El día sábado, a
las 4:20 p.m. recibí su llamada telefónica, esa que nunca estás listo para
escuchar, la que nunca quieres recibir. Con la voz entrecortada (sentí
desesperación al escuchar el tono) dijo: “Papá, me accidenté, no le digas a mi
mamá”. Me quedé paralizado y le pregunté: ¿qué te pasó? “Se explotó la llanta
trasera de la moto, voy en el bus de San Carlos para Nueva Guinea”, respondió
Ronald. Me quedé paralizado y, sin recurrir a ella, sin saber qué hacer, caminé
hacia el pozo. “¡Se accidentó Ronald!, le grité a Aster que estaba haciéndole
un tatuaje a un muchacho. ¿Cómo?, respondió y, en la confusión, ella se
aproximó. “Se accidentó Ronalito, viene en el bus”, dijo con la angustia
dibujada en su rostro y el teléfono en mano.
“Voy a llamar a Mauricio”, le dije.
“Sí, ya me llamó”, respondió. “Vamos a buscarlo”, le propuse. “Espérame, ya
llego en la camioneta”. En eso momentos llamé a Ronald. “Voy con Mauricio a
buscarte, ¿qué tenés?” “Me duelen las costillas, no aguanto”. “¿Y la moto?”,
pregunté. “Va aquí en el bus”. Mauricio, amigo de Ronald y mío, se estacionó y salimos a buscarlo. En la
gasolinera, mientras Mauricio llenaba el tanque de combustible, Emilce llamó.
“¡Ronalito viene acostado en el bus, viene mal, bien mal!”. “Ya vamos
saliendo”, le respondí desesperado. La desesperación es como un virus, te nubla;
el miedo es su aliado. Se me cruzaban por la mente imágenes de él, lo miraba
tendido, adolorido, sin poder hacer nada en ese momento que más me necesitaba a
su lado.
Saliendo de Nueva Guinea me llamó
Clarín desde Juigalpa. “Salí ya, tu camioneta es más rápida”, le dije. Luego
llamó Ana, la mujer de Ronald, llorando. “Ya voy en camino”, le dije. Emilce
volvió a llamar: “dice Roberto que si tiene fractura de costillas es peligroso
que vaya acostado”. Roberto Jiménez, tío político de Emilce, es un médico
prominente, es el médico de la familia, ha sido viceministro de Salud y maestro
de varias generaciones de médicos. La señal telefónica se perdía en el camino y
no podía contactar a Ronald. “Cálmese”, me decía Mauricio. Caía la tarde y la
señal del teléfono de Ronald y del mío se perdía. Lo llamaba y no respondía. Me
imaginaba lo peor.
De pronto sonó el teléfono, era
Santos, hijo de Roberto: “dice mi papá que lo lleven al puesto de Salud de San
Miguelito”, dijo. Llamé a Ronald otra vez y el timbre sonaba y sonaba, al fin respondió:
“no aguanto…, no aguanto…, me duele”. Desde ese instante la señal del teléfono
se perdió, íbamos en la carretera hacia el Almendro, buscando cómo salir por el
empalme del Pájaro Negro. Encontramos el bus antes de llegar al empalme, le
hicimos señas, se detuvo y bajé de la camioneta. “Lo bajamos en el empalme de
San Miguelito para que lo lleve la ambulancia, dijo el ayudante. ¿Cómo va?,
pregunté. “Va con un amigo, va mal”, respondió y agregó “aquí llevamos la
moto”.
En el empalme del Pájaro Negro nos
detuvimos. Corrí hacia unos policías y pregunté si la ambulancia había pasado.
“No, ninguna”, respondió uno de ellos. Volví a llamarlo. Respondió otra
persona, al escuchar su voz me temblaron las manos, sentí un ardor en el
estómago: “soy amigo de Ronald, lo voy a llevar al puesto de salud de San
Miguelito”, dijo. Llamé a Clarín, “ya estoy cerca”, dijo. Llamé a Emilce, “dice
Roberto que lo van a trasladar al hospital de San Carlos porque está más cerca
que Juigalpa, los médicos lo están esperando”, explicó.
