Una perra pinta, de patas
flacas, orejuda y picuda caminó cerca del caldero en que hervía la sopa de
gallina con albóndigas. Al lado de la baranda que separa la cocina y el salón
principal de la casa de madera de dos pisos, tres hombres conversaban sobre la
carretera que se construye entre Bluefields y Nueva Guinea, después que la
recorrieron hasta llegar al puente sobre el suampo de Lara. En el salón
principal, mujeres, chavalas y chavalos, disfrutaban la suculenta sopa repleta
de verduras. El ambiente era inundado por diferentes sonidos, pero el de la
sopa chupada sobresalía entre todos. La mujer que la servía, una morena de ojos
grandes, corrió a la perra orejuda y Silvio interrumpió la plática que tenían.
“Recuerdo un perro
Rottweiler que me regalaron. Un día visité la casa de un amigo y el perro me
enseñó los dientes, rugiendo en posición amenazante”. “Déjalo que te huela”, me
dijo. Le tenía miedo, pero cuando lo hice se aquietó. “Para que mires cómo te
aprecio, te lo voy a regalar para que te cuide”, me dijo. Montó el perro en
su camioneta y lo llevó a mi casa. Yo estaba alegre porque me habían robado
varias veces y cuando nos despedimos lo dejé suelto en el corredor. “Ahora sí,
se acabó la jodedera de los ladrones”, pensé y me dormí feliz. Al despertar
llené una pana con agua y cuando salí al corredor no encontré al perro por
ningún lado, se lo llevaron los ladrones”, dijo Silvio.
“Eso no es
nada”, dijo el Macho Silvio, el papá de Silvio. En las fincas se acostumbra a
tener varios perros para que cuiden y yo tengo una manada como de ocho. Un día
mi vecino se apareció con un perro de esos mismos, un Rottweiler, bicha one,
fuerte, pesado, que me los vivía penquiando, los agarraba uno por uno y
aparecían llorando, todos mordidos, con la trompa, las orejas, el pescuezo, las
manos y patas ensangrentadas. Ya no lo aguantábamos, ni los perros ni yo,
porque me mató tres chanchos, les arrancaba las orejas y el hocico. Así que le
dije al vecino que ese perro era muy peligroso y que lo amarrara, pero no hizo
caso. Mis perros ya no salían de la plazuela, pero un día corrieron todos
detrás del “Tyson”, el perro más grande que tenía y le echaron “la vaca”,
rodearon al Rottweiler, se agarraron, lo arrinconaron en el barranco de Punta
Masaya y lo empujaron al precipicio. Al caer en las piedras se le quebró una
pata y quedó todo golpeado. Pero a los perros no les bastó, se bajaron y entre
todos lo metieron a la bahía. El dueño lo encontró soplado, los perros lo
ahogaron, concluyó el Macho Silvio.
“No poder creer ese cosa, parecer un
película”, dijo Garry, un afroamericano que acompañaba el grupo y todos nos
carcajeamos.
“Lo que les
voy a contar no lo van a creer”, les dije metiendo mi cuchara en la plática
luego de tomarme la sopa. “Un día, hace muchos años, mis chavalos, en ese
entonces pequeños, me pidieron reales para comprar un perro de raza.
Insistieron tanto que me convencieron y, al llegar a la casa, una semana
después, encontré el perro. Era horrible, coludo, casi sin cuerpo, con una gran
trompa, las orejas pegaban en el suelo y las pezuñas eran grandes. No me gustó,
pero con el tiempo fue cambiando. Era un perro sabueso de talla mediana y los
chavalos lo llamaron Túpac. Era negro, cola larga, el hocico protuberante, el
pecho, las orejotas y las patas color café. Su aullido era ronco y fuerte como
el de un tractor. Una noche no dejaba de ladrar, a pesar de la música se
escuchaba ese sonido ronco y fuerte pero más intenso, desesperado, por lo que
salimos preocupados a buscarlo. El perro estaba haciendo un hoyo, rascaba y
rascaba con las manotas, acumulaba la tierra en su pecho y luego la sacaba con
el hocico como si fuera una pala. Escarbó y escarbó hasta más de un metro en un
ratito, vimos al enorme cusuco que lo enloquecía hasta que lo saco”, concluí.
“No jodas, vos si sos guayolero”, dijo el
Macho Silvio. “En vez de tractores y palas mecánicas, mejor que traigan de esos
perros, tal vez así terminan de una sola vez esa fucking carretera”, agregó y
todos rieron de su ocurrencia.
Cerca de Suampo de Lara
Bluefields.