o en la sala de reuniones. Los tomaba y salía corriendo con su larga cola prensil hacia el árbol y la mujer detrás de ella dando gritos. Y para que los regresara tenía que recibir su premio.

Rápidamente se hizo amiga de los chavalos y chavalas que pasaban por la calle en dirección al colegio. Desde mi despacho escuchaba los gritos, las risas y el alboroto que hacían cuando jugaban con la Selena en una sola algarabía.

Los chavalos le daban de comer de todo, pero algunos le tiraban palos y piedras. Entonces la Selena se enojaba, se ponía histérica dando unos chillidos escandalosos de arrechura. Los chavalos la jochaban, ella se subía al árbol, le ofrecían comida y al bajar se la retiraban, la engañaban. La Selena se encachimbaba, y con sus dos manos y su larga cola, comenzó a quitarles la mochila que cargaban con sus útiles escolares. Las abría, sacaba todos los cuadernos y lápices, los mordía, los desbarataba y los tiraba en pedazos al suelo. Después dejaba caer la mochila toda rota. Mientras hacía todo eso, los dueños de la mochilas gritaban como enloquecidos y los otros se reían a grandes carcajadas.

Una mañana un hombre llegó enojado diciendo que si esa mona seguía jodiendo a los zipotes, él la iba a matar.  Por eso la llevé a vivir a mi casa.

Le construí una caseta sobre tres alfajillas de cinco varas de largo enterradas en V. La caseta tenía piso de madera y techo de zinc, forrada en tres lados, con una abertura frontal por la que entraba a dormir.

Entre los árboles de Acacia tendí un alambre acerado que inserté en una argolla de bronce. De esa argolla se sujetaba la cadena que se prensaba en su collar de cuello. Así la Selena se desplazaba libremente entre los árboles. Allí vivía tranquila y siempre la sacaba a pasear, en moto o en camioneta, por el pueblo.

Un día Emilce me llamó por teléfono al trabajo, su voz estaba alterada y nerviosa. “La Selena se soltó, corrió al restaurante jalado la cadena y entró a la cocina. Al verla, las cocineras salieron desesperadas al patio y la mona hizo un festín de mal gusto con todo lo que se encontraba: plátanos, tomates, chayotes, frutas, ollas con carne, con arroz, con frijoles, todo, todo, hizo zanganadas. Vení o manda a alguien que la agarre”, dijo.

La Selena no se dejaba agarrar de las mujeres, sólo de los hombres. Además le tenían miedo cuando la miraban enfurecida y pelar sus colmillos. Así que la mona agarró esa maña y Emilce no se la aguantó. A veces yo llegaba, a veces Ronalito y a veces Marvin, el Machín. “Vení Selena mi amor, vení, vámonos para tu casa”, le decía dándole la mano hasta que la aceptaba y la regresaba a los árboles y si no, si no hacía caso, le daba una Rojita y así accedía.
     
Los clientes del restaurante jugaban con la Selena. No sé quién, pero alguien le enseño a beber cerveza. No le gustaba la Toña, sólo la Victoria. Cuando le ofrecían una Victoria la Selena se ponía feliz, chillaba encantada sin aún saborearla. Al darle la cerveza helada, la tomaba con una mano, se echaba en el suelo, con las manos agarraba el cuello de la botella y con las patas el fondo o base y se la empinaba.

La Selena era la mona más feliz del mundo cuando bebía cerveza, se escuchaban sus chillidos como si estuviera riéndose, movía de lado a lado la larga cola, gozando al babearse todo el cuello y la panza con la espuma. Se bebía una sin descanso, hasta el fondo de una sola toma, sin respirar como hacen muchos bebedores panzones que conozco.

Una vez un cliente, un extranjero, con un acento de sureño, quizás chileno o argentino, disfrutaba con su novia en el restaurante y al escuchar los chillidos de la Selena se aproximaron a ella. La Selena se enamoró del sureño. Cuando el hombre se acercó le pasó a la novia la cámara fotográfica para que le tomara fotos y la Selena se lució: le enrolló la cola en el brazo, le pasó la mano por el cuello y se acurrucaba en la mejilla del hombre dándole besos y apretándolo. Esa fue la mejor sesión fotográfica del sureño.

