Quitó el candado y abrió ambas puertas de metal empujándolas sobre los rieles hasta quedar ocultas en las paredes de concreto. La oscuridad desapareció ante la luz cegadora que llenó la entrada principal y puso fin a la fiesta nocturna de ratones y cucarachas. La antigua mesa rectangular de pata alta, ubicada a escasos metros del portón en el centro de la bodega, exponía ordenados y protegidos con platos de báscula el cúmulo de papeles empleados en las labores del día anterior.
Introdujo el juego de llaves en su pantalón caqui almidonado, sosteniéndolas con una fina cadena de plata colgada del pasacinto; avanzó hacia el centro, frente a la mesa, volviendo la mirada hacia las dos secciones del edificio y se quedó quieto por unos instantes tratando de descubrir algún sonido extraño. Caminó hacia la izquierda hasta llegar al escritorio, se quitó la chaqueta acomodándola en el respaldar de la silla y volvió la mirada a su reloj. Esperó cinco segundos. A las siete en punto tomó con su mano derecha el trozo de mecate amarrado al badajo e hizo sonar cinco veces la campana de bronce que colgaba del pilar contiguo, anunciando el acceso a los estibadores que, ansiosos, esperaban el aviso en el muelle.
Entraban de prisa a sacar carretillas de mano y de cuatro ruedas para iniciar el traslado de la mercancía descargada por las grúas de los barcos en bultos sostenidos por mecates resistentes. El ir y venir, las pláticas, los gritos, las risas y las bromas entre estibadores llenaban de vida y productos importados la inmensa bodega. Sus asistentes, ubicados en el portón principal, contabilizaban la carga con contadores manuales según cantidades trasladas por bulto o carretada que se almacenaba en el lugar que él designaba. En la mesa del centro, los empleados de las agencias aduaneras llevaban registros en hojas de trabajo de varias columnas, contrastándolos con las remisiones previas de sus clientes, la mayoría importadores chinos de Bluefields. Los empleados de la aduana bajaban constantemente las gradas desde el segundo piso en labores de supervisión y el coronel Peters, desde la comodidad del balcón, observaba el trabajo ordenado y diligente que se realizaba en los barcos y el muelle.
A las doce en punto sonaba nuevamente la campana de bronce, marcando el tiempo de descanso. Media hora después se sentaba en la mesa redonda de la cocina donde lo esperaban, junto a mi abuela, mis tíos Pablo y Jorge. Sus pláticas eran amenas, comentaba las labores del día y de los venideros. Me sentaba al lado izquierdo de él, al lado de mi abuela Manuela. La mesa exhibía platos suculentos. Maravillado observaba su forma peculiar de cortar la carne, sazonar con salsa inglesa el arroz, rodajear los bananos cocidos y saborear cada bocado que llevaba a su boca. Luego de la comida descansaba en el corredor de la casa; aprovechaba ese momento para pedirle permiso de ir a su trabajo. “Abuelo Felipe, puedo llegar por la tarde”. Nunca dijo no. “Antes de las cinco de la tarde”, respondía.
Al llegar, junto a Javier y José Manuel, bajábamos desde la planta alta por las gradas y nos presentábamos donde él. Nos indicaba dónde podíamos jugar. Recorríamos todos los rincones de la sección asignada a nuestros juegos, corríamos y subíamos sobre los bultos de mercancía arpillados, brincábamos entre ellos en competencia de salto largo, coleccionábamos estampillas viejas tomándolas de remisiones antiguas desechadas y, sin que lo notara, nos escabullíamos entre los bultos y las paredes del fondo a la sección en que trabajaban los estibadores. Desde la pared lateral derecha, a través de las rendijas, observábamos el trabajo minucioso de Juan Lacayo; elaboraba moldes de madera para convertirlos en piezas únicas de concreto que adornaban columnas, barandas y vigas de las casas del puerto.
A las cinco en punto, cinco campanadas nos daban el aviso: nuestros juegos terminaban, así como las labores en la inmensa bodega de la aduana. Antes de cerrar la verja metálica de las gradas, Javier y José Manuel subían al segundo piso para salir con mi tío Felipe al andén, mientras yo esperaba que él cerrara las puertas de metal corredizas y pusiera el candado para regresar tomado de su mano a la casa, caminando por el muelle.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Martes, 05 de julio de 2011