Desde que desembarqué
en el muelle de las pangas de Bluefields me di cuenta que pasaría un fin de
semana inolvidable. El rótulo pintado en la pared superior del galerón que da
acceso al embarcadero, dando la bienvenida en español, inglés y misquito, me
recordó que pisaba territorio pluricultural y multilingüe, la tierra del
“sontín”, del Obeah man y de creencias sobrenaturales.
Este viaje no
era como la mayor parte de los que he hecho; lo hacía por la urgente necesidad
de ver a viejos amigos y amigas en la última semana del año para despedirme de
ellos.
—
Tengo que ir para bañarme y lavarme en las aguas
en mi vieja playa antes que finalice el año —le dije a ella cuando me vio con
las maletas.
—
Siempre andas creyendo en esas babosadas
—respondió haciéndome la señal de la cruz en la espalda, como siempre lo hace
cuando tengo que viajar. — Que te vaya bien —agregó.
Desde el primer
día, después de la una de la tarde, me dirigí en compañía de Silvio Lacayo,
Silvio, su hijo, y Fabiola hacia una quinta ubicada en las cercanías del suampo
de Lara. Un charco de tierra roja explotó en miles de gotas cuando la camioneta
negra se desvió del camino para entrar a la quinta. Se escuchó el sonido del
aire comprimido de los amortiguadores asentándose en el lodo; los alrededores,
grama, postes, alambre de púas y troncos de los árboles quedaron salpicados de
rojo.
En el fondo del
terreno sobresale el bosque secundario propio de las planicies caribeñas,
prevaleciendo la oscuridad y las sombras, pero a medida que la mirada retrocede
se observan rayos de luz que como intrusos calientan el ambiente. En el centro,
al lado de un ranchito con techo de suita, crecen plantas ornamentales en
macetas hechas de bambú colgadas entre ramas que forman una escalera viva. Se nota el
despale selectivo de árboles y arbustos recién plantados con flores de
distintos colores a sus alrededores. “Este es tu santuario”, le dije a Fabiola
luego que me mostró con exquisitez sus plantas, los cultivos de sandía, tomate
y chiltoma que recién comenzaban a germinar.
Un tronco de
madera plantado al lado derecho del ranchito me llamó la atención; Silvio
Lacayo, el suegro de Fabiola, me llevó a verlo. Una vara cruza el tronco a
forma de brazos de los cuales cuelgan macetas con flores como si fueran sus
manos; igual en su base y en el borde superior como si fueran sus pies y
cabello. En la parte frontal mediana, el tronco tiene puesto dos trozos de
poroplast pintados con acuarela en forma de ojos y más abajo otro como si fuera
su lengua; una bufanda se sostiene de la vara con un nudo como colgando de su
cuello. “Esto es Vudú, es un muñeco de vudú”, le dije a Silvio Lacayo. “Se
llama Wilson”, respondió; me tomó una foto a su lado y regresamos al ranchito.
—
¿Por qué se llama Wilson?
—
Así le puso don Silvio —respondió Fabiola.
—
Por Wilson, el de la película “El náufrago”,
protagonizada por Tom Hanks —dijo Silvio.
En la película el
actor pinta una cara en una pelota de basquetbol de la marca Wilson con su mano
sangrante y la ubica sobre un tronco. El balón se humaniza. La historia es
sobre un hombre, el náufrago, que sufre por mantener la esperanza en la soledad
de una isla. Su relación con Wilson puede parecer absurda pero es una excusa
para vencer el tabú de hablar solo, de vencer el miedo de caer en la locura y
es eso, precisamente dialogar con el balón, lo que lo mantiene cuerdo.
En un momento en
que se unieron al grupo otros amigos de Fabiola y Silvio, me acerque a Wilson; le
confesé mis penas, toqué sus manos, le acomodé la bufanda, pedí por mis deseos.
Al despedirme escuché con claridad el susurró del viento al caer la tarde:
“ándate tranquilo”.
