Su imagen dibujada con crayola en la pared del segundo piso, al lado izquierdo del portón que daba acceso a la oficina, era el reflejo de su alma. Su figura sobresalía entre todos los empleados; estatura mediana, piel rosada y sudorosa, cabello ralo, ojos azules, gafas gruesas, nariz aguileña, abdomen abultado y caminar taciturno, como evitando pisar espumas de cerveza alemana por ser la tierra de sus ancestros. Su voz pausada era de niño, pero todos lo respetaban.
Llegó al puerto desde Managua, después de bajar desde la hacienda cafetalera de sus padres ubicada en Las Nubes y asentarse en San Carlos, para luego navegar por el Río San Juan hasta salir al mar Caribe, en los tiempos que el ferrocarril y las aduanas del país estaban en manos de los gringos. Le pusieron el uniforme caqui con el grado escrito en el nombramiento de administrador de aduanas. Nunca realizó un disparo, nunca puso sus pies en una academia militar, pero ostentaba el rango de coronel: dos fusiles cruzados sobre los cuellos de la camisa y en el sombrero militar de picos.
Vivía en una inmensa casa ubicada en la loma del puerto, su fortín; desde allí, con su mirada, dominaba la bahía de Bluefields y el cerro Aberdeen, la costa de la isla del Venado, las serranías de Yolaina, el movimiento de los barcos mercantes que entraban y salían atiborrados de riquezas, el muelle de los barcos camaroneros en mera faena, la Colonia con sus casas made in USA, la pista y, con binoculares, sonreía al ver el aterrizaje semanal del avión bimotor amarillo que celebraba su llegada con lluvia de caramelos para los niños ansiosos que lo esperaban; divisaba la loma del cocal y su faro, la playa del Tortuguero, amaneceres y atardeceres celestiales, noches estrelladas y tormentas huracanadas.
Para acceder a ella le ordenó a Juan Lacayo, el ingeniero de la aduana, construir el parque de sus ensueños, el más bello de la costa Caribe: un largo andén revestido con basalto, azul como el mar, le permitía subir las gradas sostenido de pasamanos, luego de hacer cinco estaciones en su recorrido; tomaba aire fresco cada quince metros en áreas de descanso que lo acogían con bancas y columnas aéreas que terminaban en su pináculo con faroles redondos. Cerca de la cúspide, sostenido de la baranda respiraba profundo, volvía la mirada hacia la aduana y, al llegar a la inmensa plazoleta de losa, admiraba el verdor de la grama de playa que amarraba la tierra protegida por un muro de retención colmado de bancas y jardineras áreas florecidas. Al coronar la subida, recorría el andén izquierdo admirando los árboles de marañones y el solitario árbol de Laurel de la India adornado con bancas a su alrededor en el centro de la explanada frente a la casa. Virginia, su empleada, una creole originaria de Pearl Lagoon, esperaba ansiosa su llegada con la puerta abierta y, al entrar, la cerraba para juntos jugar sus juegos noctámbulos de fantasías secretas.
Igual que él, otros llegaron como lluvia de dracónidas, en el mismo lapso, cada quien buscando una mejor vida para colmar sus sueños en la península.
— Sus amigos incondicionales eran empleados de la aduana —dijo Rafael.
— Los más cercanos eran Juan Ramón, Chicho y Chagüito, mi papá —agregó Ramón.
— Recuerdo los viajes del Coronel Peters a Bluefields en la panga de la aduana —comentó Rafael.
Chicho era el panguero oficial de la aduana y diario cruzaba la bahía. “Igualito al hijo del Macho Silvio, así, gato, alto y chelote pero flaco”, dijo Ramón. Las pangas eran estacionadas en un galerón construido sobre el agua y las elevaban con un guinche para evitar los golpes contra el muro del muelle, provocados por el oleaje. Juan Ramón era el jefe del taller de mecánica, se entretenía brindándole mantenimiento a la planta generadora que suministraba energía eléctrica a las casas desde las cinco de la tarde hasta las diez de la noche.
El taller quedaba al pie de la bajada hacia al muelle de las pangas y allí guardaban los motores, el combustible y daban mantenimiento. Al lado derecho de la entrada al taller había un pozo del que sacaban agua para lavar las herramientas y motores. Nadie utilizaba el agua para consumo porque estaba contaminada, solamente los caballos cholencos y vagabundos del Mandador que se paseaban por el andén. Contiguo al galerón, al lado derecho, había una batería de tres letrinas que facilitaban las necesidades fisiológicas de pasajeros, estibadores y pangueros. En ese punto siempre se respiraba un aire raro y pesado, producto de la mezcla de los olores de gasolina, orina y excrementos. Los peces mutruz crecían como gigantes en esos alrededores, pero el Coronel pasaba por allí con la cabeza erguida y sonriente, conteniendo la respiración y abordaba la panga con la ayuda de Chicho.
— Nunca viajó sentado, siempre de pie aferrado al mecate. Desde que mirábamos venir la panga por Half Way Cay sabíamos que era él —dijo Ramón.
