El lanchón atracó en la ribera
derecha del río Escondido y los gritos despertaron a Jack; dormía en una hamaca
colgada en la parte posterior del segundo piso de la cabina del capitán. Desde allí,
entre cabezas y cuernos, observó la caía del sol sobre las quietas aguas del
río y cómo se desvanecían las luces de ciudad Rama a medida que navegábamos río
abajo. Era su primer viaje en un lanchón por el río y la también la primera vez
que asumía la responsabilidad de comprar ganado bajo encargo de su padre para engordarlo en una
finca ubicada al otro lado del cerro Aberdeen de Bluefields.
— Hemos
llegado a Mahogany —dijo Stubbs observándolo a través de una pequeña ventanilla
de la cabina.
Dos marineros lacustres sostenían
las cuerdas; soltándolas poco a poco bajaban la rampla de proa, trataban de
asentarla con firmeza en la orilla y cuando lo hicieron las amarraron de dos inmensos árboles de Teca. El lanchón quedó atracado de frente, en un recodo de la
desembocadura del río Mahogany en el Escondido.
— Según
la lista, aquí cargaremos veinte —respondió Jack.
La espesura de la neblina aún no se
disipaba sobre las aguas verduzcas del río y los marinos se trasladaron a la
cabina montándose sobre las reglas de madera que, como corral flotante, resguardaban
el ganado embarcado la tarde anterior en el muelle de El Rama.
— Oye,
Jack —dijo uno de ellos—, ¡a desayunar!
— Mientras
esperamos es lo único que podemos hacer —dijo Stubbs.
— En
el termo tengo café —respondió Jack.
En su mochila cargaba galletas de
soda, chorizos enlatados, una libreta para apuntes de pasta negriblanca, un lapicero,
un capote y el termo. Luego de bachillerase en el Colón se trasladó a estudiar
agronomía al liceo de Juigalpa pero no le gustó el llano seco, el polvazal ni
el intenso calor. Añoraba el mar, la brisa marina y a sus padres. “No aguanté
ni seis meses”, me dijo al anochecer desde la hamaca en que durmió. Ahora Jack
apoyaba a su padre en lo que requería; no podía ni debía estar ocioso, tenía
que hacer algo además de entretenerse jugando béisbol con sus amigos en el
equipo Los Diablos de El Bluff.
— ¡Ya
vienen! —expresó Stubbs señalando hacia un claro existente en el denso follaje
del bosque.
— Tengo
que escoger los mejores —dijo Jack.
— ¿Cómo?
—preguntó uno de los marinos—, son muchos.
— Separando
al escogido para que los montados lo arreen sobre la rampla; cuando suba y
avance hay que cruzar las reglas para que no se regrese —explicó Stubbs.
— Me
faltan veinte, ¿todavía alcanzan?
— Sí
—contestó Stubbs.
Jack bajó a la orilla del río, se
subió a un tronco y desde ahí, luego de dialogar con el responsable del arreo,
escogió los veinte animales; valoraba el estado de carnes, la altura, la
apariencia de la edad y la ausencia de parásitos externos como tórsalos y
garrapatas. Dos horas después, al concluir la selección y completar el embarque,
un grupo de diez novillos quedaron descartados. De la mochila sacó su librera,
escribió en una hoja y se la entregó al hombre.
— Dígale
a Míster Hodgson que lo esperamos pasado mañana en Bluefields —le dijo al
despedirse.
Los marinos soltaron las amarras
despidiéndose con alegría de los montados y Stubbs encendió el motor poniéndolo
en reversa; al retroceder tuvo que maniobrar con rapidez porque dos pangas
rápidas se desplazaban río arriba y se sintió el peso de la carga balanceándolo
hacia la derecha. Una vez en su curso río abajo noté un giro largo y acentuado
en forma de U inversa para continuar navegando hacia Bluefields. Pasamos
Krisbila y más adelante la desembocadura del río Kama; a partir de ese punto el río se hizo cada vez
más ancho hasta pasar por Schooney Cay y desembocar en la bahía de Bluefields.
