En sus caras se nota la alegría del triunfo, el éxtasis de la victoria. Sus uniformes están sudados, sucios, desaliñados. Están reunidos entre el montículo y la caja de bateo. Al fondo se observa la pizarra con los números finales del encuentro: dos a cero. En el centro del grupo está él. Lo han levantado para cargarlo en sus hombros, es el héroe del juego. Todos brincan, se abrazan, gritan, celebran el triunfo. El estadio ruge, el monstruo de mil cabezas ha enloquecido, las voces estridentes se escuchan como una sola, todos aplauden. La selección infantil ha ganado la serie: son los nuevos campeones. El pueblo entero celebra.
Al caminar por las calles, con destino a su casa, unos le extienden la mano para saludarlo, otros lo abrazan y aplauden. Se siente lleno de orgullo. Toma la panga para dirigirse al puerto, el panguero no le cobra, al llegar los estibadores y amigos se posesionan de él, lo sacan velozmente y vuelve a ser cargado en hombros por el recorrido del andén principal hasta su casa. Se ha convertido en un héroe del deporte a la edad temprana de doce años y lo sigue siendo en la liga amateur de Bluefields.
Sus habilidades como lanzador se las debe en gran parte a su padre quien lo motiva, lo incentiva a ello. Le compra revistas especializadas de béisbol, los mejores guantes, las mejores pelotas y le enseña nuevos lanzamientos. Desde el corredor de su casa está pendiente de sus prácticas y de que corra todos los días para alcanzar fuerza y resistencia. Es el orgullo de la familia. Al bachillerarse es reconocido por todos como el mejor lanzador de béisbol que Bluefields ha tenido en muchos años. Se ha convertido en un adolescente exitoso y debe partir hacia la Universidad.
Es becado y encabeza la rotación de lanzadores del equipo universitario en la liga de primera división. Estudia y realiza sus entrenamientos durante el día. Varias veces por semana debe viajar a los departamentos a enfrentarse con diferentes equipos. La rutina lo embarga, añora su casa, su familia. Cuando los juegos son en Managua sus amigos lo esperan a la salida del estadio y lo invitan. Sale con ellos hasta altas horas de la noche, comienza a tomar alcohol, a fumar mariguana y a desahogar sus penas entre las piernas de prostitutas. En periodo de vacaciones siempre regresa al hogar. Su padre le muestra orgulloso los recortes del periódico con las noticias de sus triunfos. Uno de sus regresos lo marca para siempre. Su madre ha abandonado la casa. Ha dejado a su padre solo con sus otros hermanos y hermanas. No lo comprende, no encuentra motivos para ello. Su padre está deshecho, lo nota más viejo y cansado.
Su rendimiento deportivo y académico se va al suelo, mientras que el consumo de drogas, alcohol y sexo comprado aumentan. La desesperación lo invade. Visita mi casa y se convierte en amigo de mi hijo: le presta su guante y la pelota. Desde que lo ve venir acude a la puerta para abrírsela y jugar con él, le lanza despacio la pelota para que la atrape. Almorzamos juntos varias veces y, en una de sus visitas, me dice que se va a jugar a otro país, que la paga es buena. Aún no concluye su carrera.
Juega con un equipo de primera en un país donde el béisbol tiene un nivel más bajo que en Nicaragua. Incursiona en el mundo de las drogas, prueba la cocaína y la heroína. Ha traspasado la frontera de las drogas. Sus hábitos sexuales no cambian, siempre compra sexo, pero ahora de nacionalidades diferentes. Acude a discotecas, clubes de noche, en esos donde ellas se quitan la ropa bailando en una tarima y haciendo contorsiones eróticas alrededor de un tubo. Se droga hasta reventar. En una de sus salidas a estos sitios se arma una pelea en la que sale perdedor, el botín es su prostituta preferida. La policía lo detiene al encontrarle cocaína. Acude a su equipo pero le dan la espalda. Sale de la cárcel y no tiene más opción que regresar a Nicaragua.
Ingresa a la universidad para concluir la carrera. Ya no es miembro del equipo universitario. Su padre le ayuda para que termine su último año. Obtiene empleo en una granja. Su madre fallece y la noticia lo deprime tanto que se aísla en su habitación a drogarse. Lo despiden de la granja. Sin más opción decide regresar al lado de su padre.
II
Salimos de la panga y nos dirigimos donde mi prima, saludamos, tomamos un refresco y caminamos por el anden. Mi hijo me acompaña. Vamos directo a su casa. Han pasado más de quince años y no nos hemos visto. A unos metros observo el corredor vacío. Subimos las gradas y abro la baranda. Entramos al corredor.
— ¡Buenas! ¿Se encuentra Jorge? —nadie responde. Pasan unos segundos y desde el fondo de la casa alguien sale de una habitación. Es su padre.
