domingo, 30 de mayo de 2010

LA TRAGEDIA DEL JAMAICA

En el salón principal del barco se desarrollaba una fiesta de despedida de año y varias muchachas del puerto acudieron invitadas por el capitán. Entre las más bellas figuraban Gloria, Leonor, Luz y Rosa María. Una semana antes del evento estuvieron practicando el baile de diversas piezas musicales que estaban de moda en Panamá para lucirse en la fiesta. Mitchell hacia viajes en su goleta cada quince días a Colón y desde allá les seleccionaba los discos para deleitarlas con el ritmo y la forma de bailarlos. Todas estaban pendientes de sus viajes, pero era Luz quien recibía los discos, mientras sus amigas acudían a su casa para aprender de Mitchell, quien les enseñaba placenteramente a cambio de una cuarta de guaro lija servido en una botellita de salsa inglesa Lea and Perrings. Además de los viajes a Colón, se ganaba la vida haciendo la travesía diaria entre Bluefields y El Bluff, trasladando pasajeros y eventualmente todo tipo de carga para los establecimientos de comerciantes chinos, quienes se habían radicado con sus familias, manteniendo el linaje sin mezclarse con los lugareños y compartiendo antiguas costumbres en su club social, conocido popularmente como el “club chino” de Bluefields.

Vincent LeFranc, originario de Le Cronquet, un pequeño puerto de pescadores situado en la costa oeste de Francia y con más de quince años de vivir en el puerto, era el jefe del muelle. Su juventud transcurrió en Le Cronquet. Desde los nueve años acompañaba a su padre en las faenas de pesca y por las tardes observaba melancólico el crepúsculo desde el faro Kermorvan, situado en la península del puerto, añorando navegar más allá de esas costas. Se había asentado, después de 30 años de vida como marino de barcos mercantes, al encontrar la mujer de su vida. Decidió no volver a la mar ni seguir buscando el amor, porque Zoila, su mujer, era bella y le brindaba la paz y el placer que nunca encontró en incontables aventuras de marino que sostuvo en más de sesenta puertos que visitó en el Caribe, Norteamérica y Europa. Por su fama de hombre aventurero muchos decían que le había dado un embrujo llamado “obeah”, haciendo que acudiera puntualmente todos los días a su casa a las cinco y treinta minutos de la tarde después de concluir sus labores en el muelle. En ocasiones, cuando las exigencias del trabajo no se lo permitían, Zoila llegaba a buscarlo al muelle y todos los hombres sin excepción, tanto estibadores como marinos y trabajadores de la aduana, se babeaban literalmente al verla caminar con estilo erguido, moviendo su estrecha cintura al ritmo del péndulo de un reloj lento, caderas amplias y redondas, pechos protuberantes y sólidos, pelo lacio caído hasta los hombros, ojos negros intensos con forma de almendra y labios carnosos. -¡No la mires tanto que puede embrujarte! -decía alguno de los que sentía su fuerte presencia. -¡Cuidado pisas su sombra porque puedes enloquecerte de amor! -decía otro. Ese temor hacía la bella Zoila solamente Mr. LeFranc, así le llamaban todos en el puerto, pudo superarlo. Asumió el riesgo de cortejarla y, al ser correspondido por el amor apasionado de ella, quedó encantado de la vida en tierra firme y nunca más volvió a navegar.

Para el evento, Mr. LeFranc contrató una cuadrilla de estibadores, compuesta de cincuenta hombres provenientes en su mayoría de Bluefields, con el fin de poner toda la carga desembarcada de diferentes barcos, que arribaron al puerto en la semana, en el lugar preciso. Los barriles de combustible eran bajados por grandes mástiles de madera movidos por fuerza mecánica y humana, envueltos en redes de mecate que caían en el muelle sobre llantas, los que al rebotar eran atrapados al instante por los estibadores para rodarlos hacia un sitio transitorio. Felipe, asistente de Mr. LeFranc y responsable de Bodega, dispuso que todos los barriles que contenían gasolina para avión fueran acomodados a lo largo de la pared de la bodega, siguiendo el orden los que contenían gasolina, kerosén y diésel. Más de mil quinientos barriles de cincuenta y cinco galones fueron acomodados a lo largo del muelle. La gasolina de avión era trasladada hacia Bluefields y Puerto Cabezas por barco para el suministro de los aviones que volaban desde Managua, haciendo escala a su regreso por La Libertad, pueblo minero de Chontales. Una vez que acomodaron los barriles, Felipe decidió que el muelle debía ser lavado a lo largo y ancho con agua y detergente para quitarle los restos de combustible. Tres horas pasaron los cincuenta hombres sacando agua de la bahía y esparciéndola sobre la vieja madera del muelle, restregándola con cepillos en grupos de diez, hasta quedar totalmente escurrido y seco por el inclemente sol de la tarde. Su brillo era tan intenso que la madera aparentaba estar recién maqueada.

