A las tres de la tarde escuchó su novela preferida, “Chucho el Roto”. “¡La historia de un hombre que protegió a los pobres y luchó contra la injusticia!, —silbidos leves prolongados—, con la presentación del galán cantante cinematográfico Manuel López Ochoa en el papel de Chucho el Roto, el hombre será menos triste si conoce la sonrisa y el apoyo de un amigo —música subliminal de piano y violín—. ¡Chucho el Roto, con la primer actriz Amparo Garrino interpretando a Matilde de Brizac!”.
Una hora después, al terminar el capítulo del día, llamó al chavalero. “Alístense, es hora de ir a la capilla, hoy comienza la novena del Sagrado Corazón de Jesús”, les dijo. “Pero mamá, mire cómo está de nublando, va a llover”, dijo Fausto. Salió al corredor del frente de la casa y, entre las inmóviles ramas del centenario árbol de Laurel de la India , observó el cielo oscuro. “Esta vez no se la pierden, así que se van directo”, les dijo y caminaron juntos, llenando el andén en su recorrido para asistir al novenario en el otro extremo del puerto. “Lloverá por la noche”, pensó y salió al patio a meter la ropa que secaba colgada en mecates sostenidos por una vara; la amontonó en una tina y sintió un repentino escalofrío subiéndole por el cuerpo. Caminó de prisa, cargando la ropa hacia la parte posterior, subió las gradas de la cocina y se sentó a observar la partida de los barcos camaroneros hacia la barra. Tomó su novenario del Corazón de Jesús y solitaria comenzó a orar. “Oh, Jesús mío, que dijiste En verdad os digo, pedid y obtendréis, buscad y encontrareis, llama y os abrirán. He ahí por que yo llamo, yo busco, yo pido la gracia: protege de las tempestades a los marinos en su faena, Señor, y a nosotros de los efectos del vendaval que se nos viene encima”.
Al concluir, tomó un balde con diez libras de maíz y bajó nuevamente las gradas. El cielo gris y los relámpagos destellantes sobre la costa del Tortuguero anunciaban la tormenta. Apresurada vació el balde en un comedero de concreto construido por Santiago, su marido, ubicado debajo del lavandero de la cocina. Tres cerdos criollos se acercaron, husmearon nerviosos y se alejaron chillando hacia el patio, eludiendo el tambo de la casa. “Estos chanchos están locos”, pensó al sentir las primeras gotas de lluvia. “Va a llover y es buen riendazo, si dejo el maíz se lo lleva la corriente”, pensó y lo recogió bajo la lluvia.
— ¡Ideay, mamá!, ¿no es que iba a ponerse a zurcir ropa? —preguntó Matilde al regresar del novenario y verla con el balde de maíz.
— No hija, me puse a recoger el maíz —contestó Rosa—. Avanzó y acomodó el balde contiguo al fogonero.
— ¿Y por qué lo recogió? —pregunto Guillermo.
— Los chanchos no lo quisieron, hijo —respondió y se sentó en una silla del comedor.
— ¿Y qué le pasó a los chanchos? —preguntó Ramón.
— No sé, hijo. Salieron espantados, chillando. ¿Y los otros, ya vinieron? —preguntó cansada.
— Sí, sólo hace falta mi papá —dijo Fausto.
— No debe tardar, ya van a dar las cinco y media —respondió Rosa. Pónganse a preparar la cena —le indicó a Matilde y Socorro.
Encendió dos lámparas de keroseno; acomodó una en la cocina y otra en la sala. A las seis de la tarde la familia compartió la cena en el comedor de la cocina. Los fuertes truenos y la rayería destellante interferían la señal de radio, transmitiéndose a través del aparato. La lluvia se intensificaba; enormes gotas acompañadas por las semillas del árbol de laurel provocaban un agudo y constante golpe sobre el techo zinc, similar al de finas piedras. Luego de cenar, Ramón y Felipe acomodaron baldes bajo las goteras, mientras Matilde y Socorro aseguraban las ventanas de las habitaciones. Santiago se asomó en la puerta posterior y descubrió la intensidad de la lluvia al ver correr el agua como en un arroyo, precipitándose sobre la carretera y la bahía. “Es un vendaval”, pensó y cerró la puerta.
— ¡Fausto, cierre la puerta de la sala! —dijo Rosa al verlo coser su guante de béisbol bajo la luz de la lámpara en la sala.
— Ve, Santiago —dijo al verlo entrar en la sala—. ¿Por qué no habrán encendido la planta de la aduana?
— Por la rayería, mujer —respondió—. Juan Ramón y Chicho le tienen miedo a las tormentas. Deben estar temblando en la cama —agregó en tono burlesco.
— ¡A la cama nos vamos todos! —dijo Rosa—. Ya saben, hagan sus oraciones para que el Sagrado Corazón de Jesús nos proteja.
Cada uno brindó las buenas noches y se dirigieron a sus habitaciones. Santiago abrió la puerta de la sala y observó la tenue luz de las lámparas encendidas en las casas de doña Manuela, Mercedes y el Coronel. Solamente identificó el ruido de los truenos y el de la corriente que bajaba desde la loma, desbordando sobre el andén, escurriéndose detrás de la oficina de Octavio Bustamante. Cerró la puerta, puso la tranca y encontró a Rosa en la cama con el rosario en sus manos. Durmieron bajo el mosquitero extasiados por el vendaval.