Al norte de la punta de Old Bank,
cerca del Sawmill o el aserrío llamado BLUMCO, Stubbs tuvo que esperar que el
barco María Rosa terminara de alinear la madera que jalaba hacia los rieles que
se adentraban en la bahía para luego ser procesada en el inmenso edificio.
— Llegamos
con buen tiempo —dijo Stubbs con su rostro afrocaribeño reluciendo de
satisfacción cuando atracó en la ensenada.
— Son
las dos de la tarde —agregó Jack luego de constatar, desde la baranda de
estribor donde estaba sentado, la hora en su reloj Timex.
— Allá
viene el jefe —dijo uno de los marinos.
Era el padre de Jack que se
aproximaba con otros tres hombres montados a caballo. Volví a ver a Jack y se
encontraba descolgando su hamaca. Los marinos bajaron otra vez la rampla y
comenzaron a gritar para que el lote de cuarenta animales abandonara la
embarcación. Al salir a tierra, tres de ellos doblaron sus patas delanteras y
cayeron al suelo, estaban entumidos por permanecer veinte horas en una sola
posición durante el viaje desde ciudad Rama. Alfonso, el mandador de la finca del
padre de Jack, un tipo corpulento, de bigote y barrigón, los separó del resto
del lote golpeándoles el lomo con el sombrero como todo diestro campisto
chontaleño. Mientras Alfonso estaba en ello, Stubbs, Jack y su padre
conversaban; el padre de Jack lo abrazaba con su brazo derecho y lo noté feliz.
Media hora después caminé al lado
de Jack detrás de los montados que arreaban el ganado por el camino de tierra
que conduce al Pool. Al iniciar la marcha se notaban pequeñas casas de madera y
techo de zinc, pero a medida que avanzábamos se tornaron de madera rolliza y
techo de palma, sobresalían junto a los árboles de almendro derribados con los
que hacían carbón para abastecer a la ciudad de tan apreciado bien por sus
pobladores mestizos y black creoles. Poco a poco comenzamos a ascender en una
acentuada pendiente con abundante vegetación a sus lados que impedía penetrar los
rayos del sol, el camino se tornó en un sendero de tierra barrosa, oscuro y
húmedo, donde las nubes de zancudos zumbaban a mí alrededor.
— Falta
poco —dijo Jack.
— Después
de aquel claro cruzamos la falda del cerro —agregó el padre de Jack que montaba
atento de nuestra marcha.
Minutos después comenzamos a
descender. Alfonso y los otros hombres no apuraban el arreo debido a la
presencia de peñascos a ambos lados de la bajada. Al salir al claro noté la
inmensa llanura existente al otro lado del cerro Aberdeen; a la izquierda se
mostraba esplendoroso, cubierto de una densa y abundante vegetación.
— Desde
el parque de la loma de El Bluff se ve azul
—dijo Jack.
— Por
eso la ciudad se llama Campos Azules —agregó el padre de Jack sonriendo al
volver su mirada.
Una puerta de golpe fue abierta por
uno de los campistos y el ganado salió libre a una inmensa llanura de
pastizales verdes. Sentí la brisa fresca del atardecer en mi rostro, vi el sol iluminando
la montaña con sus diferentes tonalidades de verde hasta donde la vista me
alcanzaba: verde claro, verde montaña y verde azulado. Cruzamos la llanura y
observé la casa de la finca al pie de la caída de un promontorio con su corral
de reglas a la izquierda; frente a ella, en la plazuela, varios tablones de madera,
tablas y pilares, estaban entrelazados verticalmente secándose al sol. Al
llegar los campistos continuaron arreando el ganado hacia la parte posterior de
la casa, buscando una quebrada y el río que cruzaba la mayor parte de los
potreros. Entramos al corredor, me senté cansado en una banca al lado de Jack
mientras su padre se acomodó en una hamaca y Alfonso se dirigió a la cocina.
