Los postes que
separan su terreno de la realidad, el andén de veinte metros y la rotonda que
se rinde a los pies de su casa de campo, son blancos como las conchas del mar.
La casa es de dos pisos con amplios corredores, pintada de negro. Coronando el
techo de zinc ondea una banderita partidista, desgastada
sobre el fondo azul y blanco del cielo y la vegetación caribeña. Desde la
trocha roja que une a Bluefields con el suampo de Lara se observa el contraste,
no se puede dejar de ver; hasta un ciego lo notará.
Pero no es ese
su pecado, ¡no señor!, su palacete es símbolo de progreso, es el espíritu
emprendedor del militante convertido en empresario que sobrevive día a día, hoy mejor que ayer porque dejó de ser romántico, su idealismo
se derrumbó y se convenció que el mañana no existe, dejó de pensar en el futuro
y del tiempo presente se apropió.
Es devorador,
depredador de lo que se le cruza de frente y a sus lados, amigas, amigos, compañeros,
todo lo que atenta contra sus intereses y hasta de la naturaleza, sin tomar en cuenta el
costo, el dolor, las penas y las angustias que provoca su accionar. Tiene gran influencia, se anuncia
por todos los medios de comunicación; como pulpo, sus tentáculos tocan puertas
que ahora se abren sin que las bisagras rechinen al oír su nombre, el
nombre del rey de la arena.
Su emporio no es
ilegal, no proviene de polvo blanco, ¡no señor!, proviene de la arena del mar.
Cuenta con los permisos necesarios, todos los que puedas imaginar para
aprovechar la arena de la playa del Tortuguero en el puerto de El Bluff. La
misma playa que desapareció por el paso del huracán Joan, cruzándose el mar a
la bahía de Bluefields, secándola y cambiando para siempre el curso natural de
su vida marina hasta que lograron cerrar su paso. Hoy es socavada por manos
hambrientas que empuñan palas para extraer la arena que demanda y consolidar su
reinado, sin importarle el futuro del puerto y su gente, mucho menos el de los
pescadores actuales y por venir de la bahía.
Está a la vista,
todos los bloques que produce son blancos y de mala calidad, de mala leche, de mal augurio,
como los botes repletos de sacos de arena que en su curso navegan seguros hacia
el caño del muerto, the dead man creek, y desaparecen al caer la noche, deslizándose silenciosos debajo el puente que los ampara, escondiéndolos como barcazas de un
pirata que espera ansioso para disfrutar de su
botín, el botín que le extraen del mar.