Probablemente
muchos de ustedes se la toparon por el andén, en la iglesia, en labores
comunitarias o, simplemente, la vieron al pasar por su casa en donde todas las tardes sacaba una mecedora
de la sala y se acomodaba en el corredor frontal a admirar el paisaje de la
bahía, disfrutar la brisa marina que fluía sin atascos desde la playa del
Tortuguero, sosteniendo amenas pláticas con los visitantes que al verla se
desviaban del andén principal. Acompañaban sus atardeceres el resplandor de los
rayos de sol sobre el inmenso techo rojo de la aduana, el verdor de la bahía,
la estela de espuma esparcida por el constante cruce de las pangas hacia
Bluefields con su cerro azul dominado en la cúspide por bandadas de nubes
blancas, y el verdor de las islas de El Venado y Half Way Cay. Satisfecha
encendía un cigarrillo cubierto del filtro por una boquilla para eliminar las
impurezas que quebrantan la vida y escuchaba con suma atención los problemas
que le exponían sus visitantes enumerando múltiples motivos de queja; mi tía
Merchú, al escucharlos atentamente, se entristecía, los sufría, pero siempre
tenía motivos de esperanza y ayuda para ellos.
La comida que
preparaba mi tía Merchú era exquisita, agasajaba a su familia con manjares de
mar y tierra. Para los días festivos, mi sitio preferido era su cocina y, en
los comunes, su presencia en la mesa enriquecía con su ánimo los platos que
preparaba: panes, dulces, lomos rellenos, mariscos, jamones, nacatamales, todos
una delicia. Cuando pasaba por el andén a la hora del almuerzo o la cena,
escuchaba el festín de tenedores, cuchillos y cucharas sobre los platos de
china y, al verme bajo el umbral de la puerta del comedor, sonriente me ofrecía
una silla. “Este chavalo no come en la casa porque dice que tu comida es más
rica, aunque sólo sean frijoles”, le decía mi mamá y sonreía.
Por las noches,
nos esparcíamos en la sala de su casa alrededor del televisor para ver la
telenovela del momento y, en eventos especiales como el alunizaje del Apolo XI
o las peleas del Alexis Arguello y Mohammed Alí, a todos los chavalos nos
acogía manteniendo con sutileza la armonía. Siempre estaba al tanto de las
noticias, de la entrada y salida de los barcos mercantes y de los adelantos de
la ciencia y la tecnología. Pero mayor atención prestaba a las festividades
religiosas que se desarrollaban en la pequeña capilla promoviendo su
organización: la procesión del viacrucis; la peregrinación de la virgen del
Carmen, patrona del puerto, desde Bluefields; las kermeses para recaudar
fondos, los novenarios, las primeras comuniones, las misas navideñas, los rezos
para los difuntos y los bautizos con los que ganó el record de tener el mayor
numero de ahijados en el puerto.
Cuando triunfó
la revolución, se involucró en tareas por el bien de los habitantes del puerto:
promovió las jornadas de salud; también la distribución equitativa y oportuna
de alimentos, sin permitir el insolente acaparamiento; la luz del saber en los
analfabetas, sin darse cuenta por su esmero que el mundo a su alrededor se
desmoronaba poco a poco hasta que el huracán Juana destruyó sus cimientos. Con
el mismo espíritu y compromiso, asumió la tarea de reconstruir la vida de otros
para que pudieran levantar su techo organizando brigadas de autoayuda y pegando
bloques tras bloques.
La fuerza de su
espíritu, su alma generosa y sus sueños de vida mejor para otros se truncaron
cuando Felipe Alvarez, mi tío, falleció en el año 1998; quedó solitaria, sus hijos,
como aves, habían levantado vuelo, sin percatarse que en su cabello fino
florecían canas sufriendo en soledad. Emigró a su natal Ostional para aligerar
sus penas al lado de su familia, viajó a Corinto y finalmente se asentó en la
casa de Rafael, su hijo, el amante de la mar y el rio.
El mal de
Parkinson la atacó, pero no logró doblegarla: mañana y tarde, bajo el corredor
izquierdo de la casa, elevaba plegarias al cielo con el rosario en mano. “Cómo
están los muchachos, cómo está Indiana, cómo está Tony, ¿y los nietos?”,
siempre preguntaba en mis frecuentes visitas. La mirada se le nubló y frente al
féretro de Rafael, en la silla de ruedas y con su inseparable rosario, el
corazón desintegrado y lágrimas de dolor rodando en sus mejillas, rogándole al
Señor decía: “por qué te llevaste a mi hijo, mejor me hubieras llevado a mí”. El
31 de Julio, a las 8:50 de la noche y a la edad de 87 años, sus ruegos se
hicieron realidad: un ejército de ángeles acudió a su lecho y sobre una luz
cegadora la elevaron a los cielos.
Muchos pensarán
que tu vida, tía Merchú, fue efímera, un esbozo desdibujado que casi no
llegaste a vivirla en plenitud y sentirán, como de muchos otros, lástima de ti;
lástima como la que han sentido las madres por sus hijos que transitan en
senderos equivocados, los hombres perdidos, los viejos abandonados que
mendigan, los pobres llenos de rencores y los ricos egoístas. En la justa
balanza, ¿quién pesará más que mi tía Merchú?, ¿quién más méritos que tú?
Seguro estoy, tía Merchú, que en el cielo los ángeles pedirán tu ayuda y, como
en vida, les ayudarás eternamente satisfecha.
Ronald Hill A.
La Colina.
Miércoles, 08 de agosto de 2012