Los estibadores recibieron doble paga al concluir su labor y, a las cuatro de la tarde, los Bluefileños se trasladaron en el barco de Mitchell a sus casas. Al llegar a Bluefields una hora después, trasladó de regreso a El Bluff a invitados de la ciudad, entre los que figuraban el juez local, el alcalde, el jefe de policía y el diputado eterno ante el congreso nacional, todos acompañados de sus esposas y amigas cercanas para embellecer aún más la ocasión.

Como en todas partes, las familias del puerto hacían sus preparativos para la fiesta de fin de año. Muchas habían recibido días antes familiares que los visitaban desde el Pacifico, haciendo la travesía de quince días desde San Carlos, pasando por el Castillo hasta llegar a la barra de El Colorado donde se embarcaban en el barco “María del Socorro” que los trasladaba al puerto. Familias vecinas celebraban juntas y con anticipación definían la comida que prepararían para la cena, dividiéndose los platos a degustar, entre los que figuraban langostas horneadas con mantequilla, camarones empanizados, ensalada de papa con camarones, piernas de cerdo horneadas, jamones importados, pan escocés, pan de frutas, manzanas, uvas, peras y la infaltable sopa para después de las doce de la noche así como botellas de whisky y cervezas importadas. Era un ambiente de familias ampliadas, donde cada cierto tiempo, se hacían visitas entre ellas para conocer los pormenores de los preparativos; los invitados, los trajes a lucir, los adornos y definir la hora en que cada una recibiría a la otra para festejar. Así transcurrió esa tarde especial para esperar en grande el nuevo año. A partir de las siete de la noche comenzaron a celebrar por un año más de progreso, salud y bienestar.

El muelle estaba iluminado por faroles alimentados de kerosén y el barco brillaba como un diamante sin importar las toneladas de carbón que se pudieran consumir esa noche. Tenía varios días de estar atracado en el muelle. Era de hierro con miles de remaches en su casco y la energía para moverlo la brindaba su enorme caldera de vapor. Como de costumbre, en la popa tenia izada la bandera de Jamaica de donde era originario y, desde el borde dos metros abajo, su nombre en grandes letras pintadas de verde acuñadas en el hierro: Jamaica. Hacía sus travesías entre el puerto de El Bluff y Jamaica así como entre las Antillas menores, New Orleans y Panamá. La carga completa había sido desembarcada en el muelle de madera y esperaban en los próximos días a cinco lanchones, que desde Kukra Hill, El Rama y río arriba, trasladaban bananos, hule y cacao cuyo destino final era New Orleans haciendo escala en Kingston.

Twi Twi observaba desde el muelle como hipnotizado el barco iluminado y al tumulto de gente que entraba entusiasmada a la fiesta vistiendo sus mejores trajes. -¡Mañana tendré que hacer varios viajes de carbón! -pensó. De origen garífono, su nombre verdadero era Ubaldo. Tocaba el clarinete y pasaba la mayor parte del tiempo afinándolo produciendo un sonido algo parecido a “twi, twi, twi” razón por la cual la gente lo llamaba Twi Twi. Además se ganaba la vida con un pequeño bote con el que pescaba, y era el responsable de trasladar desde “la carbonera” el carbón mineral que los barcos noruegos, alemanes, ingleses, panameños y estadounidenses en cada travesía descargaban para posteriormente volver a reabastecerse. Entre los diferentes barcos que atracaban en el puerto fueron creando ese sitio, llamado por todos “la carbonera”, funcionando como una bodega común. Controlaba exactamente la cantidad de carbón que le tocaba a cada uno, sin llevar cuenta alguna en papel, porque no sabía escribir. Con una pala cargaba su pequeño bote y lo trasladaba para alimentar las bodegas de los barcos.