Tanto amor cansa y cuando ya era hora de dejar de sacar más fotos, la Selena no soltaba al hombre. La novia intentó quitárselo pero la Selena se puso furiosa y comenzó a chillar pelando los colmillos. El hombre se reía, seguro por darle celos a la novia, pero cuando sintió la fuerza de la Selena cambió de colores, dio varios gritos y tuve que salir en su auxilio.

¿Cómo? Ya sabes, con paciencia y una Victoria bien helada en mis manos. Desde que vio la cerveza se desprendió del sureño y subió a la caseta a tomársela. Con una cerveza bastaba para que la Selena se pusiera hasta el 7 Eleven. Doblaba su cabecita y daba leves chillidos como si estuviera riéndose, con un aire como de hipo entre chillidos, hasta que se quedaba dormida.

Cuando volvía por las noches de mis viajes de trabajo, noches de niebla densa y helada, llamaba a la Selena y desde su caseta daba chillidos de saludos sin asomar la cabeza. Por la mañana le daba de comer y jugaba con ella un rato. En uno de esos regresos, la llamé y respondió con un chillido suave, como sin ganas de hacerlo. Por la mañana la llamé y bajó de su caseta. Tenía un golpe en la cabeza. El día anterior se había soltado, hizo fiesta en la cocina, pero Emilce la calmó dándole con una piedra. “No había quién la agarrara, busca que hacer con esa mona que ya no la aguanto”, dijo.

Un día regresé de trabajar de Pearl Lagoon.  En esos años viajaba a El Rama, tomaba una panga hacia Bluefields, dormía allí y al día siguiente abordaba otra panga para Laguna. Un viaje cansado pero placentero, tanto de ida como de regreso. Era bastante tarde, la llamé y no escuché su chillido de bienvenida. Por la mañana la llamé y no me contestó, la busqué y no estaba. Desapareció la Selena para siempre. Emilce no podía con ella y la regaló.

Meses después, al anochecer, un chavalo se apareció cargando un saco de bramante.

“Le vendo un monito”, dijo.

Un monito, respondí.

“Sí, sí, pero está chiquito y tiene que cuidarlo bien”, respondió.

Medio vi en la oscuridad dentro del saco y vi retorcerse al monito, escuché un quejido leve, de un monito chiquito que estaba allí adentro.

¿Cuánto?, pregunté después de pensar que la casa de la Selena estaba vacía y que allí podía tener al monito.

“Ciento cincuenta córdobas”, respondió.

Está caro, pensé. En ese entonces ciento cincuenta córdobas era una montón de plata y costaba hacerlos. Además está chiquito el monito, seguí pensando pero me decidí y lo compré. Lo voy a criar, me dije.

Le pagué al chavalo y le pedí al vigilante, no me acuerdo si era José o Nando, que le pusiera la cadena y lo subiera a la caseta. Esa noche recordé a la Selena, todas sus diabluras y la vi montada en la camioneta vagando por las calles de Nueva Guinea. Me dormí feliz porque iba a criar al monito.

Me desperté temprano y vi al vigilante preocupadísimo.

¿Qué pasó?, le pregunté.

“Ese animal no es mono”, dijo.

¿Cómo que no es mono?

“No es como la Selena, es un Mono Congo, toda la noche pasó pegando gritos y me desveló”, respondió.

Vi al monito, en efecto, era un monito pero Mono Congo. “Ve que chavalo más bandido ese que me lo vendió”, pensé. Le quitamos la cadena del cuello. Poco a poco, entre las ramas de los árboles, el monito Congo se fue desplazando hasta que lo perdí de vista.

Desde entonces no he tenido otra mona. La Selena es inolvidable por su alegría al jugar con los chavalos, su gusto de sentir la brisa en su cara al pasear montada en moto o camioneta, sus chillidos al llegar a casa por la noche, sus arrechuras y las que le daba a Emilce al entrar a la cocina del restaurante y, mucho menos olvidar, que le encantaba tomarse una cerveza Victoria.

