Nehemías tomó la
palabra y el auditorio quedó en silencio. El personal de los proyectos de Nueva
Guinea y Kukra Hill, unas veinte personas, se acomodaron en sus pupitres para iniciar
el curso sobre Planificación Sistémica. El día anterior, los de Nueva Guinea
viajaron por tierra a El Rama y luego en panga hasta llegar a Pearl Lagoon,
donde se reunieron por la noche para compartir al ritmo de guitarras y
canciones creole en un bar ubicado sobre las aguas de la laguna. Ambos equipos
de trabajo se llevaban bien y no desperdiciaban ocasión para intercambiar sobre
su accionar en beneficio de las familias empobrecidas.
Nehemías lo
había notado, lo expresó a la hora del desayuno. Ahora, caminando en
semicírculos con su camisa manga larga color celeste y pantalón negro de
paletones, en el fondo del auditorio del entonces CIEETS explicaba los
objetivos del curso. “Ha sido diseñado para mejorar los niveles de
planificación y gestión de cada uno de ustedes en su ámbito de trabajo”, dijo
eufórico, sosteniendo en su mano izquierda unas tarjetas de apuntes
multicolores y gesticulando como orador de mil batallas con su mano derecha.
Lo observaba
desde la entrada al auditorio, yo estaba casi pegado a la pared, cerca de las
gradas de acceso y la puerta principal. Los rayos de luz mañanera entraban por
las ventanas del lado lateral derecho y lo iluminaban como reflectores a un actor
en el escenario. La brisa cálida en colusión con la luz impregnó el ambiente con
el denso aroma de almendros caribeños florecidos y Nehemías se notó falto de
respiración por unos instantes hasta que lanzó una pregunta a los presentes.
“¿Cuáles son sus expectativas del curso?” Todos quedaron en silencio, se
miraban entre ellos sin responder. ¿Alguien puede decirme qué es una
expectativa?, volvió a preguntar. Tras unos segundos de silencio, Juan levantó
la mano. “Yo les puedo contar algo sobre las expectativas”, dijo y caminó hacia
el frente hasta quedar al lado de Nehemías, quien lo observaba de lado,
levantando la cabeza. “Explíquele al grupo”, le dijo.
“Les voy a
contar, es algo que me sucedió hace ya muchos años cuando era un joven
inocente”, dijo Juan sonriendo frente al grupo que lo escuchaba atento. “Fue durante
un viaje que hicimos en el Instituto Cristóbal Colón a la isla de San Andrés
para desarrollar un intercambio deportivo y cultural. Viajamos de noche en dos
de los guardacostas que están en El Bluff. Al llegar nos alojaron, a hombres y
mujeres, en una escuela, acomodamos los
colchones que nos dieron a los lados de las paredes de un aula. El primer día
jugó el equipo femenino de volibol y allí la vi por primera vez, como todavía
recuerdo: alta, pelo corto, delgada, con cinturita fina y piernas largas. Era
la rematadora principal del equipo. La había visto en Bluefields, sabía dónde
vivía, quiénes eran sus padres y hermanos, pero fue en San Andrés donde me
iluminó como chispazo de quiebra plata en cuarto oscuro”.
“La primera
noche que pasamos en esa escuela me fijé con lujo de detalles en el punto en
que ella dormía, casi de frente a mí, al otro lado del aula, pasando todo el
espacio vacío entre nosotros. A ambos lados de ella dormían dos de sus amigas.
Al día siguiente jugué con mi equipo de basquetbol y ganamos con diez puntos de
diferencia, a pesar de que el juez estaba en contra nuestra. Luego de jugar me
fui directo a la cancha donde ella jugaba y, al terminar el juego que ganaron,
me uní a su grupo de amigas y amigos para pasar el resto del día visitando
Spratt Bay y la cueva de Morgan”.
— ¿Y
la expectativa? —preguntó Nehemías mirando seriamente al grupo.
— A
eso voy —respondió Juan y siguió su relato.
“Me hechizó, no
podía separarme de ella ni dejar de verla en ese short cortito, ni apartar por
un instante mi mirada de la cintura y sus piernas largas. La miraba y me
correspondida de reojo con el pestañar de sus ojos gatos, esmeraldas como las
aguas de la isla. Por la noche, luego de tender el colchón y ponerme un short y
camiseta para dormir, tomé la decisión de trasladarme a su lado una vez que
apagaron las luces. Hice los cálculos necesarios y media hora después que la
oscuridad se apoderó del salón me comencé a mover como gato hacia ella. Cuando
abandoné el colchón sentí un escalofrío que me subió por las rodillas pasando
mi espalda hasta llegarme al cerebro, la emoción de sentirme a su lado. Iba en
total silencio y escuchaba los latidos de mi corazón como tambores de guerra.
Me detuve a la mitad del trayecto por un instante, traté de apartar la
oscuridad para verla y me di cuenta que me faltaban cuatro gateadas más para
llegar hasta sus pies. Mis manos sudaban, no por el contacto con el piso, sino
por la desesperación de acariciar sus piernas.
“En la última
gateada mi mano izquierda toco su colchón y con la derecha palpé como ciego
hasta acariciar la planta de su piecito izquierdo. No reaccionó y me sentí con
confianza. Me senté al lado del colchón y acaricié sus tobillos con la mayor
ternura del mundo, subiendo suavemente por sus piernas. Ella correspondió mis
caricias abriendo las piernas sin dar muestra de desconfianza. Con rapidez me
subí al colchón, acomodándome entre sus piernas abiertas y busqué su húmedo
sexo con mi mano derecha. Cuando traté de acariciarlo, ¡Dios Mío!, ¡qué susto!,
¡agarre el pene erecto de un hombre! Salí corriendo hacia otro lado”.
Todos nos
carcajeamos por varios minutos, Nehemías también. Al notar que lo hacía,
Nehemías se puso serio y dijo: “Qué buen ejemplo, esa fue una falsa
expectativa”. “Sí, pero me sirvió de lección por muchos años y hasta ahora me
atrevo a contarlo”, dijo Juan.
Los siguientes
dos días se desarrolló con éxito el taller sobre Planificación Sistémica y,
tanto los hombres como las mujeres del grupo, siempre consideraban las
expectativas de la gente a la hora de elaborar el ejemplo de un plan con varias
alternativas de acción. “Ese Juan es fiera”, dijo Nehemías al despedirnos en el
muelle de Pearl Lagoon.
Miércoles, 07 de mayo de 2014