La conversación
de la noche, ante mi insistencia sobre el vudú y luego de disfrutar un
exquisito costillar de cerdo asado, giró en torno a temas relacionados con
sucesos sobrenaturales como el que contó una amiga presente. “Abrí la puerta
del portón del corredor y al encender la luz vi las machas de patas de gato
pintadas con sangre en la pared, alrededor de las ventanas y la puerta. Desde
ese día mi niña (la jovencita que estaba a su lado) y yo comenzamos a sentir desesperación
si estábamos dentro de la casa, sufríamos de un intenso dolor de cabeza, no
podíamos estar tranquilas, mucho menos cuando Juan, mi marido, llegaba de sus
viajes desde la Desembocadura”.
Todos escuchaban
atentos, iluminados por una tenue luz de luna; Silvio me volvía a ver
incrédulo. “Sí, es cierto, tuvimos que buscar ayuda para que nos limpiaran la
casa, encontraron cochinadas”, agregó la mujer sin dar más explicaciones.
Silvio se me acercó al oído y dijo: “alguna querida que tiene en la Desembocadura
le hizo el sontín para que dejara a la mujer”.
Los días
siguientes los dediqué para visitar y despedir el año estrechando manos y dando
abrazos a viejos amigos. A una amiga tuve que gritarle para que abriera el
portón de zinc. Luego de saludarla me hizo pasar a su casa y vi cosas tiradas,
desacomodadas en la sala: vasos, platos, fotos, muebles, ropa de uso personal y
de cama. Al ver mi cara de sorpresa dijo sonriente: “estoy aprovechando que no
está mi mamá, estoy botando chunches viejos y hago limpia antes que termine el
año”. Recordé las palabras de otra amiga que hacía referencia a la mamá de mi
amiga: “mi mamá no nos dejaba visitar esa casa, decía que allí la mujer se
dedicaba a hacer cochinadas”.
Visité a mis familiares
en el cementerio de El Bluff e hice un recorrido por varias tumbas de familias de
antaño y recientes. “Ahora se roban hasta la tierra de las tumbas; las
preferidas son de aquellas personas que la gente considera que hacían
brujerías”, dijo el Bena. “Desde chavalo recuerdo que al Mexicano lo
consideraban brujo, no por su barba colgándole hasta el pecho ni por sus largas
uñas, sino porque él alardeaba de sus poderes sobrenaturales. No podía morir,
pasó varias semanas en agonía, daba gritos espantosos que se escuchaban hasta
la Booth por las noches y una manada de perros que tenía aullaba lamentándose
alrededor de su casa. La familia no soportó su agonía y lo trasladaron a uno de
los cuartitos que había hecho en el patio para alquilárselo a la Casimira y
otras misquitas, te acordás de la Casimira, ¿verdad?”, agregó.
Los tres días
que visité El Bluff me bañe, me lavé y me confesé con mi vieja playa. Fueron
tres días de sol, luminosos, con una brisa leve que espantó los jejenes y con
un oleaje que permitía nadar en sus azules aguas; también ellas se limpiaban al
depositar algas a lo largo de la costa. La espiritualidad y paz que encuentro
en esa playa me recordó el susurró de Wilson, mi amigo.
El último día
regresé en una caponera hasta el muelle de las pangas y allí me encontré a viejos
amigos del puerto. Mientras esperaba la salida de la panga hacia Bluefields
conversé con ellos; al tocar el tema de la extrema pobreza en que se
encuentran, abandonados y sin esperanzas, uno de ellos, el Chaparro de cabello
canoso dijo: “todos las fuckin gobiernas, después de la Somoza, no poder hacer
nada bueno, ni pesca, ni petróleo, ni marina, nada, sólo babosadas… y nosotros
aquí casi muriendo como si desde Managua nos hacer un gran brujería”.
“También tu mamá
creía en brujerías. Decía que a vos nada podía enloquecerte porque te había
dado una cura que consiguió en Kakabila”, dijo ella cuando regresé del viaje y
le conté lo de Wilson, mi amigo. “Nunca se imaginó que este sontín chontaleño
te volvería loco”, agregó con su mirada complaciente.
Martes, 13 de
enero de 2015