14 de Febrero de 2020
Foto: Emilce con la Selena.

viernes, 7 de febrero de 2020

EL VIEJO DETRÁS DE LA BARANDA


El viejo detrás de la baranda de concreto se sostiene de ella para estar de pie. A veces sonríe, otras veces se encuentra ensimismado. Siempre saluda a los que pasan caminando por el andén. Recibe con alegría las pocas visitas que tiene y los invita a sentarse en una mecedora de junco en el corredor que protege la baranda. Está atento cuando ve cruzar frente a su casa a los barcos que entran y salen del puerto hasta que deja de verlos al atracar en el muelle, entrar al río Escondido o cruzar la barra en dirección a alta mar. No se pierde un día claro y soleado porque espera el atardecer que pinta de color naranja acaramelado la bahía y su rostro.

Es de estatura mediana. Su cabello cano lo peina hacia atrás con brillantina. Su piel es de color café claro, piel mestiza un poco flácida. Su rostro muestra las arrugas del tiempo, pero siempre está limpio, sin barba ni bigote. Sus ojos son pequeños, de color café oscuro, el izquierdo es más pequeño que el derecho pero ambos reflejan cierta tristeza. Su nariz se desplaza un poco a la derecha, uno de sus orificios nasales es más ovalado que el otro. Sus cejas son bien pobladas y las pestañas de sus ojos son tan largas que al verlo dan la impresión que le dificultan ver. De su cuello cuelga una cadena de oro y en su dedo anular derecho aún lleva el anillo de matrimonio.

Está bien vestido, lleva con él la moda de hace muchos años. Siempre está limpio y nunca desentona con su atuendo. Usualmente lleva puestos pantalones de color negro, gris o caqui de paletones, planchados con almidón, y sus camisas preferidas con de color blanco que las usa por dentro mostrando su alto talle a la altura del ombligo. De su faja negra o café, según la ocasión, cuelga la cadena de su reloj que guarda en la bolsa derecha del pantalón. Calza botines negros ortopédicos desde el día que una caía inesperada le provocó una fractura compuesta en la pierna izquierda.

Las veces que lo veo está sentando en el corredor con la mirada fija en el horizonte. Así lo encuentro cada vez que paso por el andén y lo saludo. Evita moverse de un lado a otro porque, aunque se apoya en un andarivel, el impulso que realiza para levantar el peso de su cuerpo le causa dolor. Sufre en silencio por ello y otras causas.

Un día que pasé por su casa y me asomé al corredor por sobre la baranda, lo vi sentado en la mecedora con la mirada pérdida y lágrimas en sus mejillas.

¿Por qué llora?, pregunté.

Por nada y por todo, respondió y con un pañuelo se secó las lágrimas. Por nada porque la nada me hace extrañar  mi niñez, mis padres, la juventud y mis hermanos. Por todo, porque lo que he perdido ha sido lo más valioso que he tenido: mi esposa que en paz descansa y mis hijos que se han ido. Por la salud que he perdido, por la soledad que me embriaga en esta casa que construí para ellos y por lo injusto que siempre perdura en el mundo.

Lloro porque no puedo caminar por la playa reventando espuma a mis pasos, porque no puedo salir al patio y rastrillar las hojas secas que se desprenden de los árboles, ni arreglar el desorden en mi bodega de viejos cachivaches, muchos menos jalar agua del pozo que con tanto esmero he conservado pura con el paso de los años. Lloro porque perdí mil oportunidades de pedirle perdón a mis seres amados por las faltas cometidas, por el tiempo desperdiciado en fantasías irrealizables, porque el tiempo ablanda soberbios corazones y este encierro me consume como al cuerpo el fuego de una hoguera. Lloro para aliviar mis pesares, porque el peor sufrimiento que tiene un hombre es el dolor que ahoga en su corazón y se convierte en un fantasma enloquecido que ha quedado atrapado eternamente en la profundidad de una cueva oscura.

Tras una larga pausa se meció unos instantes y dijo: se hace tarde, debo ir al baño.

El viejo jaló su pierna fracturada con ambas manos, al tenerla en la misma posición que la sana, tomó el sostenedor del andarivel. De un impulso se suspendió y quedó mirando como hechizado por encima de la baranda el sol que caía en el horizonte. La mecedora que ocupaba seguía balanceándose como si estuviera ocupada por un ser invisible. Levantó unos centímetros el andarivel y, a la distancia de un paso, lo volvió a colocar con firmeza en el piso. Dio un paso con la pierna sana y arrastró la enferma hasta igualarlo y así, poco a poco, paso sano, paso enfermo, el viejo detrás de la baranda entró encorvado a la sala de su casa minutos después que el sol se desvanecía y él desaparecía en sus aposentos.

