Siempre llamo por teléfono a mis
amigos taxistas para que me lleven al pueblo. ¿Cómo está el día?, pregunto. Y
de allí sigo diciendo que me gustaría ser taxista, que se la pasan divertido, que
van a dónde el cliente se los pide, que se dan cuenta de todo lo que sucede a
través de la radio o de lo que les cuentan los pasajeros, que mujeres no les
faltan y, cuando terminan el día, tienen las cartera llena de billetes. Todos ríen,
pero pocos lo aceptan.
“No lo crea, el negocio está palmado, estamos jodidos,
hace meses se perdieron los billetes”, dijo uno de ellos. “Todo el día paso
sentado, cuando hace calorazo sudo hasta por el trasero, y por eso tuve que
poner este abaniquito, mire, mire la panza que me ha crecido”, dijo reclinando la
espalda en el asiento para mostrarla. “He tenido que visitar al doctor, antes
no le hacía caso al dolor de espalda, pero luego de seis meses de andar para
arriba y para abajo, llegaba a mi casa sin poder agacharme y la mujer me miraba
recelosa. “Tiene que hacer ejercicios, salga a caminar, estírese”, me dijo el
doctor en la clínica. “Y apenas voy a cumplir 35 años, que le parece, a este
paso no voy a poder agacharme para montar la carga ni a ella”.
“Sí usted supiera de lo que me
doy cuenta, todo mundo dice, todo mundo cuenta, que la palmazón, que no hay
reales, que fulanito se contrabandea a la fulanita, que Pedro dejó los cachos
en la puerta, que las elecciones, que el Canal, y miles de que y que, pero en este negocio uno
debe ser como Shakira, sordo, ciego y mudo, hacerse el loco, pues”, comentó uno
que tarda más que los otros en venir a buscarme.
“De mujeres no quiero saber nada…
eso ya la superé”, dijo otro. Al comienzo, cuando agarré el carro, miraba la
cosa de otra manera. No me vas a creer, pero me llamaban mujeres de todos lados,
de la zona 5, la 6, la 8, la 3 y del centro, porque para tener clientes tenés
que dar tu número de teléfono. Me la daba de tuani, para arriba y para abajo,
con una y con otra, eso sí, hasta después que había hecho el día, con 300
varitas en la bolsa, cuando ya había asegurado los billetes del dueño del taxi.
Entonces sí que lo disfrutaba. “Amor, llévame a un lugarcito donde estemos rico”,
me decían. Y yo agarraba la vara, me desmangaba a alquilar un cuarto, imagínate,
en un ratito se me desaparecían los realitos que había hecho en todo el día.
Ahora que va, más bien me les corro, porque aunque usted no me lo crea, en este
pueblo hay mujeres que viven aburridas y dan lo que sea por salir en carro a divertirse,
a dar una vueltecita, a quitarse el estrés del aburrimiento”.
Me dejan donde les digo, a veces
en la barbería, a veces en el banco o en el mercado, los lugares que más
frecuento. También doy una pasada por la farmacia para comprar
antiinflamatorios, relajantes musculares, cosas de esas que usamos más a menudo
en la medida en que nos vamos poniendo viejos. Y allí también sondeo la
situación, pregunto siempre cómo está el día.
Los negocios andan por los
suelos. Si la situación en el campo está mal, los efectos se sienten en todos los
negocios de la ciudad. No hay cosechas, de nada, el precio de la yuca anda por
el suelo, no hay quequisque, no hay cosecha de piña MD2, ya no se miran en las
aceras los depósitos de basura repletos de piñas, los ganaderos lloran por el
precio de la carne y las ventas están caídas. “Está dura la cosa, hay sequía”,
dijo mi amigo el doctor. “Sólo los de arriba, los de siempre, miran que la
economía crece, que vamos viento en popa, pero aquí en la realidad, en el mundo
del día a día, las cosas andan patas para arriba”.
Nueva Guinea, RACS
Jueves, 29 de septiembre de 2016