Una semana antes habían planeado el viaje: prepararon cayucos, velas, canaletes e hicieron cálculo de los racimos de banano que cosecharían para abastecer a los pobladores de Utila y a los compradores que visitaban los Cayos en goletas para luego comercializarlos en New Orleans. En los primeros días de junio hacían el viaje a Cuero, una región del departamento de Atlántida en Honduras donde tenían tierras que cultivaban; cortaban la fruta, la embarcaban y regresaban a sus hogares. Esa mañana divisaron la majestuosidad de la cordillera Pico Bonito descubierta por el cielo transparente y se despidieron de sus seres queridos. Partieron con entusiasmo remando en dirección hacia el sur para cubrir el trecho de dieciocho millas de mar que los separaba del continente.
Al llegar a Cuero bebieron agua de un pozo comunal y los pobladores les informaron que una epidemia de viruela había azotado la aldea. Los habitantes de los Cayos no conocían la enfermedad y acudieron a varias viviendas con el fin de visitar a los enfermos porque nunca antes habían visto los síntomas. Sorprendidos y llenos de horror al verlos, salieron despavoridos hacia sus casas el sábado 13 de junio de 1891. Pero Daniel Howell se quedó hasta el día quince con su hijo Edwin, un adolescente de diecisiete años de edad, porque la fiebre lo había atacado y le impedía hacer el viaje.
Salieron de Cuero a las seis de la mañana en su canoa de remos sin techo bajo un sol incandescente. La fiebre aumentó en Daniel y Edwin remó todo el trayecto bajo la inclemencia del sol. Llevaban un pequeño cántaro con agua y su padre solamente se mojaba los labios, permitiéndole que tomara la mayor cantidad posible debido al esfuerzo que lo deshidrataba.
Entre las cinco y seis de la tarde del mismo día llegaron a los Cayos. Consciente de su enfermedad, Daniel le pidió a Edwin que lo dejara en el cayo Jack O´Neal, deshabitado en esos años. Lo bajó del cayuco acomodándolo en una pequeña choza y le dio aviso a su madre quien acudió de inmediato a atenderlo. Daniel le mostró las ampollas que habían brotado en su cuerpo, pero ella tomó la decisión de trasladarlo a su casa. La fiebre nunca cedió; siguió cuidándolo hasta que el consejo de salud ordenó que lo trasladaran nuevamente a Jack O´Neal, donde murió el día sábado 20 de junio.
Entre aquellos hombres que salieron despavoridos al ver los estragos de la epidemia y regresaron a sus casas sin pensar que se habían contagiado se encontraba mi bisabuelo paterno, Simeón Hill, hijo de George Hill y Mary Francis “Molly” Wood. La viruela ya había contaminado sus cuerpos y brotó en Simeón el 22 de junio y en su esposa, Prudence Cooper, el 8 de julio. Ambos fueron retirados de su casa y puestos en rígida cuarentena. Prudence fue separada de sus padres, de sus hijos, uno de ellos un bebé —Ernest Simeón Hill, mi abuelo paterno— y de todos sus seres queridos, sin poder escuchar sus voces, sin nadie a su lado para ayudarla ni aliviarla en la condición deplorable y lastimosa en que se encontraba, aun cuando Simeón estaba a su lado, inútil y nauseabundo por la enfermedad. Tuvo una agonía incontable, dolorosa y observó el rostro de Jesucristo el 19 de junio a la edad de treinta y tres años.
“El domingo por la mañana vi una canoa acercándose desde los Cayos. Llegó hasta tocar la boya en el puerto de Utila, el lugar destinado en esos días para que atracaran los cayucos de los Cayos. Un barco se acercó desde la costa y regresó. Me encontraba frente a la residencia Woodville con la señora Woodville, la señorita Carrie Warren y la señora Gabourels, y luego llegó el capitán Woodville proveniente del muelle. Se detuvo frente a nosotros y con dolor dijo: “¡Prudence ha muerto!”, y dimos nuestras condolencias al tío Jimmy (James David Cooper) y a Catherine Jane Cooper, los padres de la difunta”, relata el Sr. Edward Rose en sus memorias sobre Utila.
En esos años nadie en Utila sabía cómo tratar la enfermedad, pero en Roatán había una mujer española que conocía su tratamiento y la municipalidad contrató sus servicios. Una vez que se confirmó que la enfermedad era viruela, el consejo de salud de la municipalidad decretó la cuarentena en los Cayos y las partes infestadas de las costas de la isla. Organizaron un almacén exclusivo y bien abastecido de alimentos y medicinas para que los habitantes de los Cayos acudieran a retirar sus provisiones. La población tomó todas las precauciones para evitar el contagio. Fueron solidarios y considerados con las familias y los enfermos de los Cayos, sus parientes y primeros pobladores de la isla de Utila.
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
Martes, 06 de marzo de 2012