Desde allí, desde la sala aún iluminada por el moribundo sol, estoy casi seguro que escuché su voz diciendo, mañana, regresa mañana. Bajé al sector del muelle de las pangas y caminé en dirección al parque, pasando por los tanques de la Esso. En el trayecto me imaginé a mi abuelo Felipe como en sus mejores años, lleno de vida y sonriente, libre de pesares y movimientos, acompañándome en la caminata por el antiguo puerto de El Bluff.


Jueves, 6 de febrero de 2020.
Foto: Felipe Alvarez.

miércoles, 22 de enero de 2020

CAMBIO DE RUTA: CALLES Y VIEJOS



Al ver hacia el Este pensé que llovería pero cuando el sol se asomó entre nubes grises comencé a caminar. Salí a la bocacalle del complejo judicial y vi a doña Damaris sonreírme al palmear la masa de las tortillas que vende al lado de su puesto de venta de verduras; últimamente vende Apio en bolsas para que lo cultives en tu patio.

Más adelante me fijé en una de las casas más viejas de Nueva Guinea y me di cuenta que ahora está deshabitada, en ruinas, y por ello es muy probable que un día de estos se derrumba con un viento fuerte del noreste ya que está ubicada frente a la antigua pista, en uno de los puntos más elevados de la ciudad.

No vi a Alan Forbes sólo a doña Rita y nos saludamos. A Alan siempre, casi siempre lo veo frente a su casa, barriendo o recogiendo la basura de la acera y cuneta, ahora casi no lo veo fumar, dice que está dejando el vicio pero doña Rita me hace señas de que no, que siempre se escapa al balcón del segundo piso a ver el movimiento que hay en la pista (cruce de personas, chavalos jugando béisbol y fútbol, animales pastoreando entre ellos los bueyes de Payin y los caballos de Huete, camiones y buses parqueados, entre otras cosas) y a fumarse su cigarrito.

Al pasar por donde era el Bombazo doblé hacia el lado del hospital, en dirección al río El Zapote. Al bajar la pendiente vi al Dr. Cuevas sentado en el corredor de su casa. Casi no podía verlo porque frente a él había un cerro de tierra que dificulta el paso de los transeúntes hacia su clínica. Nos saludamos y le hice señas preguntando sobre el cerro de tierra. “Tengo meses de estar así”, dijo. Nadie resuelve este problema, lo he planteado en la alcaldía y nada, agregó y seguí en mi caminata pensando en que prácticamente lo tienen trancado. Los grandes tumultos de tierra que fueron extraídos al romper la calle para mejorar el sistema de agua potable se acumulan hasta llegar al hospital. La calle, una de las más importantes de la ciudad, por el acceso al hospital, la entrada y salida de vehículos hacia las colonias y en busca de la carretera a Bluefields, se encuentra abandonada.

Casi frente al hospital un bus que hace la ruta entre Nueva Guinea y Bluefields se encontraba parqueado porque otros vehículos que circulaban hacia el norte, hacia el sector del mercado, no cedían el paso. El sonido de los pitos mantenía en alerta a una mujer que montaba un caballo y jalaba a otro que también llevaba carga hacia el sector del mercado. Hasta que el bus logró pasar la mujer siguió cabalgando con la tensión dibujada en su rostro.

Los cerros de tierra desaparecieron y seguí en mi caminata. Al llegar a las cantinas del Zapote gire hacia el corral de piedra y subí hacia el PALI. “¿Por qué del hospital hacia arriba hay cerros de tierra acumulados en la calle y del hospital hacía abajo no? ¿Habrán terminado de meter los tubos en ese trecho?”, pensaba y me encontré subiendo la pendiente con el corazón acelerado. Esa es una de las pendientes más elevadas que hay en las calles de Nueva Guinea. Cerca de su casa me encontré a Donald Ríos. Estaba esperando las tortillas para el desayuno. “Ya no voy a la finca, ahora descanso”, dijo y seguí subiendo hasta salir a la calle del PALI.  Luego doble a la izquierda y coroné la pendiente al llegar a la casa de mi amigo Julio Amador, el hombre cuyo fantasma tiene compañía.

