Se la ofrecieron
en varias ocasiones pero la evitaba, aunque muy dentro de sí se imaginaba con
la cara volando al viento. Bajo la sombra de los almendros, observaba pasar por
las tardes a sus amigos hacia el tramo de carretera entre el muelle de la Texaco y el comedor de las
Chinitas.
— ¿Y vos, cómo aprendiste? —le preguntó a Pancho.
— ¡De tantas caídas! —respondió sentado en el asiento y
con el pie derecho sobre el pedal, sosteniendo el manubrio un poco encorvado.
—
¿Entonces es difícil aprender? —preguntó inquieto.
— Es cuestión de equilibrio y ganas. Yo aprendí dando
vueltas en la grama de la explanada del parque de la loma por eso no tengo
tantos chimones, aunque tuve varias caídas —respondió con tono presuntuoso.
— ¡Chiva caerse y quebrarse! —dijo al levantarse de la
banca situada bajo la sombra de los almendros.
— Dale pues, un día de estos te la presto para que mires
que soy tu brother —dijo Pancho, dio
la vuelta y bajó hacia la carretera.
Corrió detrás de
Pancho, evitando las piedras de la bajada; al salir a la carretera giró hacia
el muelle de la Texaco
hasta llegar a la vuelta. Allí estaban Juan Brenes, Javier Álvarez, Orlando
Lacayo, José Manuel, Martín Bermúdez y Pancho —así le llamábamos a Rodolfo Gómez—
en espera de la señal de inicio. Juan Ramón Acosta los acomodaba para que
estuvieran parejos y evitando que se
pegaran unos al otro. “Ya saben, nada de marrullería, el que empuje a otro
queda descalificado”, les dijo.
Se volvían a ver
como tratando de descubrir las intenciones del oponente. Los trabajadores del
muelle y los marinos del barco cisterna que bombeaban combustible hacia los
tanques dejaron sus labores y se acercaron a la carretera. Los camiones de la Booth detuvieron su marcha
dando tiempo al arranque de la carrera, mientras los pobladores de las casas
ubicadas en el trayecto, frente a los tanques, esperaban su paso. En la meta,
en la propia vuelta del comedor de las Chinitas, los trabajadores del taller de
mecánica de don Chon Benavidez estaban a la expectativa en el galerón
enmallado.
“A la una, a las
dos y… a las tres”, gritó Juan Ramón; el tiempo se detuvo por un instante. No se
escuchó otro sonido más que el crujir del contacto de las llantas con las piedras
azules trituradas de la carretera y el jadeo de los corredores por el esfuerzo.
Al pasar frente a la bajada, en el andén que finalizaba en un barranco frente a
la casa de doña Marianita, la gente que observaba gritaba dándoles ánimos
porque iban parejos. Frente a la casa de Ubence, a la mitad del trayecto, José
Manuel abandonó la carrera por la explosión de la llanta trasera, mientras Juan
y Pancho tomaban la delantera dejando rezagados a Javier, Orlando y Martín.
En la meta los mecánicos
los esperaban ansiosos. El time keeper
de los empleados de la Booth
hacía las veces de juez en la meta final, indicada con una línea de cal que
atravesaba el ancho de la carretera antes de llegar a la vuelta por el comedor.
Abandonaba sus labores por unos instantes, luego que los mecánicos le daban la
señal al divisarlos a mitad del trayecto.
En el último
tramo, entre el final del muro enmallado y la meta, aún iban parejos y todos
pensaban que la carrera terminaría empatada. Detrás de ellos, la gente corría
para ver quién sería el ganador. A unos quince metros del final, Juan trató de
tomar la delantera moviéndose hacia un lado del camino, preparándose para girar
antes de llegar a la meta y la llanta delantera se le encolochó en la piedra
suelta, perdiendo la estabilidad por segundos mientras Pancho pasaba velozmente
por la meta. Todos los espectadores lo celebraban. “En la próxima te gano”,
dijo Juan y se dieron la mano mientras los otros corredores llegaban a celebrar
el triunfo de Pancho.
Unas semanas
después Javier le prestó la bicicleta y desde el primer impulso logró el
equilibrio necesario para recorrer el tramo hasta su casa. Lo vi pasar, su
rostro mostraba la alegría de sentirse volando al viento con cierto temor de caer
y golpearse en el andén. Unos meses después era uno más de los que competían en
ese tramo de carretera. Eran bicicletas de las buenas, de esas que les dicen
“vacas”, de llantas y tijeras gruesas con frenos de pedal. Eran chavalos que se
esmeraban con ellas y vivían felices en el puerto de El Bluff.
Ronald Hill A.
Sábado, 14 de mayo de 2011
Foto: Internet