Después de cerrar el portón
metálico de la bodega de la aduana con un enorme candado, caminaba por el andén
tomado de la mano de mi abuelo Felipe. Las llaves, aseguradas al sostenedor de
la faja de mi abuelo por una cadena de plata, se estrellaban unas con otras,
explotando en un tintineo metálico al caer en el fondo de la bolsa derecha del
pantalón caqui de paletones, ruedo volteado y almidonado, siguiendo el ritmo
pesado, cansado, de sus pasos.
Minutos antes había jalado cinco
veces un mecate amarrado al badajo de la campana de bronce adherida a una
columna ubicada frente a su escritorio. El sonido alegre y chillón se expandía
más allá de las cajas, bultos y sacos arpillados en la inmensa bodega, anunciando
las cinco de la tarde y el fin de la jornada laboral a empleados de oficina
ubicados en el segundo piso, a estibadores atareados en el muelle, a guardias
permanentemente en actividades de ocio, a los habitantes de los alrededores y
más allá de la esquina de Miss Lilian.
Cerca de la casa de mi abuela
Manuela, unos treinta minutos después de las cinco campanadas, se detuvo bajo
los leves rasguños de la sombra del centenario árbol de Laurel de la India, un
poco más allá del florido jardín de doña Rosa Bermúdez. Su mirada se perdía
hacia el oeste, en dirección a la
Isla del Venado. “Mirá, mirá el paisaje más bello de la
bahía”, dijo. Vi los colores del veraniego atardecer caribeño, el sol
desvaneciéndose sobre la Isla del Venado.
El paisaje más bello de la bahía |
“¡Fíjate bien, fíjate bien!”,
agregó señalando la Isla
de Miss Lilian y su isla chiquita. En el horizonte el sol se entronizaba sobre
la Isla del Venado, dominando el espacio que separa a la isla de Miss Lilian de
su isla chiquita, pincelando de color naranja acaramelado el cielo y las aguas
de la bahía.
Recuerdo a mi abuelo cuando quedó
solo, luego que falleció mi abuela Manuela; por las tardes se sentaba en una
mecedora en el corredor eterno de su casa en El Bluff, esperando como un
enamorado extasiado, aferrado a un andarivel para levantarse en el momento
preciso y, sobre las barandas de concreto, ver una vez más el paisaje más bello
de la bahía.
En unos de mis viajes fugaces a
Bluefields y El Bluff, reviví estos recuerdos que ahora comparto. Como lo hacia
mi abuelo, convencí al panguero para que esperáramos el momento preciso para zarpar y, con mi cámara
fotográfica, atrapar para toda la vida el paisaje más bello de la bahía de
Bluefields.
Ni tormentas, ni huracanes, ni
piratas y bucaneros globalizados, ni hijos del Caribe que someten a miserias
infrahumanas a sus pueblos, podrán ponerle fin al paisaje más bello de la bahía.
Nunca, jamás lo harán, porque son incapaces de admirarlo. Y si un día lo
hicieran, el sol no volvería a salir.