Los guardias del guardacostas, desde un extremo del muelle, acantonados en el sitio que eternamente han ocupado, jugaban una partida de naipes y de reojo estaban a la expectativa de lo que sucedía sin prestar la debida importancia, porque su comandante y los altos oficiales con sus esposas, también estaban entre los invitados y podían entretenerse sin ser sancionados.

La noche estaba esplendida. Iluminada por miles de estrellas que en conjunto con las luces del Jamaica y los faroles del muelle hacían que el puerto se observara con claridad desde la punta de Old Bank en Bluefields. La brisa del mar se hacía sentir por repentinas rachas de viento que azotaban la bahía provenientes del noreste, donde se ubica la playa del Tortuguero. La corriente de la bahía era cada vez más intensa, con dirección hacia la barra y rugía con su sonido característico tensando las amarras del barco, que provocaba un leve movimiento del muelle. En el otro extremo del puerto, en el muelle de los barcos pesqueros, la corriente se sentía con más fuerza debido a su proximidad a la barra. Estaban amarrados en hileras de cuatro para contrarrestar la corriente y el pequeño muelle no tenía más cupo debido a que la flota de veinte barcos estaba en puerto. Los vigilantes del muelle estaban nerviosos porque oían el rugido del mar al encontrarse con las aguas de la bahía y el rechinar de los barcos, al hacer contacto entre ellos, como tratando se desprenderse de sus amarras atraídos por algo sobrenatural.

La fiesta del Jamaica estaba animada. Los invitados bailaban en el salón y algunos marineros, convertidos por la ocasión en meseros, atendían con bocadillos y tragos de ron jamaiquino. El salón era amplio, en sus cuatro costados habían colocado sillas para los asistentes mientras que en el centro se destacaba una mesa larga que contenía comida tradicional de Jamaica, sobresaliendo charqui, cerdo a la pimienta, jerk chicken, tortilla jamaiquina, bammy y botellas de ron en abundancia. Incansables bailaban Luz, Leonor y Rosa María deleitando a los presentes con sus graciosos y novedosos movimientos. En un extremo del salón estaban reunidos el comandante del puerto, el jefe de policía, el alcalde y el diputado quienes conversaban sobre la instalación de la nueva planta de energía eléctrica en la ciudad de Bluefields.

    ¡Al fin vamos a contar con energía eléctrica por doce horas en nuestra querida ciudad! —dijo el diputado. —Ustedes no se imaginan lo que me ha costado para que el congreso aprobara el presupuesto, fueron meses de gestión —añadió.

El alcalde llevaba tres años en la silla edilicia y la gente de la ciudad cuestionaba su administración porque no se conocía obra de progreso alguna desde que asumió el cargo.

    Al final esa será la mayor obra de progreso en la ciudad bajo mi administración y estoy seguro que me recordarán, por los siglos de los siglos, porque nadie podrá evitar que ponga una placa grande con mi nombre cuando inaugure la planta eléctrica —dijo el alcalde con aire de orgullo.

El jefe de policía, originario del Pacifico, ostentaba el grado de mayor y desempeñaba sus funciones con unos quince guardias rasos, dos tenientes y un capitán, todos del centro del país. Su cuartel general estaba ubicado en el barrio Punta Fría y, como en la ciudad casi nunca se daban delitos que merecían mover su tropa, los guardias se mantenían ocupados dándole brillo a dos viejos cañones, rescatados de un galeón ingles que se hundió en la época del rey mosco, instalados frente al cuartel, como si con ellos lo pudieran defender de alguna amenaza.

    Ojala, mi querido alcalde, pronto se dé el traslado de esa planta eléctrica a la ciudad —dijo. Se llevó el vaso con el último trago a la boca, lo saboreo y dio un sobro profundo al cigarro Lucky Strike que sostenía entre los dedos índice y medio de su mano derecha.     Le prometo que de ser así, mi cuartel se mantendrá ocupado, pues vamos a movilizarnos por las noches para controlar a todos los vagos y borrachos, y si los putales no cumplen con el horario establecido, los cerramos y echamos presas a las putas, así todos nos beneficiamos con las multas —concluyó riéndose a carcajadas.