Ahora, por dónde agarro, pensé y seguí caminando en la cuadra del extremo este de la antigua pista de aterrizaje, en dirección a la Policía. Allí me encontré con Alejandro Albuquerque. “Me ganaste, dijo el pelón, esta lluvia no me deja salir”. Yo tenía cinco días y hasta hoy vi el sol, no es ganga salir a caminar y mojarse, peligroso una gripe mal pegada, menos en estos tiempos, le dije. “Sí, más ahora que estas poniéndote viejo”, respondió. Lo evito le dije y seguí mi camino.

Las mujeres del mercadito campesino comenzaban a arreglar sus puestos de venta y las que hacen güirilas ya las tenían en el fuego. Cruce la rotonda de Sandino, la vulcanizadora y la Fifi preparaba un gran caldero en el fuego. ¿De qué vas a hacer la sopa?, pregunté. “De cola con médula, seso y todas la verduras que te imagines”, dijo alegre y recordé la buenas sopas que prepara, sopas de pura vida como dicen los tiquillos.

Y es que el tema de la vejez siguió en el camino. Un chavalo que trabaja en el INSS estaba pendiente de la fila que hacían los señores de la tercera edad en Banpro. “Haciendo ejercicio”, dijo al verme. Sí, para durar muchos años más y seguir firmándole el acta de fe de vida”, le dije. Al cruzar la calle vi de espalda a un señor que caminaba apoyándose en un bastón y un chavalo lo tomaba del brazo. Al alcanzarlo vi que era don Wilfredo Murillo, un viejo carpintero de Nueva Guinea. Me detuve a conversar con él.

Don Wil, me alegra verlo. ¿Cómo está?

“Así como me ve, con este bastón”, dijo con la mirada fija en mí.

¿Y la carpintería? Tenía que preguntarle sobre la carpintería porque recuerdo que hizo todas las puertas de mi casa de Cedro Real y mochetas de Coyote que aún, con el paso de los años, siguen como recién hechas, sin perder su brillo y fineza.

“Eso se acabó hace años. La madera está carísima, los materiales por los cielos y la gente no quiere pagar lo que vale un buen trabajo”, dijo.

Se perdió la tradición, su hijo no siguió sus pasos en la carpintería, dije.

“Este chavalo es mi nieto, es mi heredero, este va a heredarme todo, hasta lo sandinista”, dijo Don Wilfredo.

Le di cinco vueltas al parque y regresé por la calle central. Valió la pena el cambio de ruta porque me encontré con amigos que tenía mucho tiempo de no ver y con la calle del hospital destrozada, la calle que más prioridad debería de tener en su reparación y mantenimiento, pensé al llegar a casa.

22/01/2020

miércoles, 8 de enero de 2020

PALACIO DEL CAFÉ


Terminé mi siesta del mediodía –siempre la hago pero me sentía cansado porque he reiniciado mis caminatas mañaneras después de varios meses de inactividad– y me dispuse a ver las noticias en la tele. De pronto ella se acercó empaquetada, perfumada y sosteniendo su cartera de mano.

“Nos vemos más tarde”, dijo.

¿Para dónde vas?

“A la calle”

¿A la calle?

Que alegre, pensé, empaquetada y va para la calle sin querer decirme nada.

“Me quiero tomar una limonada con hierbabuena de las que preparan en el Palacio del Café. Voy con Ronald Tadashi”, dijo.

¡Invítame!

“Andá poneté los zapatos y nos vamos”, dijo.

Nos subimos al Suzuki Samurai. Ronald Tadashi iba bien portadito en el asiento de atrás, a él lo había invitado antes que a mí por supuesto, y pasamos viendo una calle nueva que han abierto.

“Ve que bonitas esas casas”, dijo.

También han abierto un nuevo bar, allí está, mirá, le dije.

“Qué barbaridad, una calle nueva y no pueden darle mantenimiento a la que va para para el lado de  donde vivimos, no por nosotros, sino por las más de cincuenta casas que hay ahora, y otra cantina", dijo.

La alcaldesa dice que ya pronto van a reparar todas las calles. La cantina es un nuevo emprendimiento en tiempos de crisis, dije. No respondió, solamente se puso a reír.

