Llueve a cántaros. El trayecto es corto pero se torna cada
vez más intenso. Va sentado en la parte delantera. Asoma la cabeza fuera del
plástico y observa la oscuridad de la noche. Minutos después, mar y cielo se
estremecen con la furia de los truenos. La luz de las descargas eléctricas
muestran caras desconocidas a su lado, nunca antes vistas, caras de muertos en
vida. Se acurruca sobre sus rodillas y le pide a Dios que lo proteja. Sus manos
tiemblan, las quijadas desesperadas hacen contacto veloz de manera
involuntaria. Sólo escucha el rugido de los truenos, el ruido del motor y el
contacto de las furiosas olas con la panga. De pronto la velocidad disminuye,
signo de cercanía al muelle, agradece al Señor.
En la maniobra para acercarse al muelle la panga cruza
entre varios barcos, el rumbo estaba equivocado por la tormenta. Se desliza en
las aguas sorteando las gruesas amarras de los barcos; al tratar de observar lo
que ocurre sacando la cabeza por encima del plástico, impacta en su pecho una
de ellas y cae al agua. Abatido, logra salir a la superficie y su cuerpo hace
contacto con uno de los barcos por el arrastre de la corriente. Escucha gritos,
observa el destello de luces a su alrededor. Una soga cae a su derecha y se
aferra a ella. Lo han rescatado.
Camina en la oscuridad de la noche por el andén. Su cuerpo
tirita de frío. En el recorrido no encuentra una sola alma. Un perro negro sale
violentamente a su paso y trata de clavar en su pierna izquierda las mandíbulas
filosas y chorreantes de saliva espesa. Corre desesperado, a su encuentro sale
un perro blanco que se trenza en lucha a muerte con el negro hasta ahuyentarlo,
se queja moribundo de dolor, temblando con el rabo entre las piernas. El perro
blanco lo acompaña el resto del camino.
Observa su casa a la distancia. Al acercarse, el perro
blanco le ladra tres veces como despidiéndose y lo abandona. Una luz tenue
ilumina la entrada. Un gentío está en el porche pero ninguna persona le es
conocida. Escucha muchas voces, en varios idiomas, ninguna le es familiar.
Entra a la sala. La busca entre la gente y, al observar hacia el fondo, nota
que sube las gradas hacia el segundo piso. No le ve la cara, sólo su figura. Es
ella, piensa. Vuelve la mirada hacia un lado y observa a una mujer acostada en
una tijera. Es joven, lo invita a acostarse a su lado. Cansado se acuesta,
siente la tibieza de su cuerpo y las manos que acarician su rostro. Las manos
se tornan gélidas y se levanta asustado. Busca a la otra, no la encuentra.
Vuelve la mirada a la tijera y allí está, dormida con una bata blanca. La otra
ha desaparecido. Qué raro, piensa.
De pronto todos comienza a gritar. Corren enloquecidos de
un lado a otro en la casa sin saber qué hacer. Observa y se da cuenta que el
agua inunda la casa, fluye por los lados y se derrama desde el segundo piso.
¿Qué pasa?, pregunta. ¡Es un conjuro, un conjuro!, le gritan. No halla qué
hacer. Vuelve la mirada en busca de ella y la tijera está vacía, pero llena de
sangre, sangre que también se derrama. Ha desparecido. No comprende lo que
pasa. La gente barre el agua sin descanso y a su lado se torna roja. ¿Qué se
hicieron?, pregunta. ¡Se fueron, se fueron a la otra casa!, le responde una voz
de niño. ¿Hacia dónde?, pregunta. ¡Allá, allá, a la casa de verde con blanco,
la que está al final del andén!, le responde la misma voz.
Sale de prisa, asustado. No comprende lo que ha visto. Se
llena de valor y sigue caminando en busca de la casa verde con blanco. En el
trayecto, al dar la vuelta en una esquina, la esquina desde donde se observa el
mar, se le cruzan en el camino siete hombres armados. Primero pasan a su lado
cuatro, los otros tres se detienen. De pronto, uno de los que están frente a él
carga el fusil y corre a su encuentro tirándolo a sus pies. Al darse cuenta de
la intención corre a un lado y se refugia en el tambo de una casa. Se dispara
el fusil en automático y se entabla un combate entre todos ellos. Los disparos
lo ensordecen, en la última ráfaga se vuelven a juntar como si nada hubiera
pasado y siguen su camino. ¡Dios mío!, ¿qué es esto?, se pregunta y sigue en
busca de la casa.
Al llegar, la encuentra vacía. Entra a la sala. No hay
muebles, no hay espejos, solamente un silencio ensordecedor. Con temor camina
hacia el fondo. Al salir a un corredor en la parte posterior observa
impresionado. Están reunidos en un círculo, son siete. En el centro está ella.
Lleva la misma bata blanca pero cubre su rostro con un pañuelo rosado y el
cabello con un turbante rojo. En su mano izquierda sostiene una flor roja. Se
esconde a un lado de la puerta y la escucha decir:
"Santa Elena, reina fuiste y al calvario llegaste,
tres clavos trajiste: uno lo tiraste al mar para que los navegantes se
salvasen; el otro se lo diste a tu hijo; el tercero que te queda no te lo pido
dado sino prestado para clavarlo en el corazón de Marvin, para que venga a mí
amante y cariñoso, fiel como un perro manso, como un cordero caliente, como un
chivato; que venga, que venga, que nadie lo detenga; que corra, que corra, que
nadie lo socorra; si hay una silla que no se siente; si hay una cama que no se
acueste; que venga por el camino de Santa Elena; que los pasos se le alarguen y
el camino se le acorte. Amén".
—
¿Y dio resultado el
conjuro? —le pregunta Raúl a Marvin veinticinco años después.
— No jodas, salí
corriendo como un demonio. Al inicio no creía en esas pendejadas, dice con el
rostro aún asustado. Pero me hizo pasar una época en la que me volvía loco por
regresar a ella y me desbocaba así como le pidió a la Santa.
— ¡Un clavo saca otro
clavo! ¡Ese clavo de Santa Elena me lo sacaron en Diriomo, me llevaron donde un
brujo! —dice Marvin con una sonrisa nerviosa.
—
No te creo, solo
cuentos sos —le dice Raúl.
— ¡No jodas, cuídate!
¡Atenerse al santo y no rezarle es jodido! —contesta Marvin con las manos
temblorosas.
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Domingo, 24 de octubre de 2010