Al despertar, se incorporó silenciosa. Con la palma de los pies buscó las chinelas en el piso de madera y sintió la humedad nocturna recorrer su cuerpo. Se acomodó la bata y sobre sus hombros colgó una toalla seca. De puntillas avanzó hacia la puerta y, antes de salir a la sala, al cerrarla con sutileza, vio a Santiago dormir en posición fetal justo en el borde de la cama, pegadito a la pared. Cruzó el umbral divisorio con la cocina y, al levantar la ventana plegadiza del lavandero, descubrió un cielo gris oscuro y una densa niebla que le imposibilitaba alcanzar con la mirada la isla de Miss Lilian. Encendió la radio, bajó el volumen y escuchó la hora: “radio reloj de Costa Rica, las cinco y treinta minutos”.
“No han cantado los gallos”, pensó al encender leña en el fogonero. Tomó una porra de aluminio, sacó agua del cántaro, vació en ella una bolsita de café Estrella y, mientras hervía, abrió la puerta de la cocina. Una corriente húmeda la obligó a cruzarse de brazos, bajó la mirada y observó el manso oleaje terroso reventar sobre las piedras azules protectoras de la carretera que bordeaba el patio trasero. El aroma del café hirviendo la invitó a saborearlo en la mesa arrimada a la pared del baño y recordó que los cerdos habían salido espantados, chillando enloquecidos al caer la tarde, abandonando las diez libras de maíz que les había servido en el comedero debajo del tambo. “Milagro que no están cerca del lavandero”, pensó.
La radio anunció las seis de la mañana al terminar de preparar el desayuno. Tomó un cajón de madera cubierto con malla donde criaba ocho pollitos y bajó las gradas. Sacó uno a uno los pollos. Las gallinas llegaron corriendo y salieron en desbandada llevándoselos, alejándose del tambo. ¿Qué será, hasta las gallinas se corren?, se preguntó. Se agachó para asomarse hasta el fondo y descubrió un bulto oscuro en la parte frontal de la casa que se desplazaba paralelo al borde del tambo. “Un animal”, pensó y subió de prisa las gradas dirigiéndose a su habitación.
— ¡Santiago, Santiago!, ¡levántate, levántate! —gritó desde la puerta. Santiago seguía en la misma posición. Al escucharla se dio vuelta.
— ¡Qué molestas, no me podés ver acomodado! —dijo estirándose.
— ¡Apúrate hombre! ¡Un animal está debajo del tambo! —dijo insistente al acercarse Fausto.
— Oí a tu mamá, está viendo animales tan de mañana —dijo Santiago.
Al ver que Santiago no le creía, salió al corredor y caminó con temor sobre el piso de madera acompañada por Fausto que, incrédulo y sonriente, la observaba. “Por allí, allí abajo está el animal”, dijo. Santiago salió al corredor al ver su insistencia.
— ¿Y cómo es el animal? —preguntó Santiago, abotonándose la camisa.
— ¡Yo qué sé!, es oscuro como los capotes de los guardias —contestó Rosa sin dejar de mirar el piso.
— ¡Ay mujer!, esos son tus hijos que metieron capotes viejos en el tambo —dijo incrédulo Santiago.
A Rosa le temblaban las manos y con un nudo en la garganta le relató lo que había sucedido con los cerdos y las gallinas. A regañadientes, Santiago bajó las gradas de la cocina y con un flash light alumbró debajo del tambo en la dirección donde Rosa insistía que había visto un animal. Al verlo echado, gritó: ¡es un tigre!, ¡un tigre enorme! Subió las gradas temblando y Rosa apresurada levantó al resto de los chavalos que aún dormían, indicándoles que salieran de la casa mientras Santiago corría despavorido donde el Coronel a darle aviso del tigre. Los chavalos se aglomeraron en el andén frente a la casa y vieron llegar al Coronel sofocado, limpiándose los ojos y empuñando una pistola Browning 9 milímetros en la mano derecha. ¿Dónde está el tigre?, preguntó.
Desde el andén se escucharon los primeros nueve disparos. Después de los primeros cinco, un tumulto de curiosos, niños, mayores y viejos estaban a la expectativa. De pronto Jorge apareció con su rifle 22 y se dirigió cauteloso detrás de la casa desde donde disparaba el Coronel y se escucharon otros cinco disparos de pistola. ¡Ya está muerto!, dijo al ver a Jorge.
Montados sobre las ramas del árbol de laurel, Fausto y Guillermo vieron a Mcrea sacar al tigre. Un tigrillo de un metro de largo y cuarenta centímetros de alto que presentaba solamente un orificio de bala en el cuello. El Coronel le ordenó al Mandador que lo descuartizara. Lo colgaron en la parte alta del tambo de las patas llenas de arena y, con sumo cuidado, le quitó el cuero que entregó al Coronel como botín de guerra.
Con el paso de los años, el Coronel cambió de casa, mudándose a la de dos pisos que construyó en el otro extremo del puerto, frente a la cabaña. “Allá va el tigre”, dijo Rosa al verlo pasar por el andén cargando el cuero curtido incrustado en un cuadro de madera.
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
Lunes, 06 de junio de 2011