Mi madre se elevó
a los cielos sin una cana, sin una arruga, llena de vida. Inconsciente en una
cama, sosteniéndole la mano le dije que la quería, que despertara, que
perdonara mis estupideces infantiles, que era lo mejor del mundo y que sin ella
todo acabaría. Al salir de la habitación, con lágrimas en los ojos mi padre me
abrazó y sellamos el dolor de nuestro destino sin ella. Dos días después recibí
su llamada. “Se ha ido”, dijo. Y cada día desde entonces, está presente en el
aire que respiro.
Hoy es su día,
el de mi madre. Y la veo sonriente, despertándome cada día muy de mañana para
desayunar y poder tomar a tiempo el barco que me cruzara por la bahía. En las fotografías
del pasado su bella letra describe cada uno de los momentos que quedaron
grabados para siempre. “Ronald, tres meses. Para White Bush, su papi que lo
quiere mucho”. “Ronald, Tony e Indiana, navidad de 1962”. Y otras, muchas más
que recogen los momentos que disfrutamos a su lado: piñatas, navidades, primera
comunión y al final al lado de mis hijos, sus nietos y de los hijos de mis
hermanos.
Nunca dijo adiós.
Nunca hubo despedida. Mi madre, Ofelia, está en mí, en mis hermanos, en mis hijos,
en mi hija y en mis nietos.