— ¡Ideay Catracho, tanto tiempo de no verte! ¡Y ese milagro! ¿Qué andas haciendo? —pregunta Don Chano mientras se acomoda la camisa y nos ofrece asiento.
— Visitando el puerto con mi hijo para que conozca y a usted también — digo mientras lo observo. Está viejo, su paso es lento, se mueve con cálculo. Su cuerpo muestra aún los vestigios de sus fuertes músculos.
— Siempre me recuerdo de ustedes, de tu papá y de tu mamá. ¿Y este chavalo es hijo tuyo? ¡Se parece a tu hermano!
— Sí —eso dicen. — ¿Cuénteme cómo están las cosas por aquí?
— Pues qué te puedo decir, las cosas andan mal. No hay trabajo. Aquellos tiempos, cuando tu papá pescaba, se acabaron. Siempre tengo el taller, pero por allá sale un buen trabajo —concluye haciendo un ademán de lejanía con su mano derecha.
— ¿Y Jorge, dónde se encuentra, qué hace? —no contesta al instante. Lo veo incomodo, se levanta y vuelve a ver hacia la calle. Regresa a su asiento.
— Mira catracho, aquí no hay nada que hacer. ¡Jorge se ha hecho un vago, allí anda con otros fumando esa piedra maldita! De seguro te lo vas a encontrar por las calles —concluyó con su rostro tenso, enojado y sus manos temblorosas.
Al verlo inquieto nos despedimos. Caminamos hacia la playa y observamos los estragos dejados por el paso del huracán, la playa ha desaparecido. Regresamos hasta el parque y de lejos observo un grupo de gente frente a la casa de Don Chano. Al acercarnos veo a algunos conocidos, amigos de juventud, los reconozco a casi todos.
— ¡Ideay Catra!, ¿Dónde te has perdido? —la voz es familiar.
Busco la mirada del que saluda y lo veo. Es él. Es Jorge, el Best, como le llamamos con cariño. Está irreconocible, flaco a tal extremo que sus pómulos sobresalen en su cara, su cuerpo está lánguido, la cavidad de sus ojos es profunda y han dejado de brillar, están amarillos.
— ¡Ideay Best, no jodas, no te conocía! —contesto y me acerco para estrechar su mano y darle un abrazo. Los otros ríen con malicia.
— ¿Y este chavalo, es hijo tuyo? ¡Se parece al buzo! —dice sonriendo y estrecha la mano de mi hijo.
— Voy para el muelle. Se hace tarde y debemos salir temprano por la mañana — lo invito a que nos acompañe.
— Vamos pues, yo también voy para allá —se despide de los otros y caminamos juntos por el anden principal.
El Best lleva un periódico viejo enrollado en sus manos. En la caminata por el andén conversa de diferentes temas: economía, política, de la escasez de empleo y de la pesca. Está al día con lo que acontece. Los perros salen de las casas ladrando, enfurecidos y tratan de morderlo. —Estos perros hijos de puta están locos —dice y los ahuyenta a patadas.
Al llegar al muelle nos sentamos en una de las bancas a esperar la salida de la próxima panga hacia Bluefields. Lo observo inquieto, como que trata de decirme algo pero no se atreve. Me llama aparte y argumenta que la situación económica está mal y dice que le preste cien córdobas. Sin pensarlo, antes de despedirnos, se los doy. Es el Best.
III
La droga fluye como el viento en el puerto. La gente no tiene empleo. Otros se llevaron las esperanzas. La miseria ha irrumpido sin invitación y se adueña de muchos, llegó después del esplendor. La familia ya no lo aguanta más. Las cosas se pierden. Su padre está más viejo, sin fuerzas y no puede lidiar con él. Esconden bajo llave todo lo de valor. Sus hermanas no lo soportan, roba cualquier cosa para venderla y luego compra la piedra de crack para drogarse. Pasa el día fuera de la casa y se le observa en el muelle a la espera de un conocido para pedir dinero. Por las noches camina ambulante por el puerto en busca de algún objeto ajeno para venderlo y poder drogarse. Los flacos y pulgosos perros lo odian.
Algunos de sus amigos de Bluefields tratan de ayudarle para que deje la droga. No reconoce su adicción, todo intento es en vano. Su padre lo corre de la casa. El Zorro le da la mano y lo emplea como cuidador en el proyecto que gestiona en la loma cerca del faro. Dura poco tiempo porque la droga no lo deja trabajar. Vende las cosas que debe cuidar. Va por las calles y pide dinero. Corre a comprar la piedra, se droga y regresa como que nada ha pasado, con la mirada perdida, sin sentidos, como un fantasma en vida. Su padre sufre, sus hermanas también. Se ha convertido en una lacra despreciable en su casa y en el puerto. Vive en las profundidades bajo las llamas del infierno.
