En una
hondonada, sin poder avanzar ni retroceder, frente a la última subida a vencer
para llegar a San Pancho o Kukra River, nos quedamos atascados. El jeep Land
Rover, luego de varios intentos frustrados, no logró subir la cuesta. Un río de
agua se desprendía desde la cúspide abriendo surcos lodosos por la corriente en
el camino barroso y la lluvia nos mantuvo retenidos dentro de la cabina,
inmersos en la incertidumbre.
Antes de llegar
a Naciones Unidas una llanta trasera fue devorada por el filo de una piedra; el
tiempo que invertimos en cambiarla, más de media hora, marcó la diferencia
entre un viaje placentero y uno infernal. “Regresemos a Nueva Guinea”, le dije
a Jimmy Downs quien conducía. A su lado iba Tina, su esposa, en la parte de
atrás Alberto Chang, su esposa Zoraida y yo. “Más adelante no hay piedras, es
una trocha veranera”, respondió. Llamé por teléfono a mis amigos de Bluefields
para decirles que si no llegábamos a las tres de la tarde es que nos habíamos
quedado en el camino. “Plan Rescate, le voy a avisar al Ranger”, respondió
Johnny.
La llanta que
cambiamos estaba baja y en Naciones Unidas la rellenamos de aire. Preguntamos
por las señas del camino y nos indicaron que no tomáramos un tramo de la
derecha, “todo a la izquierda”, nos dijo un muchacho. Avanzamos unos doce
kilómetros revestidos de todo tiempo, donde se observa el trabajo de cunetas y
alcantarillas que realiza un módulo de construcción escuálido, sin la cantidad
de equipos necesarios para avanzar en la obra, parqueado e inactivo al lado del
camino. Unos pocos kilómetros más adelante avanzábamos sobre la trocha veranera
sin revestimiento y pasamos una brigada de ENATREL que instala postes con un
camión pesado y el cableado de fibra óptica hacia Nueva Guinea. El cielo en el
horizonte se puso plomizo. Al culminar una subida encontramos una camioneta
Land Cruiser de la misma empresa.
Cuando iniciamos
el descenso la lluvia caía a cantaros. “No hay frenos, no se detiene”, escuche
decir a Jimmy; rodamos sin control en la bajada, pero maniobró el jeep
haciéndolo girar. Zoraida gritaba desesperada, abrió la puerta sin detenernos y,
al frenar al lado de un paredón del camino, estábamos en dirección contraria,
hacia Nueva Guinea. Abrí la puerta para bajarme pero Jimmy me indicó que no lo
hiciera. Cuando escampó la lluvia, bajo la llovizna caminé hacia la camioneta.
“Es mejor que no se muevan, hay que esperar unas tres horas para que se oree el
camino”, dijo un conductor al explicarle lo sucedido. Al lado derecho había una
vivienda y un poco más abajo una galera. “Aquí podemos dormir”, fue lo primero
que pensé. Alberto y Zoraida subieron hasta ese punto y cruzaron la puerta de
alambre en dirección a la vivienda. Jimmy caminó y minutos después subió con el
jeep. Buscamos refugio en la casa. El dueño, de apellido Hernández, nos dio
refugio amablemente con su familia. “No se preocupen, tenemos bastante maíz”,
dijo en la pequeña sala atiborrada con sacos; volviendo a ver el piso de tierra
agregó “la cama es grande”.
Luego que pasó
la lluvia salimos a la plazuela. Me quité la camisa y la gorra para colgarlas
en un mecate. “¿Usted fue militar?”, preguntó el campesino. “No”, respondí. “Es
que los militares es lo primero que hacen, cuando se mojan ponen a secar la
ropa”, dijo. Vi el reloj y me di cuenta que tenía hambre, era la una de la
tarde. No había desayunado, no tenía planeado hacer el viaje a Bluefields con
ellos pero a última hora me decidí. “En el jeep hay una bolsa de papas”, dijo
Tina; con eso almorcé. La esposa del señor Hernández hirvió agua y preparé un
café. “Aquí hay señal, allí en la orilla de la puerta”, dijo la señora, Zoraida
hizo varias llamadas comunicando a Alfredo y Dorothy lo sucedido. Llamé a mi
hijo Ronald y le dije que estábamos en la comarca “Villanueva”. “Si no hubiera
venido estaría en mi cama acostado con White Bush”, le dije a Jimmy.
El sol comenzó a
salir. A las tres de la tarde sentimos su intensidad y nos refugiamos bajo la
sombra de un árbol. Un tucán voló hasta un árbol ubicado cerca de la galera y
se los mostré a Tina y a Jimmy. Volvimos la mirada hacia el cielo, en dirección
a Bluefields, lo vimos gris. “Eso es señal de lluvia”, dijo el señor Hernández.
El camino se había secado un poco. Nos dijeron que San Pancho estaba a una
media hora y que podíamos llegar si nos apurábamos; decidimos seguir avanzando en
la trocha. “No se preocupen, avancen hasta donde puedan, nosotros nos
regresamos a San Pacho y les ayudamos”, nos dijo el conductor de la camioneta.
