Julián acordó con Isidoro, su vecino hacendado, limpiarle cinco manzanas de caña Japonesa que emplea picada para alimentar a las vacas que ordeña. No era aflicción, pero sentía algo raro, algo que daba vueltas en su cabeza recordándole el compromiso. “Mamá, ya me voy”, le dijo a Juliana después de desayunar. “Lo espero con una sopita de frijolitos camagua”, le contestó desde el tenamaste ubicado en el fondo de la casa. “No olvides el galón de agua”, le gritó al verlo abrir la puerta de alambre desde el corredor. Julián regresó por el galón y le dijo “sos mi ángel de la guarda”, dirigiéndose de prisa hacia el cañal.
Pasó por la casa de Antonia dándole los buenos días con un santito, pretexto para ver a Marcela, recién bañada y con el uniforme azul y blanco, lista para dirigirse a la escuelita de la comarca. “Que te acompañe Julián”, le dijo Antonia. Apenas pasaron la primera curva, Julián y Marcela se tomaron de la mano. Julián abandonó la escuela para trabajar y ayudar a su madre en la crianza de sus tres hermanos menores desde la muerte de su padre. Marcela apenas tenía trece años y daba muestra de su pubertad con el florecimiento de dos pezones en sus pechos, aunque su cintura y sus nalgas daban la impresión de que poseía mayor edad. “Me encanta tu carita fresca y húmeda como una flor bañada de rocío madrugador”, le dijo Antonio cuando se decidió a cortejarla y, al verla sonreír, comprendió que sería para él. Tomados de la mano admiraban la naturaleza y al divisar la escuelita de Guinea Vieja separaron sus manos, despidiéndose con la promesa de que Marcela lo esperaría al salir de clases.
Julián entró al cañal con el sol brillando sobre los arboles de la cerca viva. Se empinó el galón de agua, tomó su lima cuchilla y afiló el machete. Decidido procedió a cortar, con un movimiento vertical del machete en ángulo de cuarenta y cinco grados de ida y vuelta, la densa maleza. Tras cada golpe del machete avanzaba con la velocidad adquirida a través de los años. Pensaba en Marcela. A las nueve de la mañana se detuvo y sació su sed bajo un árbol de acacia amarilla florecido. Volvió a entrar al cañal apresurado el corte de la maleza y golpeó un viejo tronco, limpió su alrededor y siguió avanzando. De pronto, con la destreza de tigre adquirida en el trabajo de campo, volvió la mirada, descubrió a un metro de sus pies una víbora terciopelo enrollada que se disponía a embestirlo, pero con su arte de espadachín le cortó la cabeza en el aire. En instante descubrió a su izquierda dos víboras enfurecidas que volaban hacia sus piernas y de un tajo les partió el dorso. Sintió algo caliente en su pierna izquierda y se dio cuenta que se había cortado con el machete.
Apoyado en una vara llegó gritando hasta la escuelita. Todos salieron al escucharlo y vieron su pierna bañada en sangre. Lucrecia, la maestra de multigrado, le dio aviso a Timoteo quien llegó en su moto mientras Marcela lloraba al lado de Julián. Lo montaron y se despidió de Marcela diciéndole “no te preocupes que en el hospital de Nueva Guinea me van a curar”. Timoteo se detuvo para darle aviso a Juliana, quien gritó horrorizada al verle el chorro de sangre: “alístese, espere la pasajera que voy para el hospital, allá la espero”, dijo Julián.
Lo atendieron de emergencia como a cualquier otro que acude por ese tipo de accidentes. Sentado en la banca, un manto de sangre se esparcía sobre el piso; al verlo, uno de los médicos lo cargó en hombros para limpiarle la herida. Tres horas después llegó su madre, iba acompañada de Antonia y Marcela. “¡Se va a morir!, “se me muere mi Julián”, decía Juliana. “Nadie muere por una herida”, contestó el joven médico. Le tomaron la presión arterial y el jefe de emergencias ordenó su traslado al hospital de Juigalpa donde descubrieron que padecía de hemofilia y lo trasladaron hacia Managua. Julián murió desangrado en el trayecto. A sus hermanos menores los sometieron al diagnóstico y descubrieron que padecían el mismo trastorno de coagulación de la sangre.
Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS.
Lunes, 16 de abril de 2012