De prisa, con el corazón palpitando como huyendo de sí mismo, entró a la casa. Introdujo sus grandes botas viejas llenas de lodo en la cuerda que, por el contrapeso, lo elevó al segundo piso de madera. Su cabello largo se sacudió en el trayecto y, al sentirse seguro, se sentó en la litera. De una patada apartó de su lado la cubeta y se asomó a la ventana como buscando fantasmas en la oscuridad de esa noche lluviosa. Encendió un cigarrillo, al terminarlo se acercó al precipicio de cuatro metros que lo separaba de la planta baja. Tomó la cuerda, la amarró de la viga que sostenía la estructura del techo a dos aguas, hizo un lazo y, con lágrimas en sus mejillas, se lo acomodó en el cuello. Se quedó pensativo y recordó su pasado.
En la euforia de su juventud, a inicios del decenio de 1980, llegó a Nueva Guinea como internacionalista, participando en una brigada de solidaridad proveniente de la República Federal Alemana. “Eran doce y se trasladaron a la colonia Jacinto Baca donde se desarrollaba un gran proyecto de cacao con cooperativas campesinas”, dijo Donald. Apoyaban a los campesinos en la construcción de viviendas y una noche fueron secuestrados por la contra. Los retuvieron enmontañados por cuarenta días mientras a nivel internacional y en distintos foros, el gobierno de Nicaragua denunciaba el hecho. Una columna del ejército desarrolló un operativo para liberarlos y el teniente Daniel Esquivel cayó en una emboscada en la zona conocida como el Naranjal, cerca de la colonia Talolinga. Fueron liberados y, al regresar a Nueva Guinea, fundaron un taller al que nombraron “Daniel Esquivel”, en honor al teniente que se hizo amigo de ellos mientras construían casas. El taller era para capacitar a los hijos de los campesinos organizados en mecánica automotriz, electricidad, soldadura y torno. “Después del susto, todos los integrantes de la brigada regresaron a su país, pero Sigfrid Erwin Ruthing se quedó”, agregó Donald.
Dominaba el arte de la construcción y la carpintería. Ejercía ambos oficios y los albañiles de la zona se quedaban admirados al ver su destreza, el esmero y la velocidad con que armaba el hierro, paleaba el concreto para hacer la mezcla chorreándolo en los cimientos, pegando bloques y su agilidad con la cuchara repellando paredes. Subía a las columnas para tejer la estructura del techo como araña. “Cuando perdían el tiempo era drástico, enojado les llamaba la atención y por ello muchos no querían trabajar con él. Decían que estaba loco, que se fumaba varios cigarros de marihuana”, dijo Agenor. Su aspecto poco le ayudaba. Alto, barbudo, gafas finas, pelo rubio largo con una colita amarrada tras la nuca, una chapa en la oreja derecha y, al caminar, daba grandes zancadas como desesperado sobre el lodazal. Los chavalos le gritaban su nombre al verlo por las calles tratando de burlarse, pero él no les hacía caso.
Con el tiempo, combinó su oficio con la labor de maestro. Impartía clases en INATEC sobre su arte y estudió magisterio por encuentros en la Escuela Normal. Posteriormente fue profesor de orientaciones prácticas en la Escuela Salinas Pinell donde trataron de obligarlo a cambiar su apariencia, mal ejemplo para los alumnos, pero se negó. Luego argumentaron que no podía seguir impartiendo clases porque no tenía título de bachiller. Decidido a obtenerlo se matriculó en el Instituto Nacional Rubén Darío donde se graduó. “Su mochila era una cubeta de cinco galones, allí cargaba los cuadernos, libros y lapiceros”, dijo Moisés. Una vez lo vi recostado en uno de los pilares de la discoteca Eclipse 2000 y tenía a sus pies la cubeta. El galerón estaba repleto de gente, bailaban “que vengan los bomberos”. Al concluir la pieza, el disc-jockey anunció la canción “the eyes of the tiger”. Todos se hicieron a un lado formando un círculo y Sigfrid se apoderó de la fiesta. Entró al círculo cubierto por un aura de bailarín de ballet y dio tres saltos, desamarró el nudo de la cola del cabello, sacudió la cabeza girándola, movió las piernas hacia atrás y delante, contorsionó todo el cuerpo y terminó bañado en sudor. La multitud lo aplaudía con gritos de entusiasmo. Tomó su cubeta y desapareció
Años después, al caer el muro de la vergüenza, regresó a su tierra para visitar a sus padres. Regresó triste. “No le gustó el ambiente, la vida citadina lo desesperó”, dijo Agenor. Añoraba la paz y tranquilidad que gozaba en esta tierra húmeda y montañosa. Compró una bicicleta y circulaba por las calles lodosas. Dejó de viajar en buses a Managua y, con la mochila en su espalda, recorría de ida y vuelta los doscientos ochenta kilómetros hasta la capital; se montaba en su bicicleta para visitar las colonias y comunidades. Cuando la bicicleta se deterioró por el trajín, sin pedales, la empujaba de tramo en tramo para hacer sus recorridos.
Al retirarse de Nueva Guinea, el último de los alemanes que formó parte de la brigada secuestrada le ofreció el cargo de administrador del taller, pero no lo aceptó. Por su destacada labor le donaron una manzana de terreno. Allí construyó, pieza por pieza, golpe a golpe, la casa que habitaba con el dinero que ganaba y la poca ayuda que sus padres le enviaban. De dos pisos, con techo a dos aguas, y piso de tierra la parte de abajo, sin escaleras para acceder a su dormitorio y evitar que extraños subieran a robarle.
Su mayor decepción la sufrió cuando las sandinistas perdieron las elecciones y el neoliberalismo se enseñoreó, abandonando el apoyo que recibían las cooperativas. Hizo un nuevo intento por regresar a su tierra para quedarse definitivamente, pero dos meses después regresó. Su caminar ya no era el de aquellas zancadas apuradas, se volvió lento y pesado, nostálgico. El mal humor inundó sus venas y trataron de quitarle la tierra que le habían donado. Para evitarlo, comenzó a vender solares y se quedó únicamente con el lote donde erigió su palacio y la parcela que tenía en la Reserva Indio – Maíz. Se desaparecía por meses y, en las profundidades de la selva, vivía la libertad que anhelaba, escuchando el rugir de los tigres, el canto de las lapas, cosechando el maíz y los frijoles que requería para alimentarse. La sociedad nunca lo comprendió. Lo miraban como a un vagabundo que vivía elevado en las nubes de cannabis. No se daban cuenta que de esa manera escapaba de sus penas.
Con la soga apretujada al cuello como a su vida misma, se mostraba indeciso. La lluvia caía con violencia sobre el techo de zinc y en el preciso instante que se preparaba para quitársela, el destello de un relámpago lo dejó ciego; un segundo después, el rugir de un trueno enardecido lo asustó y cayó al precipicio.
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
Viernes, 09 de diciembre de 2011