El bosque del cerro Aberdeen
brillaba por la intensidad de los rayos del sol que caía en el fondo de la
selva y, en medio del silencio humano, escuché el curso de las aguas corriendo
entre troncos caídos, salpicando los tablones de un viejo puente, y las rachas
de viento alborotando las copas de los árboles.
— ¿Cómo
te sientes, Jack? —preguntó su padre.
— Cansado,
desvelado, con ganas de ducharme y dormir en una buena cama —respondió.
Alfonso regresó con una taza de
café y se la ofreció al padre de Jack; él se incorporó ligeramente para asirla con su mano, dio un sorbo y volvió a tenderse en la hamaca, puso la taza en el
suelo, tomó un cigarrillo de la bolsa de su camisa y, tras encenderlo, inhaló
el humo profundamente.
— Quiere
dormir en una buena cama —dijo el padre de Jack.
— ¡Y
también con una buena hembra!, ¿verdad, Jack? —dijo Alfonso, siguiendo el juego
del padre de Jack.
Jack guardó silencio. La noche
anterior al viaje por el Escondido nos encontramos en una de las calles de la
ciudad, propiamente en la esquina de Erasmo. Luego de saludarnos me dijo que se
dirigía a visitar a una amiga en el barrio creole llamado Beholdeen. En el
viaje de regreso se mostraba ansioso, con muchos deseos de regresar para verla.
Noté que escribía en su libreta sobre ella, como siempre lo hacía cuando estaba
ansioso; dijo que esa sería su noche soñada.
— Por
una mujer que se quiere, todo se deja —agregó el padre de Jack.
— ¡Hasta
una finca! —dijo Alfonso.
— Como
vos lo haces —dijo Jack dirigiéndose a Alfonso.
— Que
preparen dos caballos para que regresen a Bluefields —ordenó el padre de Jack.
Alfonso le gritó a los campistos
que regresaban de arrear los novillos; minutos después se acercaron con dos
caballos listos para ser montados.
— Te
lo mereces, pero recuerda que para todo hay tiempo, incluso para enloquecerse
por una mujer —insistió sobre el tema el padre de Jack.
— Si
salen ahorita llegan anocheciendo —dijo
Alfonso.
— Vámonos
—dijo Jack al tomar su mochila.
— Dejan
los caballos donde Míster Nicholson —escuché decir al padre de Jack cuando montábamos.
Al subir la pendiente rocosa
regresé la mirada y vi el rojo acaramelado del atardecer más allá de lo alto
del cerro Aberdeen. El trote de los caballos era veloz por las ansias de Jack.
Después que pasamos por el Pool, las lámparas de las casitas de madera
comenzaron a brillar y, al girar hacia la derecha por un viejo puente de madera,
noté las luces de la ciudad.
— Nos
vemos otro día —dijo Jack cuando desmontamos en la casa de Míster Nicholson.
— ¿Qué
harás mañana? —le pregunté.
— Dormir,
dormir todo el día —respondió.
Pasaron varios días y lo volví a
encontrar en el muelle de las pangas que viajan a El Bluff: una muchacha alta,
delgada y de cabello corto estaba a su lado.
— Te
presento a Katty —dijo—, por ella cruzo nadando la bahía si es necesario—.
Después de muchos años volví a
transitar por ese camino. El cerro se encuentra talado, varias antenas pueblan
su cúspide, en sus faldas han construido un matadero y el basurero municipal; el
viejo Pool agoniza contaminado, la extrema pobreza obliga a miles de familias a
vivir de las piedras que extraen de las entrañas del cerro para picarlas y
vender piedrín, un barrio ha crecido a ambos lados del camino y sus pobladores
presionan por la mejoría de los servicios básicos, principalmente calles y
andenes. Frente a ese panorama recordé la alegría de Jack apresurando el paso
del caballo para cruzar al otro lado del cerro Aberdeen y reencontrarse con su
amada.
Nueva Guinea
01/05/2015
Foto cortesía de Kenny Siu.