La lámpara de la oficina se
apaga. La batería inicia a sonar con un bip, bip que se intensifica al paso de
los segundos. Veo la hora en mi teléfono celular, las diez de la mañana, y me
doy cuenta que está descargado. Sin energía y con el teléfono descargado, nada
peor. Recuerdo que tengo una batería externa, un power bank, y busco en las
gavetas del escritorio, en los anaqueles del librero, en la mesa de trabajo
pero no lo encuentro.
El jeep, voy a cargarlo con el
jeep encendido. Camino hacia el jeep. El motor arranca luego de cuatro intentos.
No tiene combustible, la aguja indica que tiene poco menos de la reserva. Hace
tres días, quizás cuatro, lo dejé con medio tanque de combustible. Debo
reabastecerme. Entro en mi habitación y me quitó el pijama. No sé a qué hora
volveremos a tener energía eléctrica, pero debo tomar las cosas con calma. Voy
a reabastecerme de combustible y regreso.
Ojalá pueda llegar. Ya antes me
ha pasado, me he quedado varado y he dejado el jeep tirado, tomar un
taxi y buscar la gasolina. Recorro la ruta más corta: frente al Aguilar giro a
la derecha tomando la avenida con boulevard y doblo en la esquina de la
Juanita, cruzo el parque y salgo frente a la gasolinera. Me he detenido por el
tránsito de vehículos. El calor es sofocante, un calor húmedo, propio del
trópico húmedo. En el trayecto he ido saludando a Yelba, a Mocho Robles, a
Justo, a Juanita y a Abel. Tenía muchos días de no verlos, quizás un mes. La
calle se ha despejado y la traspaso.
Me estaciono detrás de un camión
que está cargado de piñas, tan cargado que se pueden caer. Las piñas de Nueva
Guinea son dulces y bastante apetecidas en los mercados. Veo a los ayudantes
del camión, dos hombres jóvenes que bajan de los barandales y estiran el cuerpo
en el piso techado de la gasolinera. Sus botas de hule lodosas hacen contraste
con el suelo salpicado de manchas de aceite. Se dan cuenta que muchas piñas
están por caerse, las jalan y luego las colocan en el centro del camión. El
conductor ha descendido de la cabina. Debe ir lejos, quizás a Managua, sí, en
Managua las piñas son apetecidas y se venden a buen precio. El conductor se ha
dado cuenta que lo observo. Saluda de manos y de manos regreso el saludo.
Detrás del jeep se encuentra un motociclista, lo he visto desde el espejo retrovisor.
Un taxista se abastece de
combustible en la bomba de gasolina contigua y detrás de su vehículo otros dos
están a la espera. Un vigilante descansa su espalda cerca de la puerta de la
tienda de la gasolinera, a sus lados hay exhibidores de aceites, a su derecha
la bodega de combustibles y lubricantes y más allá varias motocicletas
estacionadas. Desde adentro de la tienda se escucha música ranchera y tras los
ventanales de vidrio observo gente en movimiento. Por la calle se escucha el
rugir de las motocicletas, los depósitos de basura están rebalsados y a su
alrededor hay bolsas en el suelo.
El conductor del camión IFA sube
a la cabina, enciende el motor, los dos hombres de botas sucias suben al
camastro. Es mi turno. El camión tarda en salir, observo a un taxi que da
marcha atrás. El camión gira un poco a su derecha y sale. Me preparo para
estacionarme frente a la bomba y en un suspiro el taxi se me adelanta, se
estaciona frente al jeep. El taxista se baja, le entrega un papel al bombero y sonríe
al verme. Lleva varios pasajeros. El bombero también me observa pero no muestra
emociones en su rostro. La rutina lo agobia, más en un día atareado. Los
taxistas se saludan.
El motociclista que está detrás comienza
a tocar el pito de la moto. “Me estás atrasando, avanzá”, grita pero como no se
da cuenta de lo que sucede frente a mí, no le hago caso. Sigo esperando a que
el taxista se abastezca, debe tener mucha prisa, es posible que se dirija a una
de las colonias, talvez lleva a una persona enferma hacia el hospital. Llega
otro taxi y se estaciona detrás del taxi que ha ocupado mi lugar. El taxi se
marcha y el que acaba de llegar trata de hacer lo mismo. La moto pasa por mi
derecha y se estaciona frente al jeep, frente a frente con el taxista. El
hombre del taxi se baja, el motociclista también lo hace y comienzan a
discutir. El vigilante se acerca, los bomberos están atentos. Me bajo del jeep.
El aroma de aceite y combustible me golpea, el piso está resbaloso.
Es el turno del jeep, dice el
vigilante. El motociclista me observa. Sos pendejo, por qué dejas que te quiten
el lugar, dice. No tengo prisa, respondo. Es el turno del jeep dice el bombero
que atiende la bomba que he estado esperando. Retrocedé, le dice el vigilante
al taxista. Esta gasolinera es de nosotros, responde el taxista. Nosotros somos clientes, dice el motociclista. Da la vuelta, parquéate
al otro lado, le indica el otro bombero al taxista. El taxista entra al taxi y
le da un jalón fuerte a la puerta. Es tu turno, dice el motociclista y empuja
la moto para que me estacione al lado de la bomba. No, no, le digo, llená el
tanque, no tengo prisa. ¡Por Dios que sos pajista!, dice y se estaciona para
llenar su tanque.
El taxista llena el tanque en la
bomba contigua, al otro lado, y sale velozmente de la gasolinera. El
motociclista también lo hace. El bombero me hace señas para que me estacione
frente a la bomba. Le entrego la llave. Trescientos córdobas, digo. Debe ser un
día bastante atareado, no hay emociones en su rostro. La próxima no permita que
le quiten su lugar, no deje que le hagan una mala jugada, dice al entregarme la
llave.
Regreso por el mismo trayecto. Pienso en la mala jugada del taxista y en la intención de hacerla del motociclista. Mejor no sigo pensando, las malas jugadas están en todos lados.
Regreso por el mismo trayecto. Pienso en la mala jugada del taxista y en la intención de hacerla del motociclista. Mejor no sigo pensando, las malas jugadas están en todos lados.