Eran las tres y media de la tarde.
En la capilla de
Villanueva, antes de la bajada, encontramos una camioneta que avanzaba hacia
Nueva Guinea. Un hombre se bajó cuando Jimmy preguntó por las condiciones del
camino. “Casi nos damos vuelta en una bajada, gracias a Dios estamos vivos,
Dios es grande, nos salvó”, dijo. “¡Regresémonos, regresémonos!”, decía Zoraida.
“No hacerle caso, hombre, querer meternos el mono”, dijo el chino Alberto. “¿Que decís vos?”, le
preguntó Jimmy a Tina. “Probemos”, contestó, y en medio del histerismo de
Zoraida seguimos avanzamos.
En la última
cuesta a vencer comenzó a garuar. En el primer intento el jeep avanzó hasta un
cuarto de la pendiente. Me bajé para inspeccionar y dirigir la maniobra de
Jimmy. Le hacía señas para que acelerara pero no lo hacía, el jeep no se movía.
Vi que se abrió la puerta trasera y bajó Zoraida. La lluvia se intensificaba y
el rio lodoso de desprendía desde lo alto. Tras varios intentos por subir nos
dimos por vencidos y nos encontramos nuevamente en la cabina bajo la lluvia. A
las cuatro de la tarde pasó un campesino montado a caballo que se dirigía a
Villanueva. “No van a poder subir, mejor quiten el vehículo del centro de la
trocha porque falta que pase un IFA que viene de San Pancho y se puede deslizar
sobre ustedes”, nos dijo. “Avísele a los de ENATREL que aquí estamos”, le dije.
Jimmy trató de subir de retroceso una pequeña pendiente que habíamos pasado
antes de llegar a la hondonada pero fue imposible. Luego de varios intentos
pudo ubicar el jeep al lado derecho del camino.
Varados y dentro
de la cabina solamente pensaba que pronto anochecería pero no me confiaba en lo
que había dicho el campesino. “Esta zona es limpia, no es peligrosa”. Me
imaginaba tratando de dormir dentro del vehículo con una nube de zancudos sobre
nosotros, pensaba en el “Plan Rescate” y en la brigada de ENATREL que no
regresaba por la lluvia. Jimmy bajó del jeep y caminó hacia una casa ubicada
arriba de la cuesta. “Después de esa subida todo es parejo”, dijo; Alberto y Zoraida caminaron hasta la casita.
Minutos después
pasó un muchacho con una señora de unos cincuenta años y un perro. Iban
caminando hacia San Pancho, la lluvia había cesado. Nos dijeron que San Pancho
estaba a media hora de camino y que había señal telefónica. “Si la señora
llega, yo también”, pensé y tomé mi mochila. Le dije a Jimmy y a Tina que
caminaría con ellos hasta San Pancho para llamar por teléfono. Comencé a
caminar sobre la cuesta detrás de ellos. Encontré a Alberto y Zoraida que
regresaban. “No, no te vayas, quédate con nosotros”, dijo pero no le hice caso.
Eran las cuatro y veinte minutos de la tarde.
Luego de subir
la cuesta mis zapatos burros pesaban mucho, la capa de tierra fangosa adherida
a la suela era de unos cinco centímetros. Caminamos unos diez minutos sobre el
cerro y súbitamente nos encontramos con una pendiente similar a la que no
pudimos subir. La señora le pidió al muchacho que le cortara una vara para
usarla de bordón y yo hice lo mismo porque cada paso era un desliz. Ellos
calzaban botas de hule, el calzado ideal para esas condiciones. “Camine al lado
del camino, es menos liso”, me dijo el chavalo y bajé sosteniéndome de la vara.
En la hondonada, al bajar encontramos una camioneta parqueada al lado del
camino. “Ni lo intente, nosotros estamos al otro lado”, le dije al conductor y
me observó incrédulo. Continuamos avanzando y pude apreciar el cerro “La
Toboba” a mi derecha. Pregunté por el tiempo restante de camino y el chavalo me
mostró el techo de unas casas en el horizonte. “Allá, después de esas casas
queda San Pancho”, dijo. Calculé la distancia, unos diez kilómetros de camino. “Oiga,
oiga ese ruido, son vehículos que vienen”, dijo el muchacho. “No escucho nada,
sólo los latidos de mi corazón, se me quiere salir”, le respondí; se detuvo
para darme agua de una botella que llevaba en su mochila. “Es buena agua, de un
manantial”, dijo y bebí. Estaba bañado de sudor, el lodo cubría los ojos de mis
pies por encima de las calcetas y no aguantaba el peso de la mochila en mis
hombros.
Cinco minutos
después encontramos estacionado el camión IFA que viaja de San Pancho a Nueva
Guinea. Me acerqué al conductor y le dije lo mismo que al de la camioneta.
Continuamos caminando y nos encontramos una camioneta de tina que trataba de
subir. “No le diga nada, no hacen caso”, dijo el chavalo y recordé lo que dijo
el chino Chang: “no hacerle caso, hombre, querer meternos el mono”; estoy
seguro que eso es lo que pensaban. “Usted no se preocupe, esta señora es dueña
de un comedor, va seguro”, dijo el chavalo mientras caminábamos dejando atrás
las cuestas. En una vuelta nos encontramos con una camioneta y les hice señas,
les dije que no iban a subir, que mejor se regresaran. Luego aparecieron tres
más, iban en caravana.