Llegamos al Palacio del Café. No había terminado de cerrar las puertas del jeep cuando Ronald Tadashi se disponía a subir las gradas hacia el segundo piso. Pensé en las escaleras y en las estadísticas de accidentes por caídas. La mayor parte de los accidentes por caías se dan en los primeros tres escalones, tanto de subida como de bajada, pero es al bajar cuando las caías son más peligrosas. Si no te da tiempo de reaccionar, de agarrarte, son casi mortales en la medida de que son más elevadas y de mayor pendiente. La escalera de acceso al Palacio del Café es de madera con soporte metálico, en forma de zigzag con pasamos y un área de descanso.

Al subirlas llegamos al balcón del local que dispone de unas seis mesas, dos de ellas estaban ocupadas, más una barra en la que te podés sentar en unas sillas altas y mirar el movimiento de la calle, hacia la eskimería y al parque central. Ella sin dudarlo le tomó la mano a Ronald Tadashi y entró al centro del local.

Se dirigió a una mesa ubicada a la izquierda, en un rincón. El local es pequeño, hay unas cinco mesas y frente a ellas un exhibidor de pasteles, jugos, agua y una barra de madera. En las paredes cuelgan cuadros que son tazas humeantes de café. Detrás de la barra lo habitual: refrigerador, cafeteras, licuadoras y otros electrodomésticos. A la derecha, al fondo hay un servicio sanitario. Entre este espacio y el balcón, hay ventanales de vidrio por lo que no te sentís comprimido y a ello contribuye mucho el aire acondicionado. Los aromas de pasteles, licuados, alimentos y café, hacen que te sientas en un ambiente acogedor.

Nos atendió la esposa de Marcio Palacios Jr. Me di cuenta en ese instante que ellas habían platicado por la mañana en el supermercado y, bueno, caí en la cuenta de que la conspiración es enorme, todos se dan cuenta menos vos, pero no dije nada, mejor cállate y disfrutá, pensé.

Ella pidió una limonada con hierbabuena, eso era el antojo, y una para Ronald Tadashi además de una hamburguesa con queso para niños. La Sra. Palacios me preguntó que iba a ordenar, sugirió un café, pero dije que solamente una rebanada de pastel de limón.

Un hombre solitario ocupaba la mesa vecina y nos saludamos. Hace muchos años que no nos mirábamos y hablamos de su trabajo, de cómo van las cosas y, contradictoriamente a lo que ocurre, cierre de negocios, apertura de nuevos que duran tres a cuatro meses, señaló que el negocio de la empresa para la que labora ha mejorado sustancialmente, que los pedidos que le hacen de productos han crecido.

Mientras conversábamos sirvieron las limonadas. Ronald Tadashi me dejó probarla y estaba deliciosa. Luego le sirvieron su hamburguesa con queso y papas fritas y le abrí la bolsita de salsa de tomate mientras ella saboreaba la limonada como si nunca la hubiera probado, dándose el gusto que tenía, saciando el antojo. Me sirvieron el pastel de limón y los sentí tan delicioso como el que prepara mi hija.

Seguí conversando con el hombre y explicó que era algo excepcional porque la empresa, una empresa grande a nivel nacional, ha asumido varias marcas que cerraron y se fueron del país. La gama de productos que oferta ha crecido y con ello los pedidos en las diferentes zonas del país que visita.

Luego, Marcio se acercó a la mesa. Nos saludamos y dijo que mis nietas, Daniela y María Fernanda, han visitado varias veces con mi hija el Palacio del Café y que el lugar preferido de ellas es la barra del balcón. La esposa de Marcio me sirvió un vaso de agua con hielo y el pastel de limón desapareció del platillo minutos después.

¿Qué tenés en la cara Ronald Tadashi?, pregunto ella. Tenía la cara llena de salsa de tomate, queso amarillo y mayonesa y reía de satisfecho. Llamé a mi hijo Ronald y dijo que ya llegaba a buscarlo. Lo limpió y nos despedimos de Marcio y su esposa. También del hombre que insinuó que le va mejor que antes en la empresa que trabaja.

Bajamos la escalera y, entre gradas, pensaba en el tiempo agradable que pasamos, en los retos que una pequeña empresa familiar debe enfrentar en época de crisis y, al salir a la calle, ella sonreía con la seguridad de que íbamos a regresar por una limonada de hierbabuena en los próximos días.

07/01/2020