Al abordar la
panga lo reconocí inmediatamente a pesar del tiempo transcurrido. “Hola, te
acuerdas de mi”, le dije y entablamos conversación. Desde muy joven, a los
diecinueve años, Felipe se trasladó a vivir a los Estados Unidos con sus padres,
y ahora, a la edad de sesenta y cinco años, regresa como turista.
“Voy a visitar
viejas amistades”, dijo en el trayecto, gritándome al oído por el rugir del
motor de setenta y cinco caballos de fuerza. Vi que admiraba como cuando niño la costa
de la bahía, Half Way Cay, la isla del Venado y la de Miss Lilian. Descubrí en
su antebrazo derecho el tatuaje de una mujer desnuda dando la espalda, acostada
sobre una toalla en la que cae su larga cabellera negra, y, al darse cuenta, lo
cubre bajando las mangas de su camisa.
Desembarcamos
en el muelle de El Bluff y comenzó a llover. Resguardándonos en la caseta me
pidió que lo acompañara en su recorrido. “Creo que es por aquí, debemos caminar
a la derecha”, dijo al abandonar el andén. Subimos por una ladera resbaladiza, agarrándonos
de pequeños arbustos y raíces para no caer. Volví a percibir el aroma
exuberante de la humedad arraigada en el suelo, el canto de las loras, que por
gracia divina sobreviven a la hambruna, y las casas de madera en hileras, una
detrás de otra, devoradas por el tiempo.
Toca la
puerta, llama su nombre; no hay respuesta. Insiste y desde el fondo de la
casita escucho un grito: “¡¿quién me busca?!” Con cierto temor, Felipe contesta
y dice su nombre. No responde, pero el ruido de los pasos delata su presencia.
Escucho que quita la aldaba, su esfuerzo al levantar la tranca y, al empujar la
puerta de un tirón, Felipe se retira porque abre hacia afuera.
Lleva puesto
un camisón celeste emblanquecido por las lavadas, calza chinelas de gancho y se
sostiene de la tranca. Su cabello, el que aún le queda, se muestra cano, gris y
blanco, cenizo. Su mirada es golpeada por la luz que entra a través del
rectángulo de la puerta. “No has perdido el brillo coqueto de tus ojos”, dice Felipe.
Lo observa de pies a cabeza, buscándolo en los pliegues guardados de su memoria,
y luego de unos segundos sonríe. “Entrá papacito, te sigo esperando”, responde
al tomarlo con su mano arrugada y atraerlo hacia la pequeña sala. “Y vos, pasá
también” dice al verme en la puerta. “Abrí la ventana, que entre aire y luz que
quiero verte en la claridad”, le indica a Felipe. “Siéntate aquí a mi lado y
vos arrimá aquel banco”, agrega al sentarse en una mecedora.
“Me he dado
cuenta que te va muy bien en la yunai. Hasta ahora te acuerdas de mí, ni una
postal enviaste, menos una cartita, sos un ingrato pero no te guardo rencor, no
tengo por qué. Te agradezco el gesto de visitarme aunque ahora no vas a
disfrutarme como en aquellos tiempos. Mírame como estoy, la vida se acaba, el
tiempo nos destroza, pero no quiero ponerme sentimental, menos con vos que
tanto cariño te di. Quién iba a decir que después de tanto tiempo, no dudes en
detenerme si me equivoco, porque hasta olvidadiza estoy, más de cuarenta años desde
la última noche que apareciste, así como ahora, golpeando desesperado la
puerta, te ibas a parecer tanto a tu padre, el gringo dueño de barcos
pesqueros, nunca te imagine así, cómo pasa el tiempo, se nos escapa sin darnos
cuenta”.
“Esos fueron
los tiempos dorados en este puerto. Los tiempos de la Booth, de los barcos
mercantes, de la abundancia porque de todo había, hasta los burdeles eran
necesarios para calmar las penas de los marinos que regresaban forrados de
billetes y rabiosos por refugiarse en los brazos de una mujer después de pasar
un mes en altamar añorando el Vietnam, el Dragón de Oro y a nosotras, las
preferidas de todos ellos: la Chepa, la Chabela, la Pasito Corto, la Diablo
Rojo, a la Marta, la Casimira, la Yegua Blanca, a todas nosotras que tan bien
los tratábamos, todo lo que querían se les consentía”.
“Te fijás, me
he adelantado, la memoria se me escurre porque antes de nosotras, la preferida
de todos los guardias en días de pago, los de aquí y de Bluefields, y los
chavalos de esa cosecha, entre los que recuerdo a Pinolillo, Charol, el
Zancudo, Chico, Noel y el Negro Palancón, ¿sabías que al pobre Negro lo mataron
en el mercado Oriental, lo sabías?, tan bello el negrito, bien dotado el
bandido, la que calmaba sus andanzas era la María Cutuna que apareció aquí por
los años cuarenta desde Granada. Vivía en la casa del Mandador, allá abajo,
detrás del cementerio a orilla de la bahía entre guayabales, cerca del suampo.
