I
Un hombre, independientemente de
su condición social, debe tomar decisiones que lo marcan para siempre; pero son
pocos los que se orgullecen de ello en el transcurso de su vida. Esa verdad innegable,
el coraje con que lo expresa, su peculiar forma de actuar, el entusiasmo y
muestras de aprecio que me brinda al encontrarnos por las calles de Bluefields,
pidiéndome que salude a todos sus amigos, me motivó a proponerle una
entrevista. En dos ocasiones anteriores se lo había dicho y siempre lo evitaba,
pero seguí insistiendo hasta que aceptó.
— ¿A
qué hora nos vemos? —le pregunté por teléfono.
— Yo
te voy a llamar.
— Tiene
que ser donde estemos tranquilos —le propuse.
— Te
voy a llevar a un lugar que te va a encantar.
— Sin
tomar alcohol, no bebas —puntualicé.
— No
te preocupes, yo soy serio.
Caminé por las calles y me dirigí
al parque Reyes. Era una mañana luminosa, los rayos de sol se filtraban entre las
ramas de los centenarios árboles de Caoba, haciendo resplandecer el tono de los colores
rojo, naranja, amarillo, verde, azul y violeta con que se encuentran pintadas
las bancas, el muro perimetral y las paredes con sus murales. La gente
disfrutaba el ambiente; mujeres sin compañía, otras conversando, adultos
mayores, hombres jóvenes y muchachas estaban conectados a Internet mediante sus
teléfonos celulares, tabletas y computadoras portátiles, usaban la señal
inalámbrica libre que existe en todos los espacios. Trabajadores de la comuna
cortaban la grama con una guaraña haciéndola volar en trocitos; respiré el
aroma tierno, el aroma de la esperanza cubriendo la superficie tosca del andén como
manto que reviste los pecados de los caminantes que lo ensucian con sus pasos.
Saqué mi cámara de la mochila y comencé a fotografiar a las personas desde una
distancia desde la cual no lo notaran. En ello estaba cuando sonó el timbre del
teléfono; era él.
— Te
estoy esperando.
— ¿Dónde
estás? —pregunté.
— En
la galería Aberdeen.
— ¿Estás
tomando?
— No,
no, sólo una cervecita. ¿Y vos dónde estas?
— En
el parque, ya voy para allá.
Entré al salón de la galería
Aberdeen y su espacio amplio me absorbió. Las paredes son una galería de
pinturas en exposición para la venta, desde el fondo se desprende el aroma de
los dulces expuestos en un mostrador y, más allá, desde la cocina fluyen los
olores de los platillos que preparan. Sus clientes degustaban al ritmo del que
no tiene prisa, con la música acogedora para entablar una conversación. Miré
hacia el segundo piso y allí estaba. Al verme me indicó que subiera por las
gradas que tenía a mi espalda.
— Sentate
aquí —dijo.
— ¿Te
vas a tomar otra? —pregunté al sacar una libreta y un lapicero de la mochila.
— Es
en serio la cosa, sos bandido. Yo sé, por eso te aprecio mucho —dijo y se
acomodó con placer en la silla.
— Primero
te voy a tomar una foto, ¿no hay problema?
— No,
para nada, vos hace lo que se te ocurra, ahorita soy todo tuyo —respondió con
una sonrisa transparente como el brillo de sus ojos color miel detrás de los
lentes graduados que lleva puestos.
— Mirá,
si no te gusta te tomo otra.
— Y
con una libélula en el fondo, ¡ay que linda te quedó!
— ¿Otra
cerveza?
— Ya
que insistís tanto, una más —respondió y llamó al mesero.
— Para
mí un café, después la cerveza —dije y el mesero se retiró.
Tomé el teléfono y abrí las notas
de voz. Pulsé la opción de grabación nueva y lo coloqué cerca de él para lograr
una grabación limpia.
— ¿Y
me vas a grabar? —preguntó, después de saborear intensamente la cerveza.
— ¿Resulta
un problema para vos?
— No,
no, yo soy libre como libélula, nadie me puede cuestionar porque te voy a
contar la pura verdad, eso es lo que vos querés, que te cuente la historia de
mi vida para que la conozcan mis amigos regados por el mundo.
