Crucé la calle
para dirigirme al taller de Iván Zavala después de comprobar que los chavalos
lavaban adecuadamente el jeep: carrocería, chasis, capota, motor e interiores.
Lo encontré sentado en el kiosco y su hijo sostenía una computadora portátil; chocamos
los puños cómo saludo, noté la grasa y el aceite acumulado por años de trabajo
en sus manos.
—
¿Qué están viendo? —pregunté.
Un camión
Mercedes Benz ubicado frente a ellos tenía levantada la capota del motor y abiertas
las puertas de la cabina. Al fondo, unos cinco metros a la izquierda, bajo la
galera del taller, otros camiones estaban parqueados a la espera de sus manos
expertas. En el suelo de los alrededores sobresalían los resultados de su
incansable labor: manchas de grasa, aceite, trozos de mangueras, pernos y
tornillos sarrosos, perlines, camastros embancados, envases con aceite, rines
de diferentes tamaños, diminutos cortes de láminas de acero de miles formas,
empaques y rodajas de tubos ennegrecidas por la inclemencia del tiempo y el
paso de los años.
—
Desbloquear un diferencial —respondió Iván.
Me acerqué a la
pantalla y noté el diagrama que observaban. Sentí una brisa fresca que provenía
de la parte posterior del kiosco; al volver la mirada noté un arbusto repleto
de pequeñas frutas rojas.
—
¿Cómo se llama esa planta? —pregunté y me dirigí
hacia ella.
José Antonio, su
hijo, cerró la portátil. Ambos se levantaron y me siguieron. Observaba
entusiasmado la planta, nunca antes la había visto. Iván cortó una pequeña baya
roja y extendió su mano.
—
¡Chúpala! —dijo con la fruta roja sobresaliendo
entre sus dedos de mecánico.
—
¡Ummm!
—expresé. —Alguna broma me querés hacer —dije alejándome.
—
¡No, hombre, es dulce! —dijo sin apartar su
mano.
Con dudas me
llevé la pequeña baya roja a la boca. La cutícula roja dio paso a un color
verde amarillo y la saboree.
—
Tiene un gusto raro pero no es muy dulce —dije.
—
Espérate, ya vas a ver —expreso. Anda tráele un
limón ácido —le dijo a José Antonio.
El chavalo regresó
con un limón de castilla pelado y se lo entregó a Iván.
—
Me querés vacilar —le dije.
—
Chupa el limón, vas a ser testigo de un milagro
—expresó con una gran sonrisa en su rostro.
Iván y José
Antonio me miraban expectantes ante mi reacción. Lo hice, no sentí su acidez,
al contrario, su sabor era totalmente dulce.
—
¡Está dulce, el limón es dulce!
—
¡Ja, ja, ja, ja! ¡Te fijas!
—
¿Cómo se llama esa fruta?
—
Yo he oído que le dicen la fruta de la dulzura
—respondió Iván.
—
Pero qué raro —dije y corté varias.
—
¿Dónde la conseguiste?
—
En Auxilio Mundial. Cuando trajeron plantas de
diferentes tipos y lugares me la regalaron; tenía como una cuarta de tamaño.
—
Voy a tomarle fotos.
—
Mirá, también podés llevar hijos —dijo señalando
los alrededores de la planta.
Chupé otra baya,
recibí conforme el jeep y llegué a casa con la noticia, hablé de “la fruta
milagrosa”. Era la hora del almuerzo y Emilce había preparado arroz aguado con
pollo y de bastimento guineo cuadrado con una rodaja de queso entero, unos de
mis platos preferidos. El sabor del
arroz aguado era dulce.
El nombre
científico de la planta es Synsepalum
dulcificum o Sideroxylon dulcificum, un arbusto tropical de la familia de
las Sapotaceae. La “fruta milagrosa”
o “baya mágica” es una planta frutal originaria del oeste de África; tiene la
capacidad de volver dulce los alimentos ácidos que se ingieren después de
probarla. Fue dada a conocer en Europa desde comienzos del siglo XVIII, supuestamente
por exploradores franceses.
Se le conoce
como fruta milagrosa debido al
contenido de miraculina en la
pulpa, una glicoproteína que se
enlaza a las papilas gustativas y enmascara completamente los sabores ácidos y
amargos durante un tiempo prolongado, entre 30 y 60 minutos. Esta propiedad le
ha dado cierto prestigio culinario en Japón, Europa y EUA, y ha motivado su
empleo como edulcorante substituto del azúcar en alimentos dietéticos para el
control de la diabetes y la obesidad.
La fruta mágica ha cobrado una
gran popularidad en ciudades como Nueva York, donde se organizan “viajes de
sabor” (a 15 dólares el “trip”), reuniones donde aficionados prueban diversos
platillos y productos después de ingerirla, con el fin de llevar las papilas
gustativas al límite. Algunos bares han estado ofreciendo cócteles con la
fruta, sin embargo, su costo pone en duda su éxito, ya que cada baya cuesta 2
dólares. Mientras la fruta es consumida, la miraculina se esparce
sobre toda la lengua y bloquea las partes que pueden reconocer los sabores
amargos y agrios.
Ya la conoces. Por mi parte,
tengo preparado un pedacito de tierra donde voy a sembrar varias de las
plantitas que se encuentran al pie de la planta madre que tiene Iván en el
terreno de su taller de mecánica. La planta es lenta en cuanto al crecimiento:
a los tres años de plantada produce la primera cosecha y al año da dos. Cuando
coseche te sigo contando.
Ronald Hill A.
20/04/2015