Noté que el
camino era diferente, arenoso, y que la pendiente era cada vez menos marcada. “¿Ya estamos cerca”?,
pregunté. “Sí”, respondió el chavalo. Eran las seis de la tarde, comenzaba a
oscurecer. “Esta es la casa que le mostré desde el cerro”, dijo el chavalo
señalándola al lado del camino. Diez minutos después salimos a un tope y caminamos
hacia la izquierda. “Adelantito queda San Pancho”, dijo el chavalo. Vimos el
destello de unas luces que bajaban del lado del cerro, una camioneta nos alcanzó
y se detuvo. “Súbanse a la tina, los llevamos a San Pancho”, dijo el conductor.
“Yo no dejo a mi perro”, dijo el chavalo. Me subí, le di la mano a la señora y
el chavalo subió a su perro. Atrás venían las otras camionetas que iban en
caravana.
En San Pancho
encontramos a una mujer que al lado del camino hablaba por teléfono sin
acercárselo al oído, sosteniéndolo con la mano derecha por encima de la cabeza.
La camioneta se detuvo, las otras tres estaban cerca. Me bajé a buscar la señal
telefónica. Los de la camioneta también la buscaban pero no pudimos
encontrarla. “En San Pancho los dejamos”, dijo el conductor; al llegar al
pueblo se bajó el chavalo con la señora y su perro. “¿Van para Bluefields?”, pregunté. “Sí, vamos de
regreso”, respondió el conductor. “¿Se
va a ir con ellos?”, preguntó el chavalo; le respondí que sí. “¿Me van a dejar aquí en la
tina?”, le pregunté al conductor porque observé que sólo una muchacha iba en la
cabina posterior. “En la vuelta se pasa”, respondió. Eran las seis y veinte
minutos cuando entré a la cabina.
En el trayecto hacia Bluefields
les comenté lo sucedido. Eran de la Juventud Sandinista, de la promotoría
social que realizaba en Bluefields monitoreo al programa “Plan Techo” que
impulsa el gobierno. El día anterior habían llegado por el mismo camino y
salieron de regreso a las cuatro de la tarde. No dejaba de pensar en Jimmy,
Tina, Alberto y Zoraida, los imaginaba dentro del jeep bajo la oscuridad de la
noche, pero también pensaba en la brigada de ENATREL que estaba cerca de donde
los había dejado. Encontramos un camioncito varado en el centro de la
carretera. Entre todos, pasajeros, conductores y promotores, unos doce en
total, lo empujamos bajo la llovizna y subió la pequeña pendiente en dirección
a San Pancho. Más adelante encontramos un microbús embancado; hicimos varios
intentos para sacarlo del hoyo en que estaba atorado pero fue imposible. Las
camionetas pasaron sobre un charco y continuamos el viaje.
La luna comenzó a mostrarse en
el horizonte. Repentinamente sonó mi teléfono por la señal que emiten las
antenas desde el cerro Aberdeen. Llamé a mi mujer y luego a Dorothy. Pasamos
suampo de Lara y a las ocho de la noche me bajé de la camioneta frente al
Consejo Regional. Llamé a Alfredo Cordero y me dijo que llegara a su casa.
Llamé a Johnny y luego a Ranger. Caminé hacia la casa de Alfredo, llamé a
Mariano para comunicarle lo sucedido y me dijo: “vos fuiste el que inventaste
esa mierda”, preocupado por Tina, su hermana. Al verme Alfredo en la acera
de su casa salió y entré por el portón. Le conté lo sucedido y le pedí algo de
tomar, baje la mochila de mis hombros y recordé que había metido unas
sandalias. Me quité mis burritos lodosos, me obsequió una cerveza y entré a la
casa. Allí estaban su esposa y unos amigos compartiendo. Luego apareció el
Ranger y me di cuenta que el Plan Rescate sería hasta el amanecer. Minutos
después llegó Dorothy. Hicieron la noche conmigo, nos reímos de lo sucedido y
poco a poco quedé inmerso en su Reggae Style.
Esa noche dormí poco. Desperté a
las cinco de la mañana, no pude dormir, pensaba en mis amigos atrapados en la
hondonada antes de subir la última cuesta para llegar a San Pancho. A las cinco
y media de la mañana sonó mi teléfono. Era Jimmy el que llamaba y me contó que
la brigada de ENATREL los sacó de la hondonada halándolos con el guinche de la
camioneta y con los empujones de los trabajadores. Habían llegado a San Pancho
a las seis y media de la tarde y allí durmieron los cuatro, dentro del jeep
Land Rover porque seguía lloviendo. Le comunique que el Plan Rescate ya había
iniciado, que dos camionetas Land Cruiser habían salido en su búsqueda. Los
volví a ver sanos y salvos a las once y media de la mañana en Bluefields.
Jueves, 02 de mayo de 2013