II
Mi nombre es Miguel Hermógenes Bejarano Cabrera, pero todo mundo, en Bluefields y más allá de las fronteras de Nicaragua, me llama Mike. Nací aquí en Bluefields, soy Blufileño cien por ciento. Nací el 29 de septiembre de 1946, soy hijo de Hermógenes Bejarano y Concepción Cabrera. Voy a cumplir sesenta y nueve años, ¡ay!, cómo me encanta ese número, el “sixty nine”.
Mi abuela tenía una cantina que
se llamaba “La Generala” en los tiempos de la guerra de Moncada, ella era
generala de los liberales; para comprar armas y poder derrocar a Zelaya, asaltaron
el banco Wells Fargo que quedaba en la propiedad del Moravo en 1926. Se llamaba
Lucila Delgado, oriunda de León, del barrio Santa Lucía; se vino para acá así
como emigraron muchos granadinos y leoneses. Tuvo una hermana que se llamaba
Otilia Delgado, esposa de Berty Smith. Yo me crié con mi abuela, era de reales,
¡uy!, demasiados reales tenía, le prestaba reales a los chinos, a William Woo y
a otros para que realizaran sus negocios. En esos tiempos comíamos con
chelines, con centavos, porque todo era barato.
Tengo hermanos de distintas
familias, hay Bejarano Cabrera que son cuatro, después están los Bejarano Pérez,
Nelson Bejarano, Javier Bejarano que ahora tiene una aseguradora de carros y
vende vehículos, Nelson es el financiero del gobernador en la casa de gobierno.
Estudié la primaria en el Colegio San José y después la secundaria en el Colón,
en el tiempo de los hermanos cristianos, pero fui vulgareado por ser homosexual;
como mi abuela tenía reales no me importaba que me vulgarearan. Fue en los
tiempos en que los gringos mandaban aquí; los familiares de los gringos, cuando
tenían un hijo homosexual, era vudú: lo mandaban a un seminario y también a iglesias
que ellos manejaban. Yo tuve un padre que se llamaba el padre David que era
homosexual y había hasta un monseñor. Me vulgareban por celos, celos platónicos
o celos solapados. A mí nunca me puso el pie encima ninguno de esos
desgraciados. Yo tenía un montón de amigos, por mi tendencia homosexual vivía
enamorado de ellos. A Lambert, el mejor basquetbolista de Nicaragua, lo
encontré romanceando con el padre David donde se vestían los sacristanes. Era
un vulgareo de poder, ellos daban notas por manoseo y relaciones homosexuales. En
ese tiempo era un escándalo ser homosexual, era el tiempo que daban clases Gustavo
Meza que era profesor de física y química, Roy Hodgson que era pianista, fue el
que hizo los himnos del San José y del Colón.
No terminé mis estudios en el
Colón, llegué hasta tercer año. Me fui para Managua donde hice un curso de
telecomunicaciones. Como yo machacaba el inglés me fue fácil, eso lo hice en el
instituto de comunicaciones ubicado cerca de las Piedrecitas. Nunca trabajé,
para qué si mi abuela tenía un cachimbo de reales. Mi tío era José Delgado,
secretario del Partido Liberal en la Costa Atlántica y cónsul de Colombia.
— ¿Van
a ordenar algo más? —preguntó el mesero al retirar la botella y la taza vacía.
— ¿Qué
querés vos? —me preguntó Mike.
— Una
botellita de agua.
— A
mi tráeme otra cerveza, ¡búscamela cubierta de velo!
El mesero, un black creole de
unos veinticinco años, mostró sus dientes blancos al sonreír y Mike continúo su
relato.
