De la programación semanal, elaborada por la aduana en conjunto con las agencias aduaneras, dependía su labor y paga; señalaba la ruta de los barcos mercantes que entraban y salían por la barra a través de un canal imaginario, sin boyas ni indicios que marcaran la ruta a seguir, evitando que encallaran llenos de mercancías en el seco estrecho color terroso existente entre la isla del Venado, la isla de Miss Lilian, el casco hundido del Jamaica y el promontorio rocoso de la península que se extiende amenazante bajo la quilla de los barcos al atravesarlo. En tierra firme, disfrutando la comodidad del corredor de su casa de madera y tambo ubicada en el barrio “Tres Cruces”, pintada de verde con ribetes blancos en marcos de puertas y ventanas, esperaba atento el llamado por radio para acudir, en una pequeña embarcación de madera, al auxilio de experimentados y diestros capitanes de navíos que ondeaban banderas de diferentes nacionalidades.
Todos lo conocían como “el práctico”, pero su nombre era Frank. Arriesgaba su vida al abordar los barcos en altamar, maniobrando su lancha al vaivén de las olas, apareándola a sotavento con el casco del navío en movimiento para subir en escaleras de gruesas sogas marinas a la cubierta. Brindaba el primer saludo a los tripulantes y al capitán, liberándolos de riesgos y preocupaciones con sus indicaciones hasta atracar en el muelle de la aduana, donde una comitiva conformada por agentes aduaneros, el capitán de puerto y oficiales de aduana, esperaba ansiosa al escuchar los pitidos alegres del buque, desplazándose lentamente sobre las aguas mansas de la bahía.
Desde la cubierta del barco, situado lateralmente a unos veinte metros del muelle, con la fuerza de sus motores haciendo girar las hélices que alborotaba las aguas contra la corriente, los marinos lanzaban una pelota pesada del tamaño de una manzana adherida a las gruesas amarras por un mecate fino que al caer los estibadores atrapaban y halaban hasta engancharlas en los amarraderos metálicos. Frank seguía con atención la maniobra y, una vez atracado el barco, se despedía del capitán, quien menos tenso y agradecido le hacía regalías: chocolates, caramelos, cigarrillos y licores. Tras la orden del capitán, los ansiosos tripulantes bajaban la escalera de acceso al barco hasta afirmarla con seguridad en el muelle. Frank era el primero en bajar, recibía el saludo y felicitaciones de la comitiva que se disponía a abordar ante un gentío curioso que se aglomeraba en el muelle, confundiéndose con los estibadores; se escuchaban saludos, gritos de alegría, citas nocturnas, buenas y malas nuevas desde el barco y el muelle, mientras la comitiva subía con el inspector de aduanas encabezándola.
De pie, sobre el balcón del segundo piso del edificio de la aduana, el coronel Alma de niño observaba satisfecho los movimientos en sincronía del personal en el muelle y con gentileza saludaba al capitán, moviendo sus manos temblorosas, en señal de bienvenida al puerto. “Sin Frank estamos perdidos”, le decía con su voz entrecortada a Zoilo, su asistente, al verlo abordar su pequeña embarcación de madera para dirigirse a Bluefields, mientras la inspección rutinaria se desarrollaba: revisaban manifiestos de carga, documentos de la tripulación y equipaje, el estado sanitario, las bodegas y cubierta, y las normas de seguridad, concluyendo en la cabina del capitán donde eran invitados a degustar platillos para la ocasión y brindar por el feliz arribo y una placentera estancia en el puerto. Bajaban contentos con bolsas llenas de regalías que posteriormente compartían con sus familiares y amistades.
Las plumas del barco elevaban los fardos de mercancía importada en redes de mecate hasta bajarla en el muelle y con agilidad los estibadores la trasladaban en carretillas de mano y de cuatro ruedas a la inmensa bodega sin detenerse hasta altas horas de la noche, acudiendo por turnos a degustar su cena de platos caribeños que el cuque preparaba en una vieja casa de madera cercana al muelle. Los marinos regresaban embriagados de las cantinas, cantando canciones y extasiados del amor que obtenían con regalías y pocas monedas, mientras ellos seguían en su labor.
A las siete en punto de la mañana, cinco campanadas daban el aviso para comenzar nuevamente y los agentes aduaneros revisaban las mercancías con documentos en mano para cancelar aranceles y trasladarla a Bluefields en lanchones de carga, donde atiborraban establecimientos comerciales de chinos, árabes y nacionales. La ciudad se mostraba esplendorosa con la actividad comercial que mantenía iluminada y llena de vida sus calles y avenidas, donde sus habitantes adquirían artículos importados de primera a bajos costos, orgullosos de su ritmo y calidad de vida.
Finalizado el descargue, planas y lanchones se juntaban al barco para llenar sus bodegas con productos de exportación: bananos, ganado en pie, madera preciosa y mariscos. Al atardecer, el práctico retornaba al puerto en su pequeña embarcación. El capitán del navío sonaba el pitillo, ahora con un tono ronco, anunciando su salida. Las amarras se soltaban, las aguas volvían a alborotarse al girar a babor contra la corriente y Frank trazaba la ruta segura hacia las aguas azules que enlazaban la ciudad y el puerto con otras culturas caribeñas.
Ronald Hill A.
Viernes, 24 de agosto de 2012