Llevaba tres horas subiendo la ladera oeste del cerro Silva. Es una de
las tantas cosas que tengo en una lista de pendientes en mi vida. Desde ese
punto se observa la inmensidad de la llanura caribeña porque no existe otro
sitio más elevado para ver su majestuosidad y disfrutar las cosas sencillas que
nos da la vida. Una recompensa única por el esfuerzo a la edad de sesenta años.
Don Pedro, el guía, un campesino, me animaba. Insistía diciendo que no
abandonara la meta de coronar la cúspide después de cabalgar varias horas desde
San Pancho. Estaba a punto de tirar la toalla y mi teléfono móvil comenzó a
sonar desde esa altura por la señal de una de las empresas que tienen una pésima
cobertura en la mayor parte de los sitios caribeños.
Vi en la pantalla un número desconocido y respondí después de sacar el móvil
de la mochila que cargaba en mi espalda. Una voz de mujer preguntó indicando mi
nombre.
“¡Sí!, ¿quién habla?”
“Lo llamamos
del INSS… ya tenemos la resolución de su pensión. Le invitamos a que se
presente a la mayor brevedad en nuestras oficinas de Nueva Guinea. Es urgente
que lo haga”.
Recorrí con el pensamiento una secuencia de imágenes después de decirle
que lo haría. Recordé mi primer trabajo
en la Booth de Nicaragua, los años que trabajé en la empresa de Conejos y que viví
en El Cañón con mi mujer y mis hijos pequeños, la empresa Avícola, los años que
trabajé en el MIDINRA y el Gobierno Regional de la entonces V Región, y los últimos
catorce años que laboré en Ayuda Acción hasta el año 2007.
“¡Don Pedro!, ¡tengo
que regresar!”
“No me diga, ya
estamos cerca”.
“Es algo
importante, voy a subir otro día”, respondí y comenzamos a bajar la ladera. En
el trayecto le conté la historia a Don Pedro.
Al llegar a casa, seis horas después, le di la noticia a mi mujer. Dijo
que había salido rápido mi resolución y se mostraba contenta. Al día siguiente fui
a las oficinas del INSS. Una mujer me atendió de inmediato y después de
explicarme ciertas cosas me entregó un cheque. “Le salió bonito”, dijo. Al ver
la cifra me di cuenta que tenía razón y me sentí contento. Estaba tan contento
que llamé a mis mejores amigos para contarle la historia y recibí sus
felicitaciones. “Somos pocos los que aguantamos tanto”, dijo uno de ellos.
Por la noche le
envié un mensaje a uno de mis amigos.
“Entonces, te tengo una historia que contar, ¿dónde
nos vemos?”
“¿Y ahora qué
te pasó? Mirémonos cerca de mi casa, en el bar de al lado”, respondió.
Diez minutos después
me encontraba en el bar de al lado de la casa de mi amigo. Saludé a varios
conocidos y uno de ellos me invitó a su mesa donde estaba con su mujer y otro
amigo. “Viejo, acompáñanos”, dijo y me presentó a su esposa. No la conocía. “Tienes
mucha suerte”, le dije.
Conversamos de
diferentes temas y al rato apareció mi amigo. “Ideay viejo, me hubieras llamado”,
dijo y se unió al grupo.
Mi amigo dijo
que tenía mucho tiempo de no verme, que me había perdido. “Sólo de vago vivís”,
dijo. Le conté que ya estaba jubilado y que me daban un cheque de pensión
vitalicia. “No jodas viejo, te felicito. Te lo has ganado, yo sé lo mucho que
has trabajado y ahora tenés que disfrutar de la vida, lo que te queda, y
cuidarte”. “Pero contamé como estás, me di cuenta que tienes otro hijo y de
seguro estás contento, feliz”, respondí y noté que los otros que estaban en la
mesa conversaban entre ellos sin seguir nuestra platica. Mi amigo guardó
silencio por unos momentos.
“Mirá viejo,
vos estás como estás por tu mujer. Sin ella no estuvieras aquí, al saber por
dónde estarías viviendo, talvez en malas condiciones, ella te ha salvado la
vida”, dijo.
Tiene razón,
pensé. “Pero vos estás bien, tenés tus negocios, una mujer linda y mucha vida
por vivir”, respondí y guardó silencio.
“Ya no aguantó a mi mujer. Ya no la quiero. Me
voy a divorciar porque es una víbora, es una barba amarilla enrollada, ¿las has
visto verdad, conoces las barba amarilla?, me hace la vida imposible”, dijo.
“Vos sabes cómo
son las mujeres, son sensibles, son celosas, quieren tener toda la atención de
parte de nosotros, tenés que buscarle el lado débil y por allí esforzarte, no
es muy difícil”, le dije.
“No jodas
Viejo, si supieras todo lo que he hecho. No puedo, ya no puedo”, dijo.
Diablos, pensé, debe vivir en un infierno, en la casa del perro, en el dog house, como decía White Bush.
“Entonces qué es
lo que quiere”, pregunté.
“Joderme la
vida, hemos llegado a putearnos, hasta a los golpes. Me voy a divorciar porque
así no puedo seguir”, dijo.
“Bueno, no la pienses
dos veces”, le dije y cambié la conversación porque me di cuenta que estaba
desesperado.
Busqué motivarlo invitándolo a que un fin de semana hiciéramos un viaje a
la playa de El Tortuguero, al rancho de Javier Benavides en El Bluff, y
platicamos de diferentes temas. La mujer del amigo que me invitó a la mesa
comenzó a cantar en el karaoke del bar y noté que tiene una dulce voz. Me
entusiasmé y luego canté Let it be.
A las once y media de la noche el amigo que estaba con su esposa nos
invitó a acompañarlos a su casa, dijo que allí podíamos tomar cerveza y pasar
un rato agradable. Todos aceptamos la invitación, pagamos la cuenta y nos
dispusimos a partir.
Los tres amigos que estaban en la mesa se fueron en un vehículo y mi
amigo me acompañó al parqueo para abordar mi jeep. Me detuve en la salida esperando
que la vía se despejara. Repentinamente, sin saber de qué lado salió, la mujer
de mi amigo abrió la puerta del jeep. Lo tomó del cabello, lo jaló tratando de
sacarlo del jeep. Le dijo cosas horribles y lo golpeó varias veces. Mi amigo no
reaccionó. La mujer logró sacarlo de jeep casi cayendo en la calle.
Me bajé del jeep tratando de evitar el escándalo en la vía pública.
“Usted no se meta, el problema es entre nosotros”, dijo la mujer a gritos
partidos.
“Sí Viejo, sí Viejo, no voy a acompañarte, otro día seguimos platicando”,
dijo mi amigo.
No dije ni una sola palabra y partí hacia la casa del otro amigo. Allí
departimos un par de horas y al verlos tan felices pensé que yo también era un
hombre dichoso y que de nuestro tipo muy pocos existen.