Un hombre
delgado, alto y con cabello blanco entró al salón; al acercarse a la barra le
pidió un cuchillo al mesero. Me di cuenta que era extranjero, posiblemente un
sureño que ha perdido su acento por el paso del tiempo. En su mano derecha
cargaba un rizoma de jengibre de tamaño mediano y en la izquierda un teléfono
celular.
—
Quiero hacer una prueba —dijo mostrando al
mesero el jengibre.
El mesero entró
a la cocina y, al salir, le entregó el cuchillo. El hombre dio las gracias, caminó hacia un lado del salón donde los
primeros rayos de sol iluminaban el bordillo de ladrillos de barro. El mesero quedó
viéndolo y se dirigió a su lado. El hombre hizo varias rebanadas horizontales
sobre el bordillo, las colocó una cerca de la otra y, con la cámara del
teléfono, tomó varias fotos. Me encontraba desayunando y desde el extremo
opuesto los observaba.
—
¿En qué consiste la prueba? —preguntó el mesero.
—
El color es importante, entre más oscuro mejor
—respondió con convicción.
El hombre, casi
doblado sobre el bordillo, se mostró sonriente. Yo necesitaba otra taza de café
pero no quería interrumpir la indagación del mesero.
—
Ahora, el aroma —dijo el hombre. Tomó cada una
de las rebanadas y las olfateó profundamente —. Entre más intenso, mejor
calidad —agregó.
Con el cuchillo
hizo trozos de dos rebanadas. La fragancia del jengibre se intensificó, igual
que los rayos de sol en la penumbra del salón; en los alrededores se escuchaba
el canto mañanero de los pájaros.
—
Hay que degustarlo —enfatizó el hombre.
Se llevó a la
boca dos trozos de jengibre y los masticó intensamente. El mesero lo observaba
atento, como esperando su reacción al sabor. Desde la cocina se escuchaba el
ruido de platos, tazas y cubiertos que eran lavados.
—
¡Aaah! —expresó el hombre y el mesero sonrió.
—
¿Cómo está? —preguntó.
—
Bueno, muy bueno —dijo luego de escupir sobre el
bordillo—. Toma, guárdalos —agregó, entregándole al mesero las rebanadas, los
trocitos y el cuchillo.
—
¿Qué hago con ellos? —preguntó el mesero sosteniéndolos
en sus manos.
—
Lo que quieras —respondió—. Ya regreso, voy a
enviar un correo del kion—dijo dirigiéndose a la salida del salón.
El mesero caminó
hacia la barra; al pasar a mi lado le pedí la taza de café. Al regresar y
servirme el café sentí el aroma del Jengibre en sus manos. El salón estaba
inundado por el sol mañanero. El hombre de cabello blanco regresó y se sentó en
una mesa ubicada al lado izquierdo de la entrada. Observaba fijamente el
teléfono; escuchó el ruido de un automóvil y se levantó. Un hombre se bajó del
taxi; al verlo, el de cabello blanco dijo interrogando “¡¿Carlos?!”
—
Sí, soy yo —respondió el recién llegado y entró
cargando una alforja.
El hombre de cabello blanco caminó
hacia él, le estrechó las manos y dijo su nombre “¡Luis Alberto!”
—
Ven, siéntate aquí, vamos a desayunar—dijo Luis
Alberto y llamó al mesero.
Carlos llevaba
puesta una gorra, camisa a cuadros y calzaba botas de tubo. Era mucho más joven
y más bajo que Luis Alberto; al verlos juntos noté el color de su piel morena,
quemada por el sol. Carlos pusó la alforja al lado de su pie derecho y sacó
de ella rizomas de jengibre acomodándolos en la mesa. Luis Alberto llamó al
mesero quien estrechó la mano de Carlos. Ordenó dos desayunos y,
con cortesía en el tono de su voz, pidió que le anticipara dos tazas de café.
—
¿Cómo vio la muestra? —preguntó Carlos.
—
Mira, he visto diferentes tipos. Tú sabes que el
mercado es muy exigente, tenemos compradores en California, en China y otros
países asiáticos. Para hacer la compra tengo que valorarlo detenidamente
—explicó Luis Alberto.
—
Sí, claro que sí. Me parece bien —expresó
Carlos.
El mesero
regresó con el café humeante. Le sirvió a Luis Alberto, rodeó la mesa y, al
servírselo a Carlos, le dijo “¡le gustó el jengibre!”. Luis Alberto se sonrojó
y Carlos sonrió.
Me levanté, le
pagué la cuenta al mesero y, al pasar al lado de ellos, buscando la salida del
salón, sentí más intenso el aroma de jengibre.
Martes, 26 de
febrero de 2013