Sus travesías eran por razones administrativas y amorosas. Se enamoró de una joven y, sin dudarlo, como agasajo, ordenó a su ingeniero de cabecera la construcción de una casa de dos pisos color azul desde los cimientos, para ablandar el corazón de su futura suegra. Al concluirla realizó una exhaustiva inspección de la vivienda, revisando cada uno de los detalles; recorrió la sala, la cocina, subió al segundo piso, entró a las seis habitaciones, se asomó a la azotea, volvió a bajar y se quedó pensativo, observando el inmenso jardín protegido por dos largos corredores internos. “Algo falta”, dijo y un mes después regresó con un árbol de cerezas que mandó a pedir a Nueva Orleans para plantarlo. Todos los del puerto visitaban esa casa, hacían compras en las tiendas de los chinos y, con cortesía, doña Pastora, en la comodidad de una mecedora, permitía que dejaran sus sacos de víveres. La atracción de todos los visitantes era el árbol rojo, lleno de cerezas, que la anciana contemplaba como hipnotizada, mientras él cortejaba a su musa en la terraza.
No escuchaba la radio, pero estaba al día con los acontecimientos. Todas las mañanas, después de asomarse en el balcón de la aduana para inspeccionar el trajín de los barcos y recorrer el muelle, mandaba a llamar a Chagüito. Recostado en el sillón, frente a todos los empleados que, como murciélagos, desde sus escritorios, afinaban los radares, le preguntaba, con su voz baja y entrecortada, sobre las noticias.
— Cha..güi..to, cuén..te..me..lo, qué es..cu..chó en la Voz de A..mé..ri..ca.
— Nada nuevo Coronel, repetición, repetición de los mismo que le conté el otro día —dijo Chagüito.
— Gra..cias, re..gre..se a sus la..bo..res.
Se quedaba pensativo, mirando el techo de zinc del salón y de reojo al resto de empleados en su incesante tecleo de las maquinas de escribir Olympia, elaborando pólizas de importación. Mandaba a llamar a Juan Ramón con Zoilo, un joven que se iniciaba en la aduana como office boy, para corroborar lo que decía Chagüito. “El Ejercito Popular de Liberación de China derrotó el ejercito Tibetano en el Chamdo”, comentó Juan Ramón.
— Juan Ra..món, dí..ga..le a Cha..güi..to que le e..che a..gua al po..lo a tie..rra del en..chu..fe don..de co..nec..ta la ra..dio.
— Sí mi Coronel.
— De..be ser que no es..cu..cha bien por la in..ter..fe..ren..cia, por la es..tá..ti..ca.
“Y mi papa lo hacia, porque un día llegó apurado de la aduana y me mandó a echarle un balde de agua al polo a tierra del enchufe donde conectaba el radio Phillips, aquellos con teclado y válvulas”, dijo Ramón a carcajadas.
— Tenía un gran corazón —dijo Rafael.
Amparaba a muchas ancianas solitarias. Todos los meses les entregaba un saco con provisiones y, cuando enfermaban, cubría sus gastos en medicamentos, transporte y estancia en Bluefields. Los días veinticinco de diciembre celebraba a lo grande el cumpleaños de Margarita, una niña que padecía síndrome de Down, hija de la hermana de Virginia, Miss Sarah, la esposa de Mr. Allen. Era la fiesta esperada por todos los habitantes del puerto. Niños, jóvenes y adultos eran invitados. A los niños les preparaba piñatas, repartían paquetes de caramelos, chocolates, refrescos y galletas, y entregaban juguetes. Los jóvenes bailaban toda la tarde y los adultos disfrutaban la comida, cervezas, vinos y whiskey importados. La explanada frente a su casa se llenaba de risas, gritos y la algarabía de niños y niñas que subían y bajaban las gradas del parque como hormiguitas enloquecidas. Margarita sonreía de dicha y felicidad.
Se casó con la musa que cortejaba, pero el amor le duró poco tiempo: enviudó y la luz de sus ojos azules perdió intensidad. Se refugió en la casa y desde entonces su caminar fue taciturno. Continúo con sus rutinas y se volvió a enamorar de una joven de Bluefields de apellido Cajina.
En una ocasión, el presidente de Nicaragua, Luis Somoza, visitó el puerto. Lo atendieron en la casa de don Octavio Gómez, y el coronel jefe de la guardia y los guardacostas del puerto; le solicitó al presidente el cargo que ocupaba el legendario Coronel alma de niño. “Ese muerto yo nunca lo cargaré”, dijo Luis. Cuando su hermano, Anastasio Somoza, asumió el poder, sin pensarlo dos veces, lo retiró del cargo. Fue entonces que se trasladó a Bluefields. Allí vivió sus últimos años en soledad. Una noche murió de aflicción; al expirar, una luz azul intensa se elevó a los cielos desde la explanada de la loma del parque de sus sueños y una lluvia de estrellas bajó a su encuentro.
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Sábado, 03 de diciembre de 2011