La maleza recién cortada brillaba
entre el pasto que comenzaba a crecer después de la lluvia. Un rebaño de ganado
se protegía de la inclemencia del sol bajo la sombra de los árboles de
Guanacaste, apiñado en un corral de alambre; el estado de sus carnes, la
flacura, es producto de la mala alimentación y la escasez de agua en las
llanuras chontaleñas. Los pozos están secos, los caños y ríos perdieron su
alegría, la carretera de asfalto se derrite en sus lados y el hervor que emana
sube como calentura hasta la cabeza. “Necesito un oasis”, pensé al avanzar
sobre el empalme de Lovago en dirección hacia a Acoyapa, buscando la salida a
San Carlos.
Vi un bar y me detuve girando a
la izquierda. Traspasé un pequeño andén de acceso y me senté en una silla de
madera a la orilla de un bordillo de bambú barnizado. Una mujer de unos treinta
años, con el cabello negro ondulado que caía hasta sus hombros, se acercó con
el menú en sus manos. “El Bejuco”, decía la portada.
— ¿Va
viajando?
— Sí,
hacia Nueva Guinea. Este calor está insoportable.
— ¿Va
a tomar algo?
— Un
refresco natural. ¿Tiene limonada?
— Ya
se la traigo.
Su cuerpo firme se onduló al
vaivén de los pasos como macolla de jaragua en la llanura chontaleña azotada
por el viento.
Volví la mirada y noté otro
bordillo pero de concreto; en ese ambiente dos hombres conversaban degustando
un litro de cerveza y más al fondo un rotulo indicaba la ubicación de los
servicios sanitarios. De frente, el bar tender llenaba un vaso con hielo. Levanté
la mirada y noté el cielo raso de caña de castilla, los horcones de madera
sosteniendo el techo. Escuché el rugir de una licuadora. Una camionetona Land
Cruiser doble cabina, de color fucsia quemado, se estacionó; un hombre de unos
60 años con barbita de chivo canosa, lentes de medida y luciendo un sombrero camoapaeño
se bajó de ella. Con el taconeo de sus botas entró al Bejuco y la mujer regresó
con el vaso de limonada.
— ¡Hola,
comadre! —dijo saludando a la mujer.
— ¡Adelante,
compadre Julio! —respondió y lo siguió.
Bebí la limonada granizada y me
di cuenta que estaba hecha de limón de castilla. Después de tres sorbos sentí
lo helado subiéndoseme a la cabeza. “Buena parada”, pensé mientras veía cómo un
jeep BJ40 de los años 70, color verde, se estacionó al lado de la camionetona.
La mujer y Julio se quedaron expectantes, mirando hacia el andén de acceso. Un
hombre de cabello gris cubierto por una gorra azul traspasó el bordillo.
— ¡Ideay,
compadre Adolfo!, ¿por qué renquea? —expresó Julio desde la mesa que ocupaba.
El hombre caminó lentamente,
sosteniéndose la pierna derecha con la mano. Jaló una silla y se sentó al lado
de Julio estirando la pierna renca. La mujer lo observaba sin decir palabra.
— Creo
que tengo artritis, talvez sea ácido úrico.
— No
joda, compadre, lo que usted tiene es rencura de perro.
— No
sea jayán, compadre.
— ¿Qué
van a tomar? —preguntó la mujer.
— Un
cuartito de whisky, de Johnny caminante con soda —dijo Julio. —Las bichas le
hacen daño a mi compadre Adolfo —agregó cuando la mujer caminó hacia el lado
del bar tender.
— ¿Y
la comadre?, ¿cómo está? —preguntó Adolfo.
Julio tomó un puro del bolsillo
de su camisa, le quitó el plástico, lo mordió, raspó un fósforo de lucifer en
la mesa y lo encendió. El humo de puro rebotó en el cielo raso y su aroma se
coló por mi nariz hasta estremecerme los pulmones. “Ummm, buen puro”, pensé.
— Está
bien, recuperándose del tal chikungunya. Al rato eso es lo que usted anda,
compadre. Ella así se levantaba de la cama, con esa rencura de perro, pero ya
está mejor —dijo Julio tirando humo por la boca como dragón sentado en la
piedra de Cuapa.
— No
compadre, yo me conozco, esto no es ese tal chikun…, ya me enredé la lengua, ja,
ja.
La mujer regresó a ellos con una
bandeja sostenida por su mano izquierda y les sirvió. Al retirarse la llamé.