Mi papá tenía una cantina muy
famosa, se llamaba “El Coquito Bar”, era cantina y prostíbulo. Yo le ayudaba a
mi papá. Quedaba en el barrio de la cantina de Lindo, la gente le decía así
porque había un viejo que le llamaban así y vendía guaro. Quedaba en el sector
de “La Poza del Diablo”. Allí me iba a
bañar con mis amigos, bebíamos guaro porque mi abuela era la regenta y socia de
los licores Bell; yo me robaba el guaro y pasábamos disfrutando. Yo sólo bebía
cerveza, pero con miedo porque mi papá era muy rígido, ¡uf, uf! Él no andaba
perdiéndome a mí nunca, ninguno de mi familia me perdió a mí; él estaba
enamorado de sociedad obrera de Bluefields, era presidente del Club de los
Obreros y, como él tenía sus enamoradas, no nos hacía caso a nosotros porque
estábamos bajo la tutela de mi abuela. Tenía un taller de zapatería y era muy
machista, machista, machista. Una vez me encontró en un cuarto encerrado con un
amigo mío de colegio que se llamaba Chico, vivía aquí cerca, al lado de la casa
de un chino que era fotógrafo; me cachimbió con el tira pie y me dijo “aquí ya
no quiero cochones”. Pero, ¿qué?, árbol que nace torcido no se puede enderezar
de la noche a la mañana.
En aquel tiempo nos vulgareaban,
la homosexualidad era perseguida. Llegó un día en que me puse furioso y le
contesté a alguien: “¿qué pasó?, ¿por qué me vulgariás a mí?, andá buscá, andá
a las iglesias, allí hay, andá busca a los seminarios, allí hay montones,
solapados, yo ando libre gracias a Dios”. En esa etapa éramos como 150
maricones: Arnal, Chico Arce, Allan, el
hermano de Anthony Matthew y otros. Yo te digo, mientras no viva del gobierno,
mientras no le trabaje a nadie, a mí me vale verga, porque a mí me respeta mi
familia, los Bejarano, me vale lo que diga el resto del mundo. Hasta Papas han
salido maricones, nadie dice nada, como son benditos. Aquí hay muchos políticos
que son maricones, unos son culos benditos y otros son turcas benditas y son
aceptados, nadie les dice nada.
El mesero se acercó a la mesa con
una bandeja, vació la cerveza en un vaso y abrió la botella de agua. Mike se
quedó en silencio, yo escuché las voces de una pareja de gringos que hablaban
en inglés cerca del área del balcón de la galería.
— Este
hombre es fino, por eso me encanta venir aquí. ¿Viste como chorreó la cerveza?
—dijo Mike y el mesero dio la vuelta, siempre sonriendo.
— Contáme
lo de las cantinas de ese tiempo, ¿cómo eran?
Las cantinas en aquel tiempo eran
unas cantinas sanas, no había crímenes, nadie te asaltaba, podías ir a un Palo
de Mayo, a cualquier parte, y nadie te tocaba. Mi lugar era donde “La Vilma
Roja”, era mi lugar de reuniones con mis enamorados. Unos de mis amigos eran
“Cañeco” y “Pitri”. Esa señora era rígida en su cantina. Yo llegaba con Allan,
éramos íntimos amigos, me ha respetado y yo lo he respetado, viajamos juntos a
cumpleaños de otros homosexuales de Managua, él pagaba la avioneta porque tenía
su cantina, su putal. La cantina de él quedaba en Santa Rosa, también estaba la
de la Marlene, la de la Urania, la de la Delia, habían varios prostíbulos. Yo también
tenía uno, chiquitito, se llamaba “Kamikaze Bar”, me lo regaló un japonés que
era capitán de un barco que se llamaba Kamikaze Maru. En ese entonces estaba
Pedrito Bustamente, me dio una mantenedora, no tenía sillas. Doña Aurelia,
hermana de Harry Brautigam, esposa del doctor Hooker, me regaló las primeras
mesitas. Era chavalo, chavalo, pero con ideas de superar.
Llegaban varios que me cerraban
la cantina, entre ellos Pablo Corrochel, Felipe Perdomo, el papá de Martín,
Harold Springer. Había bastantes cubanos que se vinieron después de la Revolución,
eran mis clientes y fueron los pioneros en la pesca de langosta aquí en la
Costa porque aquí nadie sabía nada de eso.
— ¿Y
visitabas las cantinas de El Bluff?
