A través del mar llegaron tras la búsqueda de sueños por alcanzar una vida mejor; construyeron fortalezas, dispararon cañones contra enemigos y concentraron sus casas frente a un largo andén, dándole la espalda, como avergonzados de su brisa y oleaje. Solamente el viento, un faro y las costas lo vieron de frente sin abandonarlo. El mar los llenó de riquezas, vinculándolos con otros países y culturas, sustentándolos con su vida abundante.
Miraron más allá del mar, hacia tierra firme, hacia las montañas azules y las grandes ciudades. Poco a poco, solamente quedaron los viejos porque sus hijos abandonaron, tras un viaje sin retorno, la tierra que los unía al mar, buscando los mismos sueños de sus antepasados. Ni a sus muertos le permitieron que le dieran la cara, los enterraban sin permitir que sus rostros disfrutaran su brisa. Otros los reemplazaron, sin raíces profundas continuaron dándole la espalda. La luz del faro sobre sus olas se apagaba y sus costas, antes alegres, se oscurecieron con opacas nubes de fuego. Las gaviotas, los pelícanos y las tijeretas también lo abandonaron, las tortugas emigraron, desparecieron los icacos, las uvas de mar y los cocoteros. El mar se sintió solitario y triste, pero el viento nunca lo abandonó: susurró en círculos sobre sus olas aumentando su fuerza, reventando oleaje furioso sobre piedras y costas, cortó el paso de sedimentos en la barra y la entrada al puerto se secó. Sin descubrir la angustia del mar, dragaron la entrada vital para mantener su ritmo de vida.
Lleno de dolor, el mar convocó la furia del viento en un mes de octubre. “Es hora que despierten”, dijo y el viento acumuló fuerzas desde el este hasta formar un meteoro que cambio sus vidas: destruyó casas, hundió barcos, desapareció la costa, invadió la bahía secándola sin permitir por muchos años la navegación y les cortó la abundancia de vida marina que sus manglares reproducía. Por su propia naturaleza volvieron a reconstruir sus vidas, ahora marcadas por las cicatrices del mar, abandonándolo nuevamente; soñaron con la libertad de sus ancestros, lucharon por alcanzar su autonomía y defender sus territorios, olvidándose del mar.
Sobre sus olas azules navegan barcazas rápidas, en su tránsito siembran ilusiones de reyes que construyen palacios sobre cimientos de arena blanca y, como guerreros, defienden botines que contaminan, aniquilándose con fuego de metralla con la mirada atenta al mar. No hay riqueza del mar que aprovechen, la navegación se pierde con el alba y siguen soñando de espalda al mar, el que un día los acogió como náufragos en sus costas.
Ronald Hill A.
Sábado, 18 de agosto de 2012