Prendía un candil, sintonizaba radios colombianas porque le encantaban los
vallenatos y la pobre se enzepolaba para ganarse el día a la edad de setenta
años, sin poder moverse; pero era escandalosa, hacía un tremendo alboroto para
entusiasmarlos por cinco pesos”.
“En esa época
las cantinas famosas eran las de Miss Lilian y Miss Pet, no eran burdeles
legítimos sino que tenían sus cuartitos de desahogo que mantenían bien limpitos
unas guapas cornaileñas, ojos verdes y morenas, que atendían a los clientes de
los barcos mercantes, alemanes, franceses, noruegos, gringos, de todos lados
que pasaban por aquí. Ya sé que esa
mirada tuya no es de sorpresa, nunca te ha cambiado. Qué lástima, te fuiste
pichón, lleno de vida. Aunque no lo creas, nunca olvido aquella semana santa
que pasamos en uno de los ranchos que instalaban en la playa; vos haciéndote el
rogado, llegabas a la mesa y te escapabas con tus amigos, pero apenas se iban,
cuando la playa quedaba desolada con sólo Blofeños la fiesta comenzaba”.
Hace una
pausa, se inclina con esfuerzo y estira su mano hacia Philip.
“Déjame que te
toque ese bigote canoso que tenés, discúlpame, pero esos recuerdos del pasado
me ponen espumosa, me ablandan el corazón, me tiemblan las piernas con sólo
pensar en la dicha de haberte tenido aquí pegadito a mi cuerpo, este cuerpo que
ahora miras inútil, envejecido por los años, te hacia subir al cielo, te
babeabas en mis pechos ahora vencidos, estas nalgas ahora escurridas te volvían
loco cuando te cabalgaba como potro arisco y estos labios marchitos bebieron la
miel de tu cuerpo hasta rendirte de gozo. Dame un segundo, ya regreso”.
Se levanta y
entra a la habitación. Felipe me mira desconcertado.
“Aquí tengo esta foto, estoy en el Vietnam,
las dos que están a mi lado son amigas que viajaron conmigo desde Corinto. Te
acuerdas de ellas, tenés que acordarte, siempre estábamos juntas, éramos
inseparables. El Vietnam, qué ocurrencia tuvo la Shirley de ponerle ese nombre
al burdel, la misma guerra, la guerra entre hombre y mujeres, entre las mujeres
de los maridos escapados y nosotras como que fuéramos culpables de la carencia
de mañas para enloquecerlos, de no permitirles sus juegos de fantasía”.
“¿Estás
sorprendido?, ¡pero si vos lo sabes!, los grandes señores de aquí y de
Bluefields eran nuestra clientela exclusiva. Aparecían en grupos, medio
borrachos, envalentonados y el esmero de la Shirley por atenderlos era tal que
cerraba las puertas, se iba para donde su Bato y nos dejaba solas para que todo
lo disponible fuera de ellos. Amos y señores del putal, pero después, santos
sin mancha, sólo quedaba el reguero que hacían. Imagínate, todos en bolas, a
media luz con la roconola en alto, unos chineando, otros sentados en la barra,
tocándonos, bebiendo, fumando, dos con una, una con dos, ni los cuartuchos
ocupaban, allí nomás donde todos miraban sin perturbarse, sin molestar, sin
miedo porque no eran desalmados, se divertían, un pasatiempo que tanto
necesitaban así como nosotras el dinero de ellos para sobrevivir. A los
bochincheros, los chivos fijados, una vez los corría la Shirley y no los volvía
a dejar que pusieran un pie en su Vietnam. Era cumplida, todos los viernes nos
llevaba en procesión a Bluefields para que pasáramos revisión en la sanidad.
Ahora todo ha cambiado, los hombres no tiene para pagar un polvo, los pobres
están sin trabajo, andan pidiendo para drogarse, la piedra no deja que se les
pare, mientras yo muero entre la sombra de estos árboles de mango”.
“¡Te veo
inquieto!, ¿no te gusta que hable de eso?”
“Debo irme, vamos hacia el muelle
de los barcos camaroneros, luego tomaré unas fotos del parque de la loma y
caminaremos hacia la playa. Ha sido un placer verte, tus recuerdos me hacen
volver a vivir esos años que tanto añoras”, dice Felipe.
Lo toma
nuevamente de la mano y Felipe le da un beso en la frente. Salgo de la sala,
bajo las dos gradas y cuando Felipe se dispone a hacerlo ella le dice: “Te
olvidaste”. Saca su cartera, toma veinte dólares y al intentar que los agarre
lo queda viendo sorprendida. “Mi preferida”, eso es lo que me decías cuando
salías mareado guindo abajo.