¡Claro, oye!, visitaba varias:
“El Mameluco” que quedaba en la salida a la playa, “El Vietnam” de la Shirley y
otras como “La Cabaña”, “El Dragón de Oro”. Yo tenía mi negocio, pero fíjate
que yo soy un maricón raro, nunca abusé de nadie, nunca toqué, no; beber,
beber, ser maricón es ser maricón. Ahora hay un montón de mariconcitos aquí en
Bluefields que no sé si están enojados, pero yo no los apoyo. Desde que nací tengo
todos los derechos que cualquier ciudadano tiene, ellos están pidiendo más y
más, ¿para qué? Por allí machetearon a uno,
manoseó, le tocó las partes a un hombre y no le gustó, el hombre le cortó la
mano. Hace poco el doctor Alba le hizo la operación, se está recuperando.
— ¿Entonces,
ibas a El Bluff y te quedabas allá?
Claro, cuando tocaba el conjunto
de José Luis iba a la fiesta de la virgen del Carmen, iba con mis putas y Allan
llevaba las suyas.
— ¿Y
llevabas a tus amores? ¿Se miraban allá?
No, yo fui un maricón tan
excepcional: tuve tres amores y hasta allí ya llegué. El primero fue Chuch, profesor de matemática del Colón, el segundo fue el
que era jefe de deportes del San José pero era muy culión, y el último es
Pachanga, era joyero y miembro del partido Sandinista que ahora ni lo vuelven
ni a ver al pobre, se está muriendo, tiene hemorroides. Por eso es que yo no me
meto en la política, si me hubiera metido, ¡uh! Fíjate que una vez me
invitaron, de un partido me dijeron “Mike, no querés ser del partido para que
seas tal cosa”, “no, no me gusta la política”.
Yo tengo un hermano que me adora mucho,
se llama Javier Bejarano, todo me acepta, me invita a beber guaro, me respeta:
como soy el hermano mayor de la familia Bejarano, él me adora mucho, todos mis
hermanos me adoran.
— Esa
fue la etapa de tu juventud, tu esplendor.
Sí. Me enamoré de uno de El
Bluff, de Juan, el hijo del coronel Brenes. El coronel no,
pero la esposa, Yolanda, me volaba verga, me llamó y me dijo que me iba a
mandar a echar preso. Como era hija del coronel Peters, ella quería mandar. Yo
le contesté, “mire, señora, no me ande molestando, deje a su hijo, además él no
es para mí”. Yo lo consentía en mi negocio, él se atendía solo, si había gallo
pinto, comía gallo pinto. Era joven, culiaba, pero a mí me encantaba.
— ¿Y
después del triunfo de la Revolución cómo era el ambiente?
La cosa fue peor. Los sandinistas
mandaron desparecer los prostíbulos. En el tiempo de la guardia igual, el
general Somoza cae, no porque era malo, sino por los que andaban detrás de él,
los allegados, varios coroneles que manejaban la prostitución, cantinas y
ruletas. Yo iba a la Tropicana, ese lugar era de uno de los grandotes, de un
coronel que mangoneaba, Victorino Lara, era el cobrador de todos esos negocios.
¡Ideay!, ganaban un sueldo y tenían una casa de vidrio, ¡ja, ja, ja! Vienen los
sandinistas y dicen “vamos a poner una sociedad proletaria y ahora salen
burgueses”. Saben a quién tocan, porque nunca tocaron a los Pellas ni a los
Chamorro, ni Somoza los pudo tocar. Les volaron verga a los homosexuales, a las
prostitutas y cerraron los negocios, pero dejaron los que a ellos le
interesaban como “Aquí Polanco”, un prostíbulo donde llegaban hasta embajadores
de todos los países.
— ¿Y
ahora, en esta etapa?
Ya adulto, maduro, sigo siendo el
mismo Mike. Hola, hola, tengo muchas amistades, tanto hombres como mujeres.
Adiós, buenos días, buenas tardes, hasta allí, no más. Me dedico al Duqui,
vendo mis duqui, hago mis rifas, vendo lotería escamoteada porque la gerente de
la lotería no me quiere; ella fue impuesta por Schwartz y desde el
tiempo que ella llegó allí nunca me apoyó. Ya me dieron mi jubilación, te la
voy a enseñar.
Un camión comenzó a pitar en la
calle, frente a la galería. Mike sacó su billetera, me mostró su carnet de
jubilado y puse en pausa la grabación para verlo. Escuché el ruido proveniente
de la cocina y las voces de los clientes. Una mujer joven, con el pelo amarrado
en moño y de lentes, cruzó el salón y se sentó en una mesa cercana de la pared
derecha cubierta por cuadros de pintura. De su bolso sacó una computadora
portátil; yo regresé con Mike.
