En el trayecto conversaba con la doctora de Médicos del
Mundo, Viñet Roses, sobre las dificultades que enfrentaban para controlar el
brote de “lepra de montaña”. Meses antes no me hubiera embarcado en esa
pesadilla, pero testimonios desesperados de los campesinos, hombres, mujeres y
niños, provocaron la reacción de diferentes iglesias denunciando y planteando
la urgente necesidad de que el gobierno local y el Ministerio de Salud actuaran
para aliviar el sufrimiento de las familias asentadas en las profundidades de
la montaña. Luego de participar en una reunión con ellos, surgió el proyecto de
emergencia “control de brote de Leishmaniasis” que planeaba lograrlo en seis meses.
Al llegar a Puerto Príncipe nos dirigimos al antiguo puesto
de salud, custodiado a su alrededor por troncos de madera caídos y conversamos
con el joven médico en servicio social. “Viven lejos, hasta diez horas de viaje
en lomo de bestia”, dijo preocupado. La consecución de la meta trazada no
avanzaba, el tiempo establecido caducaba. En eso estábamos cuando comenzaron a
aparecer las primeras familias para recibir la inyección de glucantime que el
proyecto facilitaba, importándola desde Francia.
Uno a uno entraban los pacientes a la casita de madera; me
acerqué a una señora mayor que esperaba su turno sentada en uno de los troncos.
“¿Cuántas ronchas tiene?”, pregunté. “¡Ay, hijo!”, respondió, “¡ya perdí la
cuenta!, ¿quiere verlas?”. Se arremangó la camisa y dijo “¿cuéntelas?” Cinco
ulceras cutáneas rosáceas entre la mano, el antebrazo y el brazo izquierdo,
tres en el derecho y dos en el rostro. Se volteó y mostró la espalda: una, dos,
cinco, ocho ronchas como cráteres. “También tengo en el vientre”, dijo. Cuatro
más. “Arriba no le muestro, mucho menos más abajo, pero cuente la de las
piernas”, expresó levantando la falda sobre sus rodillas. A medida que las
contaba imaginé mi piel con llagas en erupción, devorándome, sufriendo sin
poder acomodarme en la cama, mientras su mirada palidecía tras cada número que
anunciaba. Cuarenta ronchas en total. “No, no me tome fotos”, expresó y entró a
recibir la dolorosa inyección intramuscular de las veinte que le hacían falta
para completar el tratamiento.
Líderes comunitarios y promotores de salud habían realizado
el diagnóstico de personas afectadas en más de sesenta comunidades ubicadas al
sureste de Nueva Guinea, pertenecientes a Bluefields y Rio San Juan. El
proyecto garantizaba el glucantime, capacitación, complemento de viáticos al
personal del MINSA que entraba en brigadas a las comunidades a tomar muestras
de los afectados mediante frotis en las lesiones para ser remitidas al Centro
Nacional de Dermatología, ubicado en Managua, y confirmar la enfermedad en el
laboratorio. Los resultados, en su mayoría, eran “falsos positivos” por el
tiempo promedio existente entre la toma de la muestra en la montaña y la
llegada al laboratorio que oscilaba entre quince y treinta días. “Mírenlas, es
lepra de montaña”, decían los afectados cuando el resultado era negativo.
Decepcionados regresaban a sus comunidades, tratándose con hierbas, kerosene y
hasta ácido de batería.
Las reuniones de coordinación con el MINSA se volvieron
infructuosas y pesadas por el rígido protocolo establecido para el diagnóstico
y tratamiento de la enfermedad. Estábamos empantanados y la gente presionaba.
Con la Asociación de Promotores de Salud y Parteras de Nueva Guinea
(APROSAPANG) discutíamos, analizábamos la problemática y surgió una nueva propuesta:
era preciso dotar a las brigadas de salud con los equipos de laboratorio
necesarios y una planta eléctrica para que, con el apoyo de los promotores de
salud y líderes comunitarios, diagnosticaran la enfermedad. De igual manera,
capacitar a los promotores de salud en la aplicación del tratamiento.
Inicialmente, las autoridades de salud se mostraron reacias, acostumbradas a la
detección pasiva de afectados en un esquema cerrado: el paciente acude al
centro de salud, le toman la muestra, diagnostican y debe regresar a ser
tratado si resulta positivo con una inyección diaria en un periodo de veinte a
treinta días. En la montaña todo es diferente; debíamos actuar con rapidez y de
manera coordinada.
Convencidos de que era la única manera de controlar el
brote, finalmente el MINSA aprobó la propuesta. Comenzaron a llegar a la
oficina del proyecto cajas llenas con miles de ampolletas de glucantime vacías.
De los más de dos mil casos identificados por los propios campesinos, mil
ochocientos resultaron positivos y, de ellos, más del noventa por ciento se
curaron, un año después de contarle las ronchas a la señora. En APROSAPANG
todavía guardan con orgullo las ampolletas vacías.