Ya había anochecido. El trayecto
hasta San Miguelito se convirtió en un tramo lejano. Volví a llamarlo y me
contestó: “me van a llevar a San Carlos, para atrás, mejor que lleven a Juigalpa”,
dijo. Escuché su voz más calmada, más tranquilo. Le explique las razones y
cuando llegamos al empalme pregunté por la ambulancia. No ha salido ninguna,
respondió una señora. Avanzamos hacia San Miguelito y en menos de dos minutos
vimos el destello de las luces de la ambulancia. Le hicimos parada y el
conductor hizo señas que iba para San Carlos. Giramos y vimos a la ambulancia
detenerse en el empalme. Un muchacho, el amigo de Ronald, el que iba a su lado
en el bus, se bajó de la ambulancia. “Tome este dinero, aquí está la cartera,
la mochila y el chip del teléfono”, me dijo. Le di las gracias, la ambulancia
salió velozmente y dejamos de verla luego de unos minutos.
Por dónde vamos, cuánto falta, le
preguntaba a cada rato a Mauricio. “Aquí fue el accidente”, me dijo al pasar un
lugar llamado “la Culebra”. Mauricio también hablaba por teléfono con sus
amigos de San Carlos. “Lo van a estar esperando”, me decía. Luego pasamos una
rotonda y minutos después llegamos a San Carlos. Eran las seis y veinte de la
tarde cuando me bajé en el hospital. Felipe me esperaba, había llegado con
Clarín y me dijo que le estaban haciendo placas de rayos X. Caminé por el
pasillo hasta el lugar y lo vi de pie, esperando que le tomaran las placas. Me
sentí aliviado al verlo. Allí estaba Clarín, Felipe, un doctor y un camillero.
¿Quién de ustedes es familia del doctor
Jiménez?, preguntó el doctor. “Nosotros”, respondimos al unísono.
El médico observó las placas
mientras una doctora le hacía un ultrasonido. “No veo fracturas, pero es mejor
que le volvamos a tomar otras placas”, dijo el doctor. Sonó el teléfono, era
Roberto y lo comuniqué con el doctor. Le tomaron otra placa y al verla el
doctor dijo “está bien, no hay fracturas ni derrame de líquidos”. Llamé a
Emilce y le comenté que estaba bien, sólo tenía raspones y dolor en el costado
derecho.
Lo dejaron en observación en el
hospital. Salí a cenar con Mauricio y a las diez y media regresamos a verlo.
Dormía profundamente. Por la mañana, a las seis en punto, recibí un mensaje de
él: “no hay papel, me estoy cagando, tráeme papel”. Le volvieron a tomar placas
y salimos hacia Nueva Guinea a las siete y media de la mañana, nos detuvimos en
el lugar del accidente y allí reconstruyó lo sucedido, viendo las señas de la
motocicleta en el pavimento.
“Explotó la llanta trasera cuando
iba girando en esta vuelta. Un camioncito venía de frente, para evitarlo me
empuje, por eso me duele la mano, y la moto se enderezó. Caí de costado, la
moto dio vueltas sobre mí y salí chorreado como quince metros en el centro del
pavimento. Siempre mantuve la cabeza levantada. Cuando me levanté vi la moto a
un lado. Me revisé, no tenía puesto el casco, todavía cargaba la mochila, nada
me dolía, sólo los raspones y chimones. Llegaron unos señores y un chavalo.
Allá esta la cartera, me dijo el chavalo. La recogí, la metí en la bolsa
trasera y se caía. No tiene bolsas, me dijo el chavalo. El pantalón y la
chaqueta estaban desbaratados, las botas de hule quemadas. Vi que venía el bus,
le hice parada y me ayudaron a subir la moto. Después te llamé. Me acosté en el
asiento del bus y vomité, después de eso comencé a sentir un dolor
insoportable”.
Cuando llegamos a la casa y lo vio mi mujer le dijo: “la virgencita te
protegió, no te puso sus manos, te puso el manto entero”
Lunes, 04 de
febrero de 2013