— ¿Cómo
cuántos son tus ingresos?
Semanalmente me gano como unos
tres mil córdobas en todos mis bisnes. A veces más, a veces menos.
— Ya
tenés tus clientes, clientes fijos.
¡Ah, claro que sí! Soy poquitero.
No te estoy diciendo que la Revolución es un cambio, pero muchos delegados de
las oficinas del gobierno creen que ellos son los dueños. No, eso no es así.
— ¿Existe
una organización de homosexuales en Bluefields?
Sí hay. Hay como mil y pico de
homosexuales, pero organizados son pocos, los más allegados al Presidente que
se llama Tyron. A mí me buscan cuando los quieren quitar de la directiva,
cuando lo están desbarrancando, cuando hay elecciones para que vote por ellos,
por él, para que lo reelijan. En esa organización hay lesbianas y hay
homosexuales. Son como dos mil quinientos entre maricones y cochonas. En mis
tiempos la población era como de siete mil personas, ahora hay más de cien mil.
En esos tiempos, cuando venía un chavalo con una chavala del puente para allá
era casamiento, cuando venía de las piletas de Martínuz en Pointeen era
casamiento, ¡ja, ja, ja, ja! Hasta yo iba a esos lugares, pero como te digo,
siempre fui un maricón raro.
— ¿Siempre
tuviste montones de hombres que te enamoraban?
¡Ay, Dios mío!, desde el sesenta
y pico para acá se me olvidaron todos lo que yo he querido. Cada noche tenía un
amor; una noche, un amor. Los becados de los hermanos cristianos, ¡ay, ay, ay, ay!,
me seguían, eran becados del hermano Lucas. En esos tiempos también había
varias prostitutas, “la Diablo Rojo”, “la Panameña”, “la Rosa Paisana”, “la Vicky Me
Voy”, ¡ja, ja, ja!
— Entonces
ahora estás tranquilo, con tus negocios, con tu pensión, ¿seguís teniendo
amores?
Estoy feliz, feliz, pero amores
no, ya no porque en Bluefields los homosexuales estamos perdidos. Los nuevos
homosexuales, los jóvenes, le están echando el clavo al pollo, por el pollo,
que por el pollo. El hijo de una lideresa liberal, es
maricón, ¡uf!, hay un montón.
— ¿Qué
querés decir con una noche, un amor?
¡Ah!, que cada noche, aunque no
hiciera nada, me sentía feliz, me sentía como la Lady Diana en Inglaterra.
— Has
disfrutado la vida y tenés amigos, ¿te sentís realizado?
¡Claro!, ¡gracias a Dios! He
viajado, estuve en Panamá, en Costa Rica, en México, me di gusto. Tuve un amigo
granadino que tenía un bus Pulman. Mi familia es de la burguesía de Granada, de
sangre pura y noble. En Panamá fui tan egoísta, se enamoraban y me decían: “¡oye
chico!, ¡papi!, ¡nunca he probado a un
Nica!”, “ni lo vas a probar, porque este mortorio no es para cualquier zopilote”,
les decía. Llevaba guaro y cotonas bordadas, yo no andaba en esa cosa. Tengo
amigos regados por todo el mundo, por eso te digo que me saludes a mis amigos
regados por el mundo, a toda la comunidad Lasallista que me conoció aquí en
Bluefields. Yo no tengo prejuicios contra nadie y lo mejor de todo es que sólo
me enamoré de uno, de Lambert. Yo soy homosexual y nunca he creído en el
amor entre los hombres, porque es una inversión monetaria de parte de los
hombres. ¡Imaginaté!, ¡yo ya vieja y haciendo tortillas!, ¡Ave María! Salúdamelos,
a todos, a todos mis amigos regados por el mundo, a Chico Vela, a Tilo, a todos, todos.
Claro que sí Mike. Estoy seguro
que van a recordar esos tiempos de chavalos, te van a recordar con mucho
cariño, le dije; apagué la grabadora y terminé la entrevista.
Bluefields, Nicaragua.
Agosto de 2015.