Siempre trato de
ser puntual; llegué a la estación de buses con tiempo suficiente para tomar un
microbús —interlocal expreso, les llaman— desde Juigalpa hacia Managua. “No se
preocupe, en un ratito sale el próximo, ya viene en camino”, dijo uno de los
ayudantes y me acerqué al grupo de personas que lo esperaban bajo el ardiente
sol mañanero de la ciudad de los caracolitos negros.
Acomodé la
maleta con rodillos al lado de un murito y, con la mochila en el hombro,
caminando sobre los adoquines cubiertos de flores amarillas, estaba pendiente
de la llegada del microbús. Eran las ocho de la mañana. Los viajeros se notaban
angustiados por la espera, entre ellos reconocí a “la China” con la que entablé
conversación. Noté que nadie había comprado boleto, nadie hacía fila, todos
estaban regados en los alrededores. De pronto, los ayudantes anunciaron la
llegada del microbús.
Sin aún
estacionarse definitivamente, al abrirse la puerta corrediza todos salieron
corriendo como en una estampida de novillos, formando un molote frente a la
puerta donde los empujones desesperados eran la garantía necesaria para
conseguir un asiento. En menos de un minuto catorce pasajeros habían llenado el
microbús y cuatro personas salían de su interior. “Esos desgraciados que
salieron reciben pago por conseguir asiento”, dijo “la China” con tono
descontento. “El otro no tarda”, dijo el conductor cuando salió rumbo a la
capital.
“Managua,
Managua, Managua”, gritaba otro ayudante desde la parada de buses. Anunciaba la
salida del bus ruteado de las nueve de la mañana; sabedor de la angustia que
pasábamos, nos toreaba con su propuesta. “Hay asiento, a las once y cuarenta
estamos en Managua”, decía. “No se desespere, el otro no tarda”, me aconsejaba
“la China”. Decidí no asumir el riesgo de quedarme con la maleta frente a la
puerta del microbús, evitar otra estampida y el molote; luego de despedirme,
abordé el bus ruteado con un asiento garantizado.
Dos días
después, a la misma hora, enfrentaba igual situación en el mercado de Mayoreo.
Desde que bajé del taxi pensé en el estorbo que me ocasionaba la maleta, en la
gran cantidad de personas que viajan por las vacaciones y, al encontrarme con
el grupo disperso que esperaba el microbús, lo afronté directamente. “¿Y por
qué no hacemos fila?”, pregunté. Nadie respondió, todos me miraban como animal
raro. “¿Vamos a hacer molote?”, pregunté nuevamente. “Así se viaja aquí”,
respondió una mujer que cargaba en sus brazos a una niña. Repentinamente se
estacionó el microbús, abrieron la puerta y me quedé esperando el paso de la
estampida. “Señor, todavía hay asiento, páseme la maleta”, dijo el ayudante al
verme frente a la puerta.
Viajar en
transporte colectivo es divertido cuando tenés tiempo suficiente, sin prisa,
sin urgencias. Pero viajar entre molotes es repugnante. Los dueños de los
microbuses y buses se hacen de la vista gorda, al igual que las autoridades que
los regulan. El orden y el buen trato con los viajeros no les interesan, pero
los transportistas son exigentes cuando de su bolsa se trata. Son los primeros
en llorarle al gobierno por el alza del combustible, el costo de las llantas y
son capaces de cualquier cosa por que les mantengan el subsidio que reciben. ¿Y
los pasajeros? Bien, gracias.
Ronald Hill A.
23 de Diciembre de 2012.