— ¿Se
le ofrece algo más?
— Algo
para comer, algo liviano.
— Le
ofrezco quesillo, tacos y sándwich.
— Un
quesillo, por favor. ¡Ah!, y otra limonada.
— No
tardo —dijo y noté los ojos de color miel bajo sus pastosas cejas.
El ruido de una caravana de seis camiones ganaderos sobre la
carretera, en dirección hacia el empalme de Lovago, estremeció los cimientos de
El Bejuco.
— Mire,
compadre Julio, allí van los novillos —dijo Adolfo de pie, sosteniendo su
pierna renca.
— Esos
vienen del lado de Nueva Guinea, allí hay abundancia pero están carísimos
—respondió Julio luego de empinarse el vaso.
— Viera,
compadre, cómo se apiñan esos camiones al lado de la catedral de Nueva Guinea,
amanecen esperando que abran las puertas de la alcaldía.
— Ya
los he visto, pero no he podido comprar terneros, nadie quiere venderlos y si
se deciden te piden antojos de locura.
— Esa
es la pechuga de la ganadería en estos tiempos, los toretes de doscientos
cincuenta kilos.
— A
propósito, compadre, ¿y los que me prometió?
El compadre Adolfo se empinó el
vaso y saboreó el trago; sin responder se levantó y caminó renqueando en
dirección a los servicios sanitarios. La mujer regresó y me sirvió la limonada
y el quesillo.
— ¡Hola,
amigo! —dijo Julio dirigiendo el saludo hacia mi lado. Volví a ver si era a
otra persona y me di cuenta que me saludaba.
— Hola
—respondí.
— ¿Va
viajando?
— Sí,
voy para Nueva Guinea por el lado de El Almendro.
— ¿Viaje
de negocios?
— No,
allá vivo.
— Su
cara me parece conocida, ¿desde cuándo vive allá?
— Viví
varios años en Juigalpa, pero desde 1990 radico en Nueva Guinea.
El compadre Adolfo regresó a la
mesa, estiró la pierna renca y se sentó. La mujer estaba expectante con uno de
sus hombros descansando sobre la barra del bar tender. Los hombres que bebían
cerveza gritaron pidiéndole otro litro.
— El
amigo es de Nueva Guinea —dijo Julio y Adolfo me saludó desde la mesa.
— Allí
está el progreso —respondió Adolfo.
— Por
aquí también se nota —respondí.
— Acoyapa
es el pueblo típico ganadero, la ganadería es la fuente principal de su riqueza
—dijo Julio.
— Los
ganaderos viven el clímax del boom ganadero —dije.
— Los
precios están buenísimos —dijo Adolfo.
— No
se haga el chancho, compadre, ¿qué pasó con la ternerada?
— Mire,
compadre, me ofrecieron un precio parejo, no pude negarlos.
— Se
fija, compadre, por eso estamos como estamos, ni entre nosotros nos
correspondemos. Por eso, porque no somos unidos, hasta de contrabandistas nos
acusan los arribistas de los mataderos.
— Pero,
compadre, vendí los cuarenta terneros a 62 córdobas el kilo, el lote entero,
sin apartar cabeza, cuerpo y cola.
— Busque
como reponerlos pronto porque los banqueros andan regando la bola que va a
bajar el precio del ganado —dijo Julio.
— Dónde
ha visto que la carne baja de precio, ese es amarre que tienen los banqueros
que también son exportadores con los mataderos —dijo Adolfo.
— Póngase
vivo, usted amárrese conmigo, la próxima ternerada me la aparta. Le voy a dar
un cheque de anticipo.
— Eso,
mi compadre, en seis meses le tengo cincuenta toreritos.
— Pero
no haga otra caballada, repóngalos, no ande de igualado, cuidado se va a
comprar una camionetona.
Llamé a la mujer y pedí la
cuenta. “Son cien pesos”, dijo. Me levanté y me dirigí a la mesa de los
compadres ganaderos.
— Ha
sido un gusto conocerlos —dije y les estreche las manos.
— Por
allí nos vemos en Nueva Guinea —dijo Julio.
— Hágase
la prueba del ácido úrico —le dije a Adolfo.
La mujer regresó con el vuelto,
le di una propina y sus ojos brillaron. “Que le vaya bien”, dijo. En el
trayecto hasta el empalme del Pájaro Negro, antes de girar hacia El Almendro,
no vi ni una sola cabeza de ganado.
Octubre, 2015.