Continuaron la plática, mientras sus esposas conversaban animadamente temas sobre moda y reían a carcajadas al ver bailar a Leonor y Rosa María con el capitán del Jamaica, influenciadas por el efecto de los tragos del ron jamaiquino que contenía 50 grados de alcohol. El resto de la tripulación, principalmente los marinos que no hacían de meseros, se encontraban también celebrando con tragos de ron en la parte superior del salón, recostados en la barda de seguridad. Desde esa altura, conversaban con los habitantes del puerto que desde el muelle miraban el espectáculo. Uno de los marinos, de apellido Taylor, observó que en la cubierta se habían apagado seis lámparas que iluminaban esa parte del barco. Ya en estado de ebriedad, se dirigió a tratar de encenderlas. Alrededor de las lámparas todas las cuerdas se encontraban enrolladas y bien acomodadas en círculos perfectos. A ambos lados de la proa, en la cubierta principal, habían arpillado el día anterior cuatrocientas piezas de caoba roja que desde El cerro Wawashang, cercano a Pearl Lagoon, había sido trasladada para construir muebles en Jamaica.

Taylor llevaba una lata de kerosén para rellenar las lámparas y una caja de fósforos. Después de encender dos lámparas se dirigió a la tercera, cuando de pronto tropezó con las cuerdas y se desplomó en el piso, al mismo instante en que encendía el fósforo, derramándose el kerosén, los que al hacer contacto, iniciaron una pequeña llamarada. Apresurado trató de apagarla, pero el fuego seguía acentuándose entre las cuerdas y poco a poco la madera comenzó a quemarse, ardiendo por el soplo de la brisa que cada vez era más fuerte. Desesperado al ver que no podía contener el fuego gritó: —¡Ayúdenme, ayúdenme, se está quemando la madera! —pero a su petición nadie respondió porque todos estaban en el otro extremo del barco y no podían escucharlo.

Los guardias que jugaban “pedro”, con unos naipes chinos recién comprados en Bluefields, vieron en una de esas miradas de reojo, que se quemaba algo en la proa del Jamaica y con rapidez se movilizaron al centro del muelle donde estaba el barco. De inmediato dieron la alerta. Veinte minutos habían transcurrido desde el accidente y casi todas las amarras y la madera ardía por el fuego intenso.

Miss Lilian freía unos hermosos pargos rojos, cortados en trozos e inmersos en aceite de coco en un caldero de hierro colado y tajadas de fruta de pan, cuyos aromas se entremezclaban impregnando la cocina y el salón de algo tan exquisito que los caminantes al pasar cerca de la casa suspiraban profundamente para su deleite. Sus clientes se tomaban un cuartito de guarón en el salón y disfrutaban bailando la canción de moda “una linda mujer” cuyo ritmo sonaba en la vieja vitrola. Esa canción era de uno de los discos que Mitchell había llevado a Luz y por insistencia de Miss Lilian se lo había prestado por esa noche. Al asomarse por la ventana, en una de las tantas veces que lo hacía, pudo observar el humo que se desprendía del lado del muelle.

— ¡Herrera! -gritó, — ¡Veo fuego en el muelle! —le gritaba a su hombre que hacia la labor de mesero. Herrera no le hizo caso por estar disfrutando del baile de las mujeres, cuyos movimientos eran cada vez más sensuales y expresivos al calor de los tragos. Por segunda vez volvió a gritarle: — ¡Herrera, cabrón, te digo que hay un fuego en el muelle!, ¡Apúrate que algo se está quemando! — y de inmediato dejo de seguir cocinando. Al asomarse al fin por la ventana, el ex miembro de la Guardia, sargento en retiro, pudo ver que en realidad había un incendio y sin pensarlo dos veces dio la alarma a sus clientes, los que juntos con él salieron corriendo apresurados hacia el muelle con curiosidad de ver lo que pasaba. En su veloz y desesperada carrera, Herrera pasó gritando frente a la casa de Mr. LeFranc: — ¡Se está quemando el muelle! — y al ver que no respondía volvió a gritar: — ¡Hay un incendio en el muelle! — y sin dudarlo golpeó la puerta.

Mr. LeFranc en esos momentos disfrutaba los placeres que Zoila le brindaba para después acudir a la fiesta. Al oír los gritos y golpes, tomó su ropa a toda prisa, se vistió, se puso los zapatos y descendió velozmente las veinticinco gradas que lo condujeron al pasillo que separa el cuartel de la guardia y la bodega de la aduana y, al salir al muelle, observó la llamarada intensa en la cubierta del Jamaica. Desconcertado por el fuego, lo primero que pensó fue que los mil quinientos barriles de combustible se quemarían, arrasando con el muelle de madera, las bodegas y casas cercanas provocando fuertes explosiones que harían desaparecer el puerto. Giró su mirada a la derecha y observó que los guardias soltaban el barco guardacostas, en esos tiempos construido de madera, para alejarlo y evitar que se quemara. Sin dudarlo comenzó a gritarles desesperadamente a los guardias y a los que se había aglomerado en el muelle: — ¡Suelten rápido las amarras del Jamaica!, ¡Corten las malditas cuerdas!, ¡Dejen que se lo lleve la corriente! —y se acercó al portón principal de la bodega donde Felipe se dedicaba a abrirlo para rescatar documentos y objetos de mayor valor.

Los habitantes del puerto que admiraban desde el muelle la fiesta salieron horrorizados por las intensas llamas y el riesgo de las explosiones. Apresurados pasaban gritando en su carrera por las casas: — ¡Se quema el Jamaica!, ¡Se va a quemar el muelle!, ¡Van a explotar los barriles!, ¡Salgan de sus casas! —y las familias que festejaban a lo grande por el año nuevo, al ver correr despavoridos a los que daban el aviso, comenzaron a salir de sus casas y se dirigieron hacia el este de puerto, buscando refugio en la loma del faro, el que con sus luces indicaba a los barcos su cercanía a tierra firme.

Todos estaban desconcertados sin saber qué hacer. De pronto, Herrera tomó un hacha que tenía Felipe en la bodega y comenzó a cortar cada una de las gruesas cuerdas con velocidad nunca antes vista en el puerto, aun cuando el capitán y el primer maestre oponían resistencia clamando a gritos desde el barco: — ¡Nosotros vamos a apagar el incendio!, ¡No lo suelten!, ¡Por favor, no suelten el barco! — y corrían de un lado a otro horrorizados. El capitán de manera apresurada trataba de movilizar a su tripulación para sofocar las llamas que ya habían devorado la madera, las cuerdas y poco a poco se trasladaba hacia la enorme chimenea. Los marinos corrían borrachos sin saber qué hacer. Las amarras ya habían sido cortadas y los invitados seguían en la fiesta sin darse cuenta que el Jamaica se quemaba a la deriva arrastrado por la corriente. En las aguas de la bahía, a unos veinte metros del muelle, todos los invitados se salieron del salón al darse cuenta del incendio y gritaban: — ¡Auxilio!, ¡Auxilio!, ¡Por favor, sáquennos del barco!

Mitchell, como por obra de magia, apareció con su pequeña goleta acercándose al costado derecho del Jamaica gritando: — ¡Vuélense al agua! ¡Vuélense al agua! ¡Los voy a detener con mi bote para que no se los lleve la corriente! — y con gran esfuerzo trataba de acercar su goleta al barco en llamas. Sin pensarlo se fueron lanzando del barco, primero las mujeres y luego los hombres, mientras Mitchell les tiraba cuerdas para que se sostuvieran y rescatarlos. Por gracias divinas todos salieron ilesos y sin los efectos del ron, el que despareció por el temor de morir quemados en el Jamaica y ahogados en las aguas de la bahía.

En el muelle de los barcos pesqueros ya se había dado la alarma por parte de los vigilantes. Todos los marinos que descansaban en sus camarotes salieron con el alboroto y, con largas varas de más de seis metros, se instalaron en los barcos más alejados del muelle, esperando que el Jamaica en llamas no hiciera impacto en ellos y poder así empujarlo para evitar un incendio mayor. Al pasar cerca de ellos lo empujaban con fuerza pudiendo alejarlo. Todo el Jamaica ardía envuelto en inmensas llamas. Luego de pasar por los barcos pesqueros se encalló en una pequeña ensenada donde terminó de quemarse totalmente.

Los invitados a la fiesta fueron desembarcados en el muelle donde los habitantes se habían reunidos. El capitán y su tripulación se trasladaron al muelle de los barcos pesqueros siguiendo al Jamaica en su recorrido y pasaron toda la noche hasta el amanecer, en un estado de impotencia y desconcierto, viendo como su nave se quemaba. Con la tragedia las familias habían terminado prematuramente la fiesta de fin de año y las comidas preparadas y tragos, con la huida hacia la loma del faro, quedaron servidos en las mesas. Al ver a los invitados de Bluefields en el muelle empapados y tiritando de frío después del tremendo susto, la familia Aróstegui los invitó a su casa junto con las bellas del puerto donde continuaron hasta el amanecer celebrando el año nuevo, comentando los pormenores del incendio, haciendo chistes, riendo a carcajadas y bailando las piezas de moda que Mitchell les había traído de Colon. Dos semanas después el capitán del Jamaica y su tripulación fueron trasladados a New Orleans en otro barco bananero para posteriormente dirigirse a Kingston. Nunca más se tuvo noticia de ellos.