IV
Con el paso de los años viajo hasta Bluefields por la trocha que han abierto desde Nueva Guinea. Al día siguiente, después de la travesía, regreso al puerto. Hago el mismo recorrido por el andén. Llego hasta la casa de Don Chano y decido visitarlo con cierto recelo.
— ¡Buenas! —saludo y pregunto: ¿Hay alguien en casa?—entro al corredor después de abrir la baranda.
— ¡Hola, hola! —contesta Reina, su hermana. —¡Pasa adelante! —se acerca y nos saludamos con un beso en la mejilla. — ¡Tanto tiempo de no verte! —dice sonriente.
— Siempre que vengo paso por aquí saludando, pero nunca estas.
— Hoy estoy de día libre, toma asiento, voy a llamar a mi papá.
Pasan varios minutos. Hace un intenso calor. El sol brilla bajo un cielo limpio vestido de azul intenso. Saco el pañuelo para limpiar los lentes y aparece Don Chano.
— ¡Catracho! ¡Te habías perdido! ¿Cuándo fue la última vez que nos vimos? ¡Tenias rato de no venir! —dice con cara de alegría. Me levanto para saludarlo, nos estrechamos las manos, lo siento con fuerzas. Su mirada esta viva. No se ha sentado y llama a su hija.
— ¡Reina, Reina, tráele al Catracho un vaso de agua con hielo que lo veo cansado!
— ¡Un día de estos estuve pensando en vos! Te traje con el pensamiento —dice y ríe con ganas, como un niño contento.
— ¡Te tengo una gran noticia! —junta su manos, las frota y me mira. — ¡Es Jorge, ha cambiado!
— ¿Cambiado? ¿Qué le pasó? —me inquieta lo que pueda significar el cambio.
— ¡Al fin!, ¡al fin, hijo!, ¡ha dejado la maldita droga!, ¡tienes que verlo, platicar con él! ¡Hasta ha regresado a ayudarme en el taller! —dice contento.
El cambio debe ser drástico. Don Chano está diferente. Ha recuperado la alegría, se manifiesta en su voz, su paso es firme, igual que sus movimientos. Su mirada expresa paz en su alma. Ha desparecido la atmósfera de tensión y tristeza. Expresa cariño al hablar de Jorge y me dice hijo.
— ¿Y donde está Jorge, Don Chano? — pregunto ansioso por saber.
— ¿Reina, que se hizo Jorge? —pregunta a su hija. —Hace un rato estaba aquí sentado en el corredor leyendo el periódico —dice el mismo.
— Se fue para la playa, anda en el rancho — contesta Reina al darme el vaso.
— Si es cierto, hoy es domingo —afirma él.
— ¿En el rancho? ¿Qué hace en la playa? —pregunto.
— Atiende el rancho de Florencia los fines de semana. Ahora que volvimos a tener playa, viene bastante gente y allí vende comida y gaseosas —dice. Vos sabes que aquí las cosas andan mal, no hay trabajo —concluye.
— Voy a caminar a la playa. Voy a buscarlo.
— ¡Si hijo, anda, esta en el primer rancho al llegar!
V
El rancho tiene techo de paja y una parte del piso es de concreto. Está concurrido. Lo busco al entrar y lo veo detrás del bar. Lleva puesta una gorra, viste de camiseta y en el cuello lleva colgados los lentes. Nos saludamos como siempre. Su físico ha cambiado mucho desde la última vez que nos vimos. Tiene unas libras más de peso. Su rostro ya no muestra los pómulos, su mirada está limpia y serena. Lo noto calmado, despejado, sin prisa ni desesperación. Sus manos están quietas, ya no tiemblan. Tiene razón Don Chano, pienso. Ha cambiado. Atiende a los clientes que piden cervezas sacándolas de un termo con hielo.
— Tenías buen rato de no venir —dice mientras abre dos cervezas y sale a dejarlas a una de las mesas de sus clientes. Lo observo conversar amenamente con ellos.
— Más de ocho años desde la última vez —le contesto cuando regresa mientras tomo una cerveza del termo y le digo que lleve la cuenta.
— Apártalas allí en esa cajilla —dice indicándome y agrega: —Cómo pasa el tiempo, me parece que fue hace poco.
Dos mujeres se acercan al bar y escucho que le dicen con cierta pena: “véndanos dos miaditas”. Introduce sus manos en una cajita de cartón, saca una llave, dos rollitos de papel higiénico y los entrega a cambio de seis córdobas. Nota que no comprendo lo que sucede y me dice: “este es el único rancho que tiene servicios sanitarios, la miadita vale tres córdobas para las mujeres”. Me río a carcajadas y él también.
