En plena florescencia de la juventud salieron en búsqueda de una nueva vida. La pobreza estrangulaba sus sueños en medio de familias numerosas donde las labores domésticas vaciaban sus almas. Nacieron en el vértice sur de Nicaragua en la década de 1930, una frente al mar y otra frente al lago.
Al seno de sus familias llegaban noticias del auge de las bananeras en la Costa Caribe , de la abundancia de empleo; cruzaron sin conocerse, en diferentes años, el Lago de Nicaragua para embarcarse en San Carlos en una travesía por el Río San Juan, haciendo estaciones en El Castillo y la barra de El Colorado. La majestuosidad del paisaje, las aguas calmas y la abundancia de aves con sus cantos hacían brotar esperanzas en sus inocentes rostros.
Desde la barra de El Colorado se embarcaron en la lancha María del Socorro y descubrieron la furia de las olas del mar Caribe, el olor marino, la brisa salina y los atardeceres de ensueño, hasta desembarcar en el puerto de El Bluff. Recurrieron a familias ancestrales que las acogieron como empleadas domésticas a cambio de poca paga y trabajo en abundancia. Maravilladas, observaban los barcos bananeros en su incesante entrar y salir del puerto, provocado por la fiebre de la manzana tropical, en un mundo de hombres aventureros que desvanecían lujuriosos frente a sus encantos.
La mayor de ellas, Soledad, pronto sucumbió a las palabras de amor de Antonio, un joven de pocas palabras que se enamoró de ella desde que la vio. A escondidas de su familia se amaron por todos los rincones del puerto; amor desenfrenado y sincero que provocaba el enfado en la familia de su príncipe soñado: un joven de buena familia no podía sostener romance con una empleada doméstica. A los pocos meses, lo oculto quedó al descubierto y, por cobardía y temor a su familia, Antonio la abandonó con una criatura en sus brazos. Solitaria y angustiada, Soledad supo criar a su hijo y volvió a descubrir el amor; años más tarde contrajo matrimonio. Igual suerte tuvo Cristina, la menor.
Con el correr del tiempo, por ironías de la vida, Cristina se casó con Antonio quien reconoció un hijo ajeno; decisión conciente con la cual sanaba culpas de cobardía. Ambas formaron familias en el puerto y por siempre existió la enemistad entre ellas, heredada a cada uno de los nuevos miembros. Las heridas siguieron abiertas por un amor frustrado.
Una de las hijas de Soledad, María, se entregó a las pretensiones amorosas del hijo de Cristina, Ernesto. Nuevamente las heridas sangraron de rabia entre las familias. Se convirtieron en abuelas llenas de rencor, pero con el tiempo disfrutaron a sus nietos. Soledad le permitió a Cristina visitar a su nieta y por las tardes admitía que la llevara a su casa para que Antonio jugara con ella. El orgullo herido no lograba el olvido ni liberar de culpas a las nuevas generaciones.
Años después, Ernesto y María tuvieron otro hijo, se trasladaron a vivir en su propia casa en otra ciudad, alejándose del infortunio que había marcado sus vidas: ese furor amoroso en la juventud de Soledad y Antonio. Ambas quedaron viudas a la edad de sesenta años y el huracán Joan terminó de destruir sus vidas, alargando sus penas en un mar de escombros e incertidumbre. Sus hijos alzaron vuelo como aves marinas y, sin recursos para reconstruir sus vidas, acudieron donde Ernesto y María; ahora viven juntas, compartiendo sus últimos días de vida octogenaria con rezos del santo rosario y conversaciones de niñas, marcadas por lejanos recuerdos que sanan las heridas de sus vidas paralelas.
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Domingo, 26 de junio de 2011