Con el paso del tiempo, “la carbonera” dejo de existir porque los barcos ya no utilizaban carbón para alimentar las calderas y moverse en el mar. Twi Twi perdió su empleo pero comenzó a sacar piedras de la bahía las que vendía para construcción y descubrió en los restos del Jamaica una nueva forma de ganarse la vida. Todas las noches, por más de diez años, se podían observar luces y escuchar un constante martillar en el casco quemado por el incendio aquella noche de fin de año. La gente del puerto aseguraba que en el Jamaica había fantasmas, que estaba embrujado y que se quemó por castigo de Dios. Twi Twi encendía dos lámparas para poder desprender todo el hierro del Jamaica a punto de mazo y cincel, trasladando lo obtenido, muy temprano al salir el sol, hacia Bluefields, donde lo vendía a herreros y a todos aquellos que necesitaban del hierro para poder construir cualquier objeto posible. Hasta su casa de hierro logró construir, en plena bahía, frente al muelle de “la mercantil”, unida a tierra firme por un muelle colgante del mismo metal.

Muchos años después que el Jamaica tuviera su trágico destino, miles piezas que fueron parte de el se encuentran dispersas por la ciudad de Bluefields, al igual que su recuerdo. Navegando mantuvo unida esa región de Nicaragua con muchas islas y más allá, por medio del intercambio de mercancías y compartiendo la particular forma de vida caribeña.

Ronald Hill Álvarez
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Viernes, 28 de mayo de 2010.
hillron@hotmail.com


martes, 18 de mayo de 2010

LLEGO MAYO CON RENOVADAS ESPERANZAS.

Llegó el mes de Mayo. En la Costa Caribe de Nicaragua es un mes de Palo de Mayo simbolizando la fertilidad, la vida, la abundancia, la alegría de un pueblo por lo nuevo, por las esperanzas renovadas, por ver nuevamente florecer esa inmensa y rica zona del país postergada, abandonada, en extrema pobreza. Es que Mayo le trae al caribeño de Nicaragua nuevos brillos, alegría, entusiasmo, nuevos proyectos de vida, compromisos renovados. Donde nos encontremos, en Bluefields, BilwiManagua o en el extranjero, Mayo nos llena de todo eso. No existe un costeño, mujer o hombre, que deje de expresar esos sentimientos y mucho menos bailar al ritmo de esa música llamada "música de Palo de Mayo" en alguno de los barrios de Bluefields, en las discos de Managua o en las fiestas de amigos y amigas durante este mes.


Mayo es símbolo de vida. Desde los tiempos prehistóricos los seres humanos le hemos rendido culto a la naturaleza. En Mayo comienzan las lluvias y llenan de vida los surcos, todo se torna esplendoroso, verdoso y con los retoños emerge la vida y de ella queremos siempre sacar lo mejor, y por eso es que bailamos alrededor del árbol, símbolo de vida, o "palo" el que adornamos con frutas y cintas de colores.


Como ese árbol o "palo" adornado de colores y frutos, los habitantes de las Regiones Autónomas de la Costa Caribe de Nicaragua, deseamos ver nuestra tierra. Una tierra donde los diferentes grupos y comunidades indígenas puedan convivir en paz y armonía, con respeto a sus tradiciones, cultura y sus derechos revalorizados; donde sus recursos naturales se aprovechen en beneficio de sus pueblos. Una tierra donde se note el progreso, donde sus hijos no tengan que salir expulsados por falta de oportunidades hacia otros países y donde se respete y prevalezcan las leyes.


Mayo nos hace soñar y mirar siempre hacia la utopía. La utopía caribeña materializada en el proceso autonómico que vivimos. Una autonomía renovada, autentica, cumpliendo sus mandatos en beneficio de su pueblo y no de partidos políticos, en la que están al frente de los Consejos Regionales los mejores hombres y mujeres escogidos por su méritos, conocimientos y compromisos con esta zona del país marginada, explotada y en miseria. Viva Mayo!


Ronald Hill Alvarez
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
18 de Mayo de 2010.