Cae la tarde y debo regresar a Bluefields. El Best me dice que no me preocupe, que saldrá una panga por la noche y que la espere. El rancho se encuentra vacío. Aquella panga que ves allá, me indica, es de unos tipos que andan reparando el faro. No dilatan. Ven, trae tu cerveza, sentémonos aquí, acomodémonos en la arena, en este tronco para que platiquemos.
— Tengo más de seis años de estar limpio. Ingrese a una clínica. Ya dejé la droga y no he probado ni una sola gota de alcohol. Soy alcohólico anónimo. Ya se qué estás pensando. Debes preguntarte cómo es posible que esté vendiendo guaro. La situación hermano, la puta situación me obliga a ello.
— Y qué dicen los del grupo — le pregunto mientras lucho con en viento por encender un cigarro.
— Ellos me comprenden, aunque al inicio estaban mal conmigo. Siempre asisto a las sesiones. He cambiado. Mi papá, mi pobre papá está contento ahora.
— Sí, ya lo sé, cuando llegué a su casa me di cuenta. Él me dijo que te buscara aquí en la playa.
— Mira Catra, he sido una lacra. Vos conoces bien lo que ha sido de mi vida. Pero me siento bien, estoy en paz conmigo mismo, con mi familia. Antes no valoraba nada, estaba ciego. La droga me convirtió en egoísta, nada me importaba más que metérmela. Con ella obtuve cierta gratificación aparente, produce placer, alivio pero luego te provoca dolor, desastre, desolación y multitud de problemas.
— Hermano, no sabes lo contento que me siento de que me digas estas cosas.
— Cuando se anda metido en la droga, uno pierde lo mejor: el autocontrol y la fuerza de voluntad. Te convierte en un ser apático, desinteresado, ansioso. Se pierde el estímulo por los logros personales y profesionales. Mírame, vos sabes bien que soy un profesional, pero la cagué toda. El drogadicto, entre mayor nivel de formación tiene, mas se aísla, desprecia los vínculos familiares y amistosos. Se encierra en círculos, los más bajos, donde le resulta fácil conseguir la droga. Se vuelve esclavo de la sustancia hasta destruirse a sí mismo. Yo ya no me meto con esos majes drogo. No los margino, pero ya no ando con ellos.
— Best, me estas dando una cátedra. ¿Dime qué paso con el sexo? —le pregunto y me vuelve a ver.
— Te estoy contando mi vida de drogo. Esto no te lo había dicho, pero el resto ya lo sabes.
— El sexo, Best. ¿Tienes relaciones sexuales? —le recalco la pregunta.
— Tengo una novia. Es una chavala jovencita. Apenas tiene dieciocho años. Vieras qué linda que es. Sus manos, Catra, sus manos son bellas. Cuando las comparo con las mías me doy cuenta cómo he desperdiciado la vida. Ella me ha regresado las ganas de vivir, me llena de dicha. Es pobrecita y le ayudo porque ahora estoy trabajando en el taller de mi papá, hago fogones metálicos y con esto que gano aquí en el rancho pues me da para ayudarle.
— Dicen que para dejar la droga, es necesario que la persona tome la decisión. En tu caso, sé que unos amigos trataron de ayudarte pero no resultó. ¿Que fue lo que pasó para que tomaras la decisión definitiva? —le pregunto.
Se queda callado, mira hacia arriba, ve el cielo estrellado, me dice que lo observe, está lleno de estrellas brillantes, mete sus manos en la arena y dice:
— Una noche, una de esas noches de infierno, de desesperación y angustias por la ausencia de la droga, me quede dormido. Tuve un sueño, algo raro porque casi nunca soñaba. En el sueño volví a ver juntos a mi papá y mi mamá como cuando eran jóvenes. Estaban lejos y me llamaban. Al verlos, caminé hacia ellos, pero cada vez estaban más lejos. De pronto vi junto a ellos a un viejo de pelo largo, barbudo, todo canoso. Comencé a caminar y ahora me acercaba. Estaban en un lugar totalmente blanco, todos de blanco. Me decían que entrara a un lugar que tenía colores bonitos. Que si entraba allí volveríamos a estar juntos toda la vida. El viejo sonreía.
— ¿Y qué pasó después? —le pregunto. No responde. Observa el cielo y miro hacia arriba, el firmamento está esplendoroso, miles de estrellas brillan. El brillo llena su rostro y delatan las lágrimas. No insisto.
— Le doy una palmada en el hombro. Best, si yo hubiera podido….
— No Catra, dice sin dejar que termine la frase. Sólo yo podía. Me desperté asustado, bañado en sudor. Me di cuenta que podía cambiar y tome la decisión. Fui donde mi papá, se lo dije, pero no me creía. Nadie me creía, todos desconfiaban de mí. Aquí estoy, poco a poco me he vuelto a ganar la confianza de ellos y la gente. ¡Mira, aquellos que viene son los de la panga!, ¡apurémonos tienes que irte!
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
27 de septiembre de 2010.