miércoles, 22 de enero de 2020

CAMBIO DE RUTA: CALLES Y VIEJOS



Al ver hacia el Este pensé que llovería pero cuando el sol se asomó entre nubes grises comencé a caminar. Salí a la bocacalle del complejo judicial y vi a doña Damaris sonreírme al palmear la masa de las tortillas que vende al lado de su puesto de venta de verduras; últimamente vende Apio en bolsas para que lo cultives en tu patio.

Más adelante me fijé en una de las casas más viejas de Nueva Guinea y me di cuenta que ahora está deshabitada, en ruinas, y por ello es muy probable que un día de estos se derrumba con un viento fuerte del noreste ya que está ubicada frente a la antigua pista, en uno de los puntos más elevados de la ciudad.

No vi a Alan Forbes sólo a doña Rita y nos saludamos. A Alan siempre, casi siempre lo veo frente a su casa, barriendo o recogiendo la basura de la acera y cuneta, ahora casi no lo veo fumar, dice que está dejando el vicio pero doña Rita me hace señas de que no, que siempre se escapa al balcón del segundo piso a ver el movimiento que hay en la pista (cruce de personas, chavalos jugando béisbol y fútbol, animales pastoreando entre ellos los bueyes de Payin y los caballos de Huete, camiones y buses parqueados, entre otras cosas) y a fumarse su cigarrito.

Al pasar por donde era el Bombazo doblé hacia el lado del hospital, en dirección al río El Zapote. Al bajar la pendiente vi al Dr. Cuevas sentado en el corredor de su casa. Casi no podía verlo porque frente a él había un cerro de tierra que dificulta el paso de los transeúntes hacia su clínica. Nos saludamos y le hice señas preguntando sobre el cerro de tierra. “Tengo meses de estar así”, dijo. Nadie resuelve este problema, lo he planteado en la alcaldía y nada, agregó y seguí en mi caminata pensando en que prácticamente lo tienen trancado. Los grandes tumultos de tierra que fueron extraídos al romper la calle para mejorar el sistema de agua potable se acumulan hasta llegar al hospital. La calle, una de las más importantes de la ciudad, por el acceso al hospital, la entrada y salida de vehículos hacia las colonias y en busca de la carretera a Bluefields, se encuentra abandonada.

Casi frente al hospital un bus que hace la ruta entre Nueva Guinea y Bluefields se encontraba parqueado porque otros vehículos que circulaban hacia el norte, hacia el sector del mercado, no cedían el paso. El sonido de los pitos mantenía en alerta a una mujer que montaba un caballo y jalaba a otro que también llevaba carga hacia el sector del mercado. Hasta que el bus logró pasar la mujer siguió cabalgando con la tensión dibujada en su rostro.

Los cerros de tierra desaparecieron y seguí en mi caminata. Al llegar a las cantinas del Zapote gire hacia el corral de piedra y subí hacia el PALI. “¿Por qué del hospital hacia arriba hay cerros de tierra acumulados en la calle y del hospital hacía abajo no? ¿Habrán terminado de meter los tubos en ese trecho?”, pensaba y me encontré subiendo la pendiente con el corazón acelerado. Esa es una de las pendientes más elevadas que hay en las calles de Nueva Guinea. Cerca de su casa me encontré a Donald Ríos. Estaba esperando las tortillas para el desayuno. “Ya no voy a la finca, ahora descanso”, dijo y seguí subiendo hasta salir a la calle del PALI.  Luego doble a la izquierda y coroné la pendiente al llegar a la casa de mi amigo Julio Amador, el hombre cuyo fantasma tiene compañía.

Ahora, por dónde agarro, pensé y seguí caminando en la cuadra del extremo este de la antigua pista de aterrizaje, en dirección a la Policía. Allí me encontré con Alejandro Albuquerque. “Me ganaste, dijo el pelón, esta lluvia no me deja salir”. Yo tenía cinco días y hasta hoy vi el sol, no es ganga salir a caminar y mojarse, peligroso una gripe mal pegada, menos en estos tiempos, le dije. “Sí, más ahora que estas poniéndote viejo”, respondió. Lo evito le dije y seguí mi camino.

Las mujeres del mercadito campesino comenzaban a arreglar sus puestos de venta y las que hacen güirilas ya las tenían en el fuego. Cruce la rotonda de Sandino, la vulcanizadora y la Fifi preparaba un gran caldero en el fuego. ¿De qué vas a hacer la sopa?, pregunté. “De cola con médula, seso y todas la verduras que te imagines”, dijo alegre y recordé la buenas sopas que prepara, sopas de pura vida como dicen los tiquillos.

Y es que el tema de la vejez siguió en el camino. Un chavalo que trabaja en el INSS estaba pendiente de la fila que hacían los señores de la tercera edad en Banpro. “Haciendo ejercicio”, dijo al verme. Sí, para durar muchos años más y seguir firmándole el acta de fe de vida”, le dije. Al cruzar la calle vi de espalda a un señor que caminaba apoyándose en un bastón y un chavalo lo tomaba del brazo. Al alcanzarlo vi que era don Wilfredo Murillo, un viejo carpintero de Nueva Guinea. Me detuve a conversar con él.

Don Wil, me alegra verlo. ¿Cómo está?

“Así como me ve, con este bastón”, dijo con la mirada fija en mí.

¿Y la carpintería? Tenía que preguntarle sobre la carpintería porque recuerdo que hizo todas las puertas de mi casa de Cedro Real y mochetas de Coyote que aún, con el paso de los años, siguen como recién hechas, sin perder su brillo y fineza.

“Eso se acabó hace años. La madera está carísima, los materiales por los cielos y la gente no quiere pagar lo que vale un buen trabajo”, dijo.

Se perdió la tradición, su hijo no siguió sus pasos en la carpintería, dije.

“Este chavalo es mi nieto, es mi heredero, este va a heredarme todo, hasta lo sandinista”, dijo Don Wilfredo.

Le di cinco vueltas al parque y regresé por la calle central. Valió la pena el cambio de ruta porque me encontré con amigos que tenía mucho tiempo de no ver y con la calle del hospital destrozada, la calle que más prioridad debería de tener en su reparación y mantenimiento, pensé al llegar a casa.

22/01/2020

miércoles, 8 de enero de 2020

PALACIO DEL CAFÉ


Terminé mi siesta del mediodía –siempre la hago pero me sentía cansado porque he reiniciado mis caminatas mañaneras después de varios meses de inactividad– y me dispuse a ver las noticias en la tele. De pronto ella se acercó empaquetada, perfumada y sosteniendo su cartera de mano.

“Nos vemos más tarde”, dijo.

¿Para dónde vas?

“A la calle”

¿A la calle?

Que alegre, pensé, empaquetada y va para la calle sin querer decirme nada.

“Me quiero tomar una limonada con hierbabuena de las que preparan en el Palacio del Café. Voy con Ronald Tadashi”, dijo.

¡Invítame!

“Andá poneté los zapatos y nos vamos”, dijo.

Nos subimos al Suzuki Samurai. Ronald Tadashi iba bien portadito en el asiento de atrás, a él lo había invitado antes que a mí por supuesto, y pasamos viendo una calle nueva que han abierto.

“Ve que bonitas esas casas”, dijo.

También han abierto un nuevo bar, allí está, mirá, le dije.

“Qué barbaridad, una calle nueva y no pueden darle mantenimiento a la que va para para el lado de  donde vivimos, no por nosotros, sino por las más de cincuenta casas que hay ahora, y otra cantina", dijo.

La alcaldesa dice que ya pronto van a reparar todas las calles. La cantina es un nuevo emprendimiento en tiempos de crisis, dije. No respondió, solamente se puso a reír.

Llegamos al Palacio del Café. No había terminado de cerrar las puertas del jeep cuando Ronald Tadashi se disponía a subir las gradas hacia el segundo piso. Pensé en las escaleras y en las estadísticas de accidentes por caídas. La mayor parte de los accidentes por caías se dan en los primeros tres escalones, tanto de subida como de bajada, pero es al bajar cuando las caías son más peligrosas. Si no te da tiempo de reaccionar, de agarrarte, son casi mortales en la medida de que son más elevadas y de mayor pendiente. La escalera de acceso al Palacio del Café es de madera con soporte metálico, en forma de zigzag con pasamos y un área de descanso.

Al subirlas llegamos al balcón del local que dispone de unas seis mesas, dos de ellas estaban ocupadas, más una barra en la que te podés sentar en unas sillas altas y mirar el movimiento de la calle, hacia la eskimería y al parque central. Ella sin dudarlo le tomó la mano a Ronald Tadashi y entró al centro del local.

Se dirigió a una mesa ubicada a la izquierda, en un rincón. El local es pequeño, hay unas cinco mesas y frente a ellas un exhibidor de pasteles, jugos, agua y una barra de madera. En las paredes cuelgan cuadros que son tazas humeantes de café. Detrás de la barra lo habitual: refrigerador, cafeteras, licuadoras y otros electrodomésticos. A la derecha, al fondo hay un servicio sanitario. Entre este espacio y el balcón, hay ventanales de vidrio por lo que no te sentís comprimido y a ello contribuye mucho el aire acondicionado. Los aromas de pasteles, licuados, alimentos y café, hacen que te sientas en un ambiente acogedor.

Nos atendió la esposa de Marcio Palacios Jr. Me di cuenta en ese instante que ellas habían platicado por la mañana en el supermercado y, bueno, caí en la cuenta de que la conspiración es enorme, todos se dan cuenta menos vos, pero no dije nada, mejor cállate y disfrutá, pensé.

Ella pidió una limonada con hierbabuena, eso era el antojo, y una para Ronald Tadashi además de una hamburguesa con queso para niños. La Sra. Palacios me preguntó que iba a ordenar, sugirió un café, pero dije que solamente una rebanada de pastel de limón.

Un hombre solitario ocupaba la mesa vecina y nos saludamos. Hace muchos años que no nos mirábamos y hablamos de su trabajo, de cómo van las cosas y, contradictoriamente a lo que ocurre, cierre de negocios, apertura de nuevos que duran tres a cuatro meses, señaló que el negocio de la empresa para la que labora ha mejorado sustancialmente, que los pedidos que le hacen de productos han crecido.

Mientras conversábamos sirvieron las limonadas. Ronald Tadashi me dejó probarla y estaba deliciosa. Luego le sirvieron su hamburguesa con queso y papas fritas y le abrí la bolsita de salsa de tomate mientras ella saboreaba la limonada como si nunca la hubiera probado, dándose el gusto que tenía, saciando el antojo. Me sirvieron el pastel de limón y los sentí tan delicioso como el que prepara mi hija.

Seguí conversando con el hombre y explicó que era algo excepcional porque la empresa, una empresa grande a nivel nacional, ha asumido varias marcas que cerraron y se fueron del país. La gama de productos que oferta ha crecido y con ello los pedidos en las diferentes zonas del país que visita.

Luego, Marcio se acercó a la mesa. Nos saludamos y dijo que mis nietas, Daniela y María Fernanda, han visitado varias veces con mi hija el Palacio del Café y que el lugar preferido de ellas es la barra del balcón. La esposa de Marcio me sirvió un vaso de agua con hielo y el pastel de limón desapareció del platillo minutos después.

¿Qué tenés en la cara Ronald Tadashi?, pregunto ella. Tenía la cara llena de salsa de tomate, queso amarillo y mayonesa y reía de satisfecho. Llamé a mi hijo Ronald y dijo que ya llegaba a buscarlo. Lo limpió y nos despedimos de Marcio y su esposa. También del hombre que insinuó que le va mejor que antes en la empresa que trabaja.

Bajamos la escalera y, entre gradas, pensaba en el tiempo agradable que pasamos, en los retos que una pequeña empresa familiar debe enfrentar en época de crisis y, al salir a la calle, ella sonreía con la seguridad de que íbamos a regresar por una limonada de